Creación

La naturaleza de las gacelas

El Cuento Semanal es esta semana obra de Gabriel Jiménez Gómez.

La naturaleza de las gacelas

/por Gabriel Jiménez Gómez/

Sin duda puede admitirse que las relaciones de sexo dieron lugar, en toda sociedad, a un dispositivo de alianza: sistema de matrimonio, de fijación y de desarrollo del parentesco, de trasmisión de nombres y bienes. El dispositivo de alianza, con los mecanismos coercitivos que lo aseguran, con el saber que exige, a menudo complejo, perdió importancia a medida que los procesos económicos y las estructuras políticas dejaron de hallar en él un instrumento adecuado o un soporte suficiente.

Michel Foucault: Historia de la sexualidad.

 

Decenas de campanas llenaban Isbarán, la capital de Ursal, con repiques de bronce. En cada campanario varios guerrilleros se turnaban para voltearlas hasta entumecerse de llagas las manos, anunciando la caída del gobierno de Belestes. Entre el estrépito de los tañidos, Jenuk traspasó las recién forzadas puertas de la cámara presidencial. Supo que todo cuanto allí había de fastuoso —los vestidos de época en los frescos de las paredes, las volutas de las columnas, la tela tan prieta de las alfombras, el pan de oro que cubría las patas zoomorfas del escritorio— no eran más que señuelos que invitaban a pensar que en aquella estancia residía el poder de Ursal. Encontró a Belestes sentado al otro lado del escritorio, en el sillón. Tras casi un año de contienda, los ojos coriáceos de Jenuk se encontraron con la calma gris de los ojos de Belestes. Dos guardias con uniforme caqui se apresuraron a cubrir los flancos de Jenuk, los fusiles en posición vertical.

—No había por qué llegar a esto, compañero Belestes.

—Siento estar en desacuerdo —dijo Belestes desde el sillón, y suspiró como si le hubiesen aliviado de llevar una carga demasiado pesada—. Era lo único que se podía hacer. Tú no lo harás mejor.

—Lo haré mejor, porque estoy aquí para hacer sólo una cosa.

Belestes apartó la mirada de Jenuk y bajó la barbilla.

—Será el fin. Tú lo sabes.

Jenuk ladeó la cabeza hacia uno de los guardias.

—Llévenselo.

Conforme conducían a Belestes al hotel Levia, ahora convertido en cárcel provisional, Jenuk se sentó sobre el mármol negro del escritorio. Encogió los hombros y se frotó los brazos para combatir el frío que nunca le abandonaba. Miró la silla presidencial de ébano y creyó descifrar una amenaza en su terciopelo anaranjado.

—¡Guardias! —llamó Jenuk, las piernas colgando del escritorio, casi tocando el suelo. Al poco entró en la cámara un guardia apresurado.

—¿Qué desea, compañero?

—Esta silla. Que le prendan fuego.

 

El Levia era el hotel más lujoso del país, a escasos trescientos metros del puerto de Isbarán. La habitación donde Astrán Frignam se hallaba confinado era de las más reducidas y, aún así, excedía los cincuenta metros cuadrados. Se encontraba en la planta baja, cerca de la recepción y de un contingente de más de cien soldados que no dudarían en abatir a Astrán si lograba salir al pasillo.

Astrán estaba sentado en la cama y miraba la ventana ciega. La habían tapiado burdamente, sin siquiera aplanar el cemento en las juntas, con los ladrillos tan mal alineados que seguramente cederían si los golpeaba. Una lámpara con cuentas rectangulares pendía del techo y en el tocador había un espejo: no escaseaban allí las formas de proveerse de cristales afilados. Todo invitaba a Astrán a trazar un plan de fuga. El sueño de cualquier preso para hacerle sentir cualquier preso y que se equivocara. Y matarle y no tener que pensar más en cómo lo iban a hacer. Astrán estaba convencido de que esto no era más que un alarde vacío, ladridos al viento de cachorro herido. Pero sabía que ahora era diferente que con Belestes, que ahora las provocaciones buscaban que él mismo se pusiera la soga. Al menos debía reconocerle a Jenuk que tenía más agallas. Y eso le preocupaba algo a Astrán. No mucho, pero sí un poco, porque si una cosa había aprendido de sus rivales es que debía temer más a las agallas que a la inteligencia.

Hacía horas que no oía disparos fuera, pronto empezarían los compases de la diplomacia. Al final, pensó Astrán, todo seguirá su curso, pues matar guepardos no está en la naturaleza de las gacelas. Eso es lo que Ursal no había entendido. Sus gentes ignoraban que la libertad es vastísima y que lo único que no se puede rebasar —precisamente lo que ellos pretendían rebasar— es lo que se es. Ese es el único límite al que uno se debe ceñir. Aunque poco podía culparles, ya que él también se había obstinado, a su manera, en traspasarlo. No por malicia ni por morbosidad como pretendían algunos. Él había tratado de ir más allá de los mitos fundacionales que le inculcaron sus nodrizas, de la impaciencia que de joven le producían las teclas del piano, de las mañanas de pólvora y humedad en la tradicional caza del jabalí, de las sensaciones inéditas que despertaban los bellos poemas sinestésicos del conde Hansa, de las conversaciones a puerta cerrada con los abanderados culturales de Prunia y de Ursal, de los cócteles que en las fiestas de gala le permitían ser locuaz al hablar con personas refinadas y huecas.

Mientras sus amigos —hijos a su vez de grandes familias— y su hermano Igsil se prepararon para ser una prolongación inopinada de los apretones de manos y convites de sus padres, él aprovechó las prolongadas ausencias que los acuerdos y los congresos imprimían en el hogar para descubrir nuevas posibilidades, quizás poco útiles, pero portentosas y a su alcance, en las que nadie le había instruido. Años atrás, durante el gobierno de Kisset, dividió su tiempo en dos actividades placenteras que se realimentaban: afinar versos en un cuaderno y bosquejar texturas y sabores en cuerpos cartografiados con saliva. Organizó varios encuentros íntimos multitudinarios durante madrugadas enteras. Los participantes fumaban y aspiraban sustancias para liberarse de las aprensiones y de los aprendizajes. Le ofrecían con frecuencia alguna de esas drogas. Durante el acto, en pleno nudo de cuerpos, alguien le deslizaba una bandeja bajo la nariz. Pero él siempre se negó a esos artificios, a él le gustaba mirar de frente. Y su curiosidad le hizo seguir avanzando, y lo hizo casi por necesidad, por querer entender qué más había en el conjunto de la existencia. Puesto que una vez que se ha vivido todo, ¿qué nos queda? Y lamentaba Astrán que los ursalíes no entendieran su contrapartida. Ellos que también habían empujado sus confines. Ellos que habían tenido la audacia necesaria para forzar su pacifismo de rumiantes acometiendo dos revoluciones. Astrán lamentaba esa terquedad poblada de uniformes y fusiles, sostenida sobre un falso discurso de emancipación. Hasta los más libertarios entre ellos repetían esquemas morales heredados, recelaban de los mismos actos y aplaudían los mismos gestos. ¿Con qué derecho le exigían nada por lo de aquella muchacha? Ellos que eran tan semejantes entre sí que llegaban a querer extinguir a quien no se equivocara de la misma forma que ellos se equivocaban.

Aún debían de quedar algunas horas hasta que Jenuk y los suyos se organizasen, y hasta que eso no ocurriera no le llamarían a declarar. Astrán se tumbó en la cama, las manos entrelazadas bajo su nuca, haciendo las veces de almohada sobre la almohada. Cerró los ojos y esperó al sueño, que no tardó en llegar.

 

Jenuk seguía sentado sobre el mármol de la mesa. El uniforme caqui holgado, sumado al balanceo de sus piernas, le situaba fuera de toda edad. A sus casi cuarenta años Jenuk parecía un recién adulto, ni niño ni hombre, a quien acabaran de despertar para mandarle hacer algo terrible y cándido, algo que escapa al mismo tiempo a la sencillez del niño y a la sensatez del adulto.

Cada poco tiempo los guardias apostados en las puertas de la cámara presidencial daban paso a algún comandante o capitán de la revolución que formulaba preguntas a Jenuk. Otras veces era Jenuk quien llamaba y daba órdenes.

Jenuk pensaba en Belestes, en la cantidad de esperanzas depositadas en aquella primera revolución, en el sosiego de los cielos sin nubes en los ojos de su amigo. ¿Cómo está la situación en la frontera con Prunia? Todas las columnas deben dirigirse allí. Tan sólo una orden: resistan. Tuvo un buen comienzo, Belestes, con reforma agraria, impuestos fuertes para los más ricos, incluso expropiaciones de terratenientes. Varias familias escaparon a Prunia con su fortuna. Fue un buen comienzo, desde luego, prometedor, luego vino el desabastecimiento. Necesitamos designar un jurado popular. Quiero doce personas de toda edad y condición, doce personas que sean representativas. Hambre y explanadas en las que rebosaban los camiones parados, desafiantes. Fue entonces cuando Belestes comenzó a ceder por temor al golpe militar. Eso y Prunia, siempre Prunia, la gran potencia de la Liga Continental, defendiendo los intereses de su oligarquía. Al poco sus empresas volvieron al carbón, al hierro y a las salmueras de litio de Ursal. ¿Está el fiscal preparado? Bien. Busquen un abogado de oficio para la defensa de Astrán. Y varios suplentes. Díganles que el juicio es en dos horas. Con los años, Belestes, el mismo que entró en la Isbarán de Kisset disparando ráfagas contra la primera línea del ejército regular, firmó el Tratado de Losab, que prohibía las competencias del estado en cuanto a propiedad y producción agrarias. De nuevo los terratenientes. ¿Cómo que designar ministros, compañera Belsa? ¿Importan acaso la economía o el trabajo? ¿Importa siquiera la salud, sin justicia? Aun con todo, no fue eso lo que motivó esta última revolución. Podían haber estado décadas o siglos con el estómago y la vida a expensas del antojo de unos pocos. Ya fue así durante el tiempo de los tiranos y fueron necesarios ríos de sangre campesina para que se alzaran contra Kisset. No, habrían aguantado la opresión y el hambre, sin duda. Pero lo de Nera, eso no pudieron soportarlo. Se lo recuerdo, compañero, se lo recuerdo: este gobierno sólo tendrá capacidad ejecutiva. Doce personas juzgarán y me encargaré personalmente de que se cumpla la sentencia, no nos van a dejar tiempo para más. Doce años, tan sólo doce. Su cuerpo apareció en la redada que desmontó la trama de prostitución ilegal del Selekta. Era una niña morena, con esa piel ocre tan característica de las razas nómadas. Embaucada, vendida en un club frecuentado por personas con abundantes parafilias, convertida en un bulto, en un saco de carne apaleado. Se detuvo a los proxenetas, se tuteló la adopción de los niños y adolescentes, se metieron los restos de Nera en una bolsa. Hubo una autopsia, se maltrató un poco más su cuerpo roto para tratar de extraer alguna verdad. Se encontró en él semen de Astrán Frignam. Pues si está lleno el Levia busquen algún otro hotel o edificio vacío, pero tiene que haber una respuesta al vandalismo. No, es sólo algo provisional. Astrán fue detenido. Imágenes de él, con su característico pelo largo y raya en la mitad, palpitando sin color en la pantalla de todas las televisiones de Ursal. Gritos, insultos tras el cordón policial. El timbre del teléfono. Belestes en el Parlamento desgranando los vínculos de poder de Astrán, hijo de Yarel Frignam, dueño de Enase, la mayor empresa energética del mundo con sede central en Prunia. Astrán, hermano de Igsil Frignam, ministro de industria en Prunia. El timbre del teléfono. Astrán, hijo de Mira Tatgar, embajadora de Prunia en Ursal. Astrán, amante de Sila Kisset, hija del último tirano de Ursal. El timbre del teléfono. Belestes exigiendo justicia para Nera. Belestes defendiendo ante un hemiciclo lleno de guerrilleros la pena máxima para Astrán, una semana antes de decretar su inmunidad legal. El timbre del teléfono.

 

—Es Merak, el presidente de Prunia —dijo a Jenuk un joven guardia, mientras le tendía el auricular de madera de cerezo y oro.

Jenuk bajó del escritorio, tomó el auricular y se presentó. La voz de Merak brotó del auricular tranquila y nítida, era la voz que un cristal tendría. Le felicitó por el cargo y se refirió a él como su homólogo. Jenuk, con firmeza de tierra quebrada, le agradeció tales consideraciones.

Una vez agotadas las cortesías iniciales Merak adoptó cierta fluidez al hablar. Enlazando una frase con otra explicó a Jenuk lo solitaria y poco entusiasta que resultaba la vida en presidencia, tan diferente al sinfín de gestas y calamidades que surgen y se esfuman a cada instante en el campo de batalla, y ya que mencionaba la guerra no podía dejar de elogiar la forma que tuvo la revolución de Jenuk de ganarse a los vecinos de los barrios más humildes para tener preparado un arsenal de fusiles, ametralladoras y granadas a dos cuadras del Cuartel General, aunque lamentaba la cantidad de vidas que habían saltado por los aires allí al amanecer de ese mismo día, de la misma forma que lamentaba las muertes de guerrilleros y de soldados en las calles de Isbarán, porque ambos bandos le dolían y no podía dejar de recordarle a Jenuk que Prunia había sido neutral en las últimas contiendas ursalíes y que esto se debía a la tenaz confianza que él depositaba en el diálogo y en la razón humana, y que los retos a que se había enfrentado como líder de Prunia no habían hecho más que corroborar este punto, por lo que su mano y la de toda Prunia estaba tendida al diálogo.

Jenuk dejaba que Merak hablase y cada cierto tiempo añadía un gracias, valoro su honestidad, es grato saberlo. Aunque pronto notó que esas palabras le cubrían la lengua con una insoportable sequedad, las sabía respuestas a un discurso articulado para nadie, para quien fuera que se sentase en aquel horrible sillón naranja que había mandado quemar. Al parecer Merak notó su silencio porque le dijo que en fin, después de un día histórico como ese debía de estar exhausto y organizando su ejecutiva, así que no iba a robarle más tiempo, aunque sí que le quería comentar una pequeña cuestión. Adelante, le respondió Jenuk.

—Como sabe —continuó Merak—, Astrán tiene nacionalidad pruniense. Es importante para mi gobierno conocer la situación que afrontan nuestros ciudadanos.

La voz de Jenuk se endureció.

—A Astrán se le juzgará y se hará lo que corresponda.

—Por supuesto. Esa es la esencia de la democracia, y entiendo que usted tiene ideales de demócrata. Sé que quiere llevar esto con las mayores garantías. La rabia de su pueblo es legítima y debe hacerse justicia. Pero, ¿y si, después de todo, el agresor de aquella pobre chica no fuese Astrán? ¿Y si fuese otra persona, alguien que yo le podría proporcionar? Todos ganaríamos.

—La culpabilidad o no de Astrán no es competencia de Prunia. ¿Alguna cosa más?

—No te equivoques, Jenuk —Merak había vuelto a la voz vidriosa y exacta—. No des la espalda al diálogo. Si Yarel pierde a su hijo habrá consecuencias. Os superamos con holgura en ejército, tenemos cabezas nucleares y a la Liga Continental, acabáis de salir de otra guerra civil. De presidente a presidente: ha corrido ya demasiada sangre. Es hora de ser razonables, amigo. Es la razón o la destrucción.

—Entonces sea la destrucción —dijo Jenuk. Y colgó.

 

El juicio tuvo lugar en los juzgados de lo penal. El edificio, de cemento, era de tal firmeza y magnitud que se le podía imaginar formando parte de un rompeolas descomunal. Se eligió la sala más grande. Ursal contenía el aliento, sus habitantes se congregaban alrededor de radios y televisores. En las calles de Isbarán había una quietud sostenida sobre el olor a podredumbre salada y el humo de las últimas contiendas, pero en la plaza de los juzgados miles de personas se sentaban en el asfalto, se agarraban a la baranda de las escaleras, miraban las ventanas oscuras, se estrechaban entre sí, tragaban saliva. Se rumoreaba que el abogado defensor que la revolución había designado para Astrán se había hecho jirones la toga. Fijados a la mole irreal del edificio, unos altavoces improvisados retransmitían las declaraciones, las acusaciones, los silencios.

El fiscal mencionaba el informe del forense, tan celosamente guardado. Los dedos del transcriptor pulsaban la máquina de escritura con una cadencia continua, y sobre ese teclear monocorde se desarrollaba el pleito que había costado una revolución y decenas de miles de muertos. Los detalles eran de sobra conocidos, pero aún así se mencionaron una vez más, resonaron en los altavoces y en los hogares. Y se supo todo del pecho de niña de Nera hinchado por los golpes. Se supo de muñecas en carne viva y de los límites del cuerpo humano mucho más de lo que en ninguna plaza, salón o dormitorio debiera saberse nunca. Y lo que allí se supo, sumado a lo ya sabido, convertía a los oyentes y espectadores en llagas tristes, y hacía de la multitud reunida frente a la mole de los juzgados una herida prodigiosa, de tal hondura que llegaba al tuétano que vertebraba la osamenta de la sociedad ursalí.

El abogado defensor no intervino ante aquel desbroce de los hechos, ni ante la posterior lectura de las confesiones de conocidos pederastas, parroquianos habituales del Selekta. Tan sólo lo hizo al referirse el fiscal a la actitud de Astrán: a su renuencia a tratar con los periodistas, a su serenidad mineral ahora en el banquillo, a cuando fue llamado a declarar y dijo al comisario, minutos antes de que Belestes frenase todo el proceso, usted sabe que no voy a entrar en ese furgón. Todo esto concuerda, remarcó el fiscal, con la actitud de quien actúa con plena consciencia de lo real, la misma plena consciencia que debió de tener cuando hizo todo aquello con Nera. Fue entonces cuando el abogado defensor, con la voz firme y renqueante con que se expresan quienes buscan dignidad en tareas que parecen estar destinadas al oprobio, señaló que a diferencia de lo sugerido por el fiscal, nadie en su sano juicio habría cometido tales actos y solicitó que el jurado valorase los hechos a la luz de una patología de la psique. Apenas había terminado de decirlo cuando Astrán habló con su característica voz dulce, con la que inflamaba cada una de las sílabas.

—No trate de explicar con falacias lo que desconoce, señor de la toga rota. Si va a basar la defensa en invalidarme mentalmente ya le anticipo que siempre he sido dueño de mis actos.

El juez llamó a Astrán al orden y le dijo que lo único que se esperaba de él era que se declarase culpable o inocente.

—Inocente —dijo Astrán—, pues no hay mayor inocencia que la de los instintos.

El juez concluyó la sesión y se dejó tiempo a las deliberaciones. Treinta minutos después los altavoces de todo el país chasquearon, reanudándose la emisión para que el jurado —compuesto por un anciano que conservaba el color en las mejillas, una adolescente aún torpe en su cuerpo grande, la arquitecta que organizó la toma de Isbarán, un camarero con esmoquin arrugado, un albañil con manchas de yeso, un niño huérfano, una panadera de delantal y cabello gris, una profesora de piel ocre agarrada a un papel, una guerrillera con el brazo derecho en cabestrillo, un marinero que quiso desertar pero que no logró asilo en ningún país, una campesina que el día anterior quedó atrapada entre las dos líneas y un dentista tan pobre como todos los anteriores— dictase la sentencia que el juez habría de aprobar. La profesora de piel ocre fue designada representante por sus once compañeros para dignificar al pueblo de Nera y a todos los pueblos trashumantes y regateadores que entreveraron durante siglos la historia ursalí. Aquella mujer subió al estrado. Se organizó un doble silencio en juzgado y plaza mientras tomaba posición, colocaba recto un papel con notas al vuelo y trataba de desentenderse del temblor de manos. Luego habló.

La voz de la profesora entró en la plaza y en las casas de todo Ursal. Era una voz vigorosa que apagaba las consonantes al final de las palabras. Dijo que el jurado popular de Ursal encontraba la culpabilidad de Astrán Frignam fuera de toda duda, pero que al mismo tiempo consideraba que la decisión que se le pedía tomar era otra mucho más ardua y dolorosa que simplemente condenar o absolver la conducta del acusado. Más pavorosa, si cabía, en un momento como aquel en que todos venían de ver horrores, pues la disciplina de los ejércitos revolucionarios en contienda no había sido suficiente para evitar saqueos ni asesinatos, y tantas personas inocentes habían sido sometidas a tormentos que en las mesetas, en las ciudades, en cada pueblo, se engarzaba una larga y pesada cadena de ejemplos de la barbarie que había sido esa última guerra. A continuación reconoció el empeño de Jenuk y de sus comandantes en castigar ejemplarmente estas conductas, aunque era de justicia admitir las muchas veces que, a pesar de esto, escapó el culpable, de forma que a miles de crímenes no menos terribles que el de Nera los habían sepultado los gritos de un pueblo consignado contra el crimen y el olvido. A continuación dijo que por desgracia esto no era de extrañar, ya que es el daño de toda guerra y la guerra de un pueblo destruye a ese pueblo. Pero ellos, añadió, quizás deberían preguntarse si no estaban destruidos antes de tomar las armas contra Belestes.

La profesora alzó la cabeza, separó unos centímetros sus labios del micrófono y abarcó con la mirada a los asistentes. Estaban allí los comandantes de las tres columnas. Había capitanas con el pelo recogido en cola, tenientes parapetados tras un gran bigote, niños con la cara tiznada de polvo, familias enteras, extremidades ausentes, muletas. Todos en el juzgado se distinguían de su vecino de asiento, pero todos compartían un mismo rasgo: sus ojos eran grandes y la miraban a ella. Se acercó de nuevo al micrófono, apretó con la mano derecha el atril para evitar moverse del lugar, y elevó la voz por encima del tono anterior para decir que a los miembros del jurado popular se les estaba pidiendo que tomasen una decisión, pero que dicha decisión estaba condicionada, ya que de elegir aquello por lo que se emprendió esta segunda guerra se verían abocados a otra, a una guerra que sólo podrían perder. Y sin embargo, admitió, nadie podía aducir desconocimiento de tan graves consecuencias, pues todo esto ya lo avisó Jenuk cuando provocó la escisión en el partido, y aún así la mayor parte de Ursal le apoyó. La profesora sacó del vigor de su voz una entereza de maestra sin alumnos con la que afirmó que el pueblo no apoyó a Jenuk en un momento cualquiera, qué carajo, lo hizo tan sólo cinco años después de la guerra de Belestes contra Kisset. Así que de inocencia nada: sabían lo que vendría, conocían la cara podrida de la guerra y aún así optaron por la guerra. En un tono más sosegado añadió que era conveniente recordar por qué tomaron entonces aquella decisión, ya que muchos pensaban que fue una forma de honrar a Nera, de reparar todo aquello que se le hizo, mientras otros opinaban que se tomó para terminar con un orden social que permitía la sumisión por parte de unos pocos poderosos, y otros, simplemente, defendían que hubiese sido así porque Astrán debía pagar por lo que hizo.

Paró para tragar saliva y con voz mansa dijo que no, que nada de eso, que en realidad fue por algo más básico, que fue porque una sociedad en la que no hay consecuencias en vejar de esa forma a un ser desprotegido está herida de muerte. Y llegar a esa conclusión, siguió diciendo en un tono cada vez más alto, lo cambia todo, porque una vez se tiene esto claro uno ya no puede seguir como si nada, una vez esto se asimila resulta imposible mirar los colores del atardecer sin pensar en sangre que mana de la espalda de una niña de doce años, o encender una vela sin pensar en carne quemada. Había dolor, odio y alivio en su voz cuando sentenció que una sociedad así no debía existir y que el jurado prefería la muerte rápida de una guerra nuclear a la agonía lenta que todos padecían desde que Belestes concedió la impunidad a Astrán. Concluyó diciendo que por todo ello, y habiendo grandes poderes que buscaban liberar al acusado, la sentencia más adecuada para garantizar que se hiciera justicia era su ejecución a manos del actual representante del pueblo. Y su aplicación había de ser inmediata.

 

Al volver la cabeza aún se veían retumbar las luces del puerto, pero estaban lejos, al fondo del túnel de la noche. La barca era pequeña, de seis metros de eslora. Los dos guardias encargados de  remar habían dejado de hacerlo y se habían parado allí, a una distancia que sólo permitiría presenciar la ejecución a quienes en el puerto tuviesen prismáticos. Podrían haber ido más adentro, pero no era prudente demorarlo mucho y convenía que hubiese algún testigo. No circulaba corriente, apenas una débil respiración agitaba las aguas del mar. Un tercer guardia, en la proa, sostenía un fanal con el que iluminaba a estribor.

Jenuk, sentado de espaldas al guardia de proa, miró a Isbarán —un ajedrezado de luces rasgando el horizonte—, sabiendo que no tenía allí nadie a quien dar un abrazo sincero. Nunca supo estar con nadie y por eso fue el más indicado del partido para estar con todo Ursal y para guiar aquello hacia el único lugar al que debía ser guiado. Sus compañeros lo sabían y por eso lo quisieron en el liderazgo de la última revolución. Así que era justo que fuese él quien cargase con la responsabilidad hasta el final, esa misma responsabilidad que llevaba meses sin dejarle dormir. Antes sus pómulos tenían vigor y sus ojos humedad, pero ya no le quedaba nada de eso. Se giró para mirar a Astrán, bien peinado, con la venda apretada hasta los dientes, atado de pies y manos en el suelo de popa.

Astrán contemplaba el azul oscuro al que se habían ido asomando estrellas conforme se alejaban del puerto. Su nuca se apoyaba en el suelo de la embarcación. Había comenzado a pensar que tal vez Jenuk hubiese llegado ya demasiado lejos como para parar. No esperaba que fuese él quien le atase la venda a la nuca ni que la apretase contra su boca de aquella forma. Estaba convencido de que ese trato no era más que un desquite contra él, por ser un Frignam y por haber empleado su atalaya social para divisar un océano infinito e inexplorado. Por eso no toleraban lo que él hacía con la serenidad de quien se piensa tal y como es: porque les descubría posibilidades insólitas para las que no estaban preparados. Astrán sintió una vibración en los tablones a su espalda y bajó la vista hacia la proa, donde Jenuk se estaba incorporando.

Jenuk se irguió, apoyándose en los hombros del guardia que sostenía el fanal. Una vez en pie asintió a los otros guardias, que también se incorporaron. Uno de ellos le tendió su remo y a continuación fueron hacia Astrán. Era la primera vez tras más de un siglo que se empleaba este método de ajusticiamiento, establecido en la franja costera ursalí cuando los primeros pueblos comerciantes se dejaron cautivar por el buen clima y la generosidad de las mareas. Mientras los guardias sujetaban por tobillos y axilas a Astrán para elevarlo, Jenuk sintió picor en sus brazos. Tras un último año de planos extendidos y promesas graves frente al espejo, tomando decisiones que sólo traían sangre y cenizas, se descubrió fabulando con dejar el gobierno en manos capaces de avanzar hacia un mundo en calma distinto al de la muerte. Tan sólo esta última tarea y luego volvería al abrigo de su pueblo, a ese abrigo grande que no le quitaba el frío. Alzó el remo y se acercó al centro de la barca, donde los guardias balanceaban a Astrán en el aire.

Le impulsaban hacia delante y hacia atrás, como un oleaje o un columpio, y en cualquier impulso hacia delante caería al mar. Astrán conocía el método, sabía que una vez en el agua podría demorar un poco su muerte si era ágil y hacía lo posible por alejarse de la barca, pero sólo sería eso, demorarla. Lo realmente sorprendente es que se hubiesen dotado de autoridad para elegir ejecutarlo. Ya no volvería él a disfrutar de las recepciones en la embajada, ni a beber el sol de los vinos al sur de Kalal, ni a palpitar con los poemarios de Hansa, ni a admirar la fragilidad de los bailarines en el ballet, ni a disfrutar de la libertad absoluta que le ofrecían los cuerpos de las gacelas. Fue apenas consciente de todo lo que dejaba por hacer en el impulso último tras el cual los guardias abrieron sus manos. El agua era fría y oscura.

El guardia situado en la proa se acercó con el fanal para iluminar lo mejor posible la forma de Astrán en el agua y que así Jenuk pudiera hundirle la cabeza con el remo. Pronto los brazos rígidos del presidente de Ursal agarraban el mango y presionaban bajo la superficie la cabeza de Astrán. Jenuk mantuvo la presión. Enfundado en el papel de verdugo, su frente estaba tersa y despejada, pero no por la calma sino por la melancolía. Al poco Astrán empezó a agitarse, rizando el agua bajo la pala del remo. Se movía a impulsos y de forma azarosa, en todas direcciones. Jenuk estaba alerta para bloquearle la salida. Lo logró durante unos segundos, pero después su propio peso estuvo a punto de hacerle caer al abismo de las aguas. El guardia le agarró del hombro con la mano libre, mientras con la otra iluminaba el manto negro de la superficie y su tímido aliento.

Jenuk ya había recobrado el equilibrio cuando Astrán emergió por la zona de proa, fuera del alcance de la barca. Jadeaba y tiritaba. Enseguida devolvió el remo al guardia que se lo había entregado. Los guardias dieron paladas tan impetuosas hacia Astrán que pronto tuvieron que frenar la barca, hundiendo los remos en las aguas. El mismo guardia entregó de nuevo el remo a Jenuk. Astrán se encontraba a babor e intentaba alejarse a pesar de las ataduras, encogiendo y estirando su cuerpo mediante espasmos torpes. El primer golpe le hundió el hombro derecho. El dolor del impacto, unido a los alfileres del frío, le hizo entender que ya era inútil. Se volvió hacia la barca y Jenuk pudo ver bajo la luz tenue la cara descompuesta del hombre al que había jurado matar. La venda ya no estaba. Labios abiertos y contraídos alrededor de la grieta negra de la boca. Ojos grandes de espanto, blancos y cortados por venas de un rojo doliente. Jadeaba unos silbidos grumosos que hacían pensar en últimas palabras mal borboteadas. Aún tenía bien marcada la raya del pelo y justo ahí Jenuk le descargó la pala. Astrán apenas notaba ya otra cosa que el cosquilleo de la sangre brotando de su frente, su nariz y su boca, hasta diluirse en el agua oleosa. La pala volvió a caer sobre su cabeza, ya máscara ensangrentada, produciendo un balanceo de resorte roto, inacabado. En el siguiente golpe oyeron crujir su cráneo. Jenuk, sin reparar en que ya lo había matado, repitió otra vez el golpe. Y otra, y otra, y muchas más, con la obstinación del rayo. La cabeza de Astrán era un amasijo esponjoso cuando Jenuk tiró el remo astillado al agua y emitió aquel grito terrible que oyeron en el puerto de Isbarán. Era un alarido de orfandad como sólo puede expulsar quien ha acabado por dar caza a su obsesión, dejando así su vida totalmente vacía.

El grito duró todos los siglos que pueden caber en un puñado de segundos. Cuando se hubo apagado, en todo Ursal las personas comenzaron a salir a las calles, a poner mesas, manteles y sillas en las carreteras y a invitar a sus vecinos y a todo viandante a la comida de sus fogones y a las bebidas que mejor exaltaban el espíritu. Hubo una prohibición tácita de circular en vehículos a motor y de estar en lugares solitarios y cerrados, y todos la acataron porque el pueblo entero se dio a la avidez de la celebración. Hartos de las guerras, los revolucionarios apostados en cada pueblo y en cada ciudad hicieron montañas de rifles y machetes en las plazas a los que se prendió fuego, y se invitó a todos los ciudadanos a bailar noches enteras alrededor del crepitar de las armas. Las columnas apostadas en la frontera con Prunia abandonaron la lucha y no les importó dejar el frente despejado, porque recibieron del mismo Jenuk la orden de ir a celebrar con sus familias. En la plaza de los juzgados se organizó un recital colectivo de poemas populares. Parodiando una tercera revolución, una orquesta improvisada asaltó a golpe de trombones y violines el palacio presidencial, donde se celebró un baile que duró cinco días.

Mientras la orquesta tomaba por asalto el palacio, Jenuk se encontraba en el hotel Levia, visitando la habitación en la que estaba confinado Belestes. Al llegar lo encontró dormido, vistiendo el mismo traje con que lo detuvieron. Jenuk pronunció su nombre hasta despertarlo. Compañero Belestes. Compañero Belestes. Una vez despertó, Jenuk le dijo a su antiguo rival que esta vez sí se había hecho lo preciso. Belestes ladeó la cabeza con resignación. Además, siguió Jenuk, en parte lo has matado tú, ya que muchos aprendimos de ti la determinación que nos llevó a hacer lo que luego no fuiste capaz. Belestes le miraba sin entender. ¿Qué quieres de mí?, le preguntó. Que salgas de esta cárcel y celebres con tu pueblo, dijo Jenuk y por primera vez en años parecía estar al borde de la sonrisa.

Belestes salió del hotel temeroso de una trampa, pero al ver las mesas de comida tendidas en la calle y oír los acordes de celebración entendió que su lugar estaba con los demás. Y así todos los ursalíes se reconocieron y supieron del triunfo. Estuvieron tan ocupados hablándose que no entendieron cómo antes se dedicaban a estar separados. Después de horas y horas de bailes y miradas, muchas parejas se retiraron a bosques, montes y arroyos, donde se amaron sin descanso. Y ni los poetas, ni los comilones, ni los borrachos, ni los enamorados tuvieron en todos aquellos días siquiera un sólo instante para imaginar que había podido existir un Astrán Frignam, aunque luego llegaron los misiles y la luz blanca y el final.


Gabriel Jiménez Gómez nació en Sevilla en 1983 y se trasladó a Madrid en 2001 para estudiar informática. Tras licenciarse, comenzó a alternar su trabajo con la escritura. Fue finalista en el II Certamen Literario Ciudad Galdós. Participó en el taller de relatos del Patio Maravillas entre los años 2011 y 2016, durante los cuales fue fraguando los relatos que conforman La naturaleza de las gacelas (Ediciones Trea, 2018), del que presentamos a nuestros lectores el relato que da título al volumen.

0 comments on “La naturaleza de las gacelas

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: