Creación

El álbum

Un relato futbolero de Pepe Monteserín es El Cuento Semanal de esta semana.

El álbum

/por Pepe Monteserín/

En un pueblo con playa, a orillas del Cantábrico, jugaba yo al fútbol, cosa natural en un niño con dos pies, e iba por el Madrid, propio de bien criados. El televisor de mi casa, un Philips en blanco y negro, reproducía con fidelidad el uniforme de este equipo al que, en mayo de 1960, adoré por ganar la quinta Copa de Europa al Eintracht de Frankfurt, con cuatro goles de Puskas y tres de Di Stéfano. Ser del Madrid era lo suyo, y estudiar francés. De hecho nos enseñaban a rezar en francés para sintonizar con la Virgen de Lourdes, de más alcance que la nuestra, la Virgen de la Resaca. También coleccionábamos cromos de futbolistas; venían respaldados por chocolatinas que despachaba Lisa en el quiosco de la playa; una jovencísima emigrante sevillana, forofa del Betis.

Una chocolatina costaba dos reales, y envuelta con ella podíamos encontrar, por ejemplo, a Sánchez-Lage, del Real Oviedo, a Rusiñol, de la Unión Deportiva Las Palmas, a Ferenc Puskas, del Real Madrid, a García Perezchuecos, del Elche… Con qué ansia, más que hambre, las desenvolvía yo, cogía los cromos y los abría despacio, en abanico, como naipes de una baraja, para no espantar la escalera de color. Comía el chocolate y procedía a pegar los astros en los recuadros de mi álbum prodigioso, orla que detallaba el nombre y el puesto: Sánchez-Lage, Delantero; Rusiñol, Defensa; Puskas, Delantero; García Perezchuecos, Portero. ¡Ay, el tiempo nos castiga con los que se van!

Mi impar tesoro se enriquecía y en esa medida aumentaban los problemas para que las chocolatinas trajeran novedades. Se multiplicaban los cromos repetidos como los granos en mi cara, por culpa del cacao y una adolescencia que despertaba en mis sueños. Llegué a contabilizar más Puskas que espinillas, su estampa aparecía hasta en los tubos de Clearasil y cayó su cotización; en cambio otras muy modestas se habían revalorizado. Página a página, iba completando el álbum pero cuantos menos huecos quedaban más frustrante resultaba la visita al quiosco, y empezó a sucederme lo que a esos tahúres que, una y otra vez, barajan las cartas desechadas de una baza llena de burros y puskas. Por mi parte, entregando la plantilla completa del Granada, conseguí el escudo del Athletic de Bilbao; el del Benito Villamarín me lo había entregado Lisa a cambio de espurios te quiero; me gustaba Lisa pero los cromos más, y así pagaba las últimas adquisiciones al ciento por uno.

Angustiaba la escasez de algunas figuras y empezó a brillar un futbolista, paradójicamente uno que trabajaba en todas las partes del campo (no en vano hijo de campesinos), omnipresente y disonante, de tan excepcional: Alfredo Di Stéfano, Delantero. Su nombre pasó a ser un mito, como si su ausencia presagiara el secuestro que sufriría tres veranos después.

Un atardecer, paseando la bajamar, encontré a Lisa; su índice trazaba en la arena mojada un corazón con su nombre, el mío y el de once béticos: Dominguez, Isidro, Ríos, Santos; Areta, Valderas; Lasa, Vila, Kuzman, Rojas y Del Sol; en ese orden, con esa cadencia ortográfica, ensartados por una flecha que entraba por la aurícula izquierda de Domínguez y salía por mi esternón. Me dolió, es cierto, verme en semejante brochette; hubiera preferido agonizar solo con Di Stéfano. Borraron las olas el corazón de arena y las huellas de la bética, y seguí con mi afán, sin mirar atrás.

Decenas de mareas y múltiples trueques fueron insuficientes para cubrir la casilla de Di Stéfano, ubicada en las páginas centrales de mi vademécum. Presumía yo de álbum, pero la formidable colección, punta de un iceberg que escondía centenares de cromos idénticos, mostraba un quebranto, un hueco fatal: a la escalera de color le faltaba el rey, al arco la Saeta rubia, a la lámpara maravillosa el genio.

Pasó el verano, empecé el curso sin Di Stefano, clave del álbum, la colección corría el riesgo de desmoronarse y, Je vous salue, Marie, me encomendé a la Virgen de Lourdes. Cada amanecer, como si la luz solar fuera insuficiente, emprendía yo la búsqueda angustiosa de la estrella madridista, que brillaba con frecuencia en la Phillips de mi casa. Otoño entró y salió con más pena que gloria. Hojas de castaño repetidas cubrían la playa. El invierno se vistió de blanco, un buen presagio, y tuvo que ser en Nochebuena cuando Lisa me trajo la noticia: había llegado al mundo, a su modesto quiosco, un rubio insólito, algo calvo: Diostéfano. Venía de Argentina, del barrio de Barracas.

Corrió la buena nueva con más rapidez y júbilo que el descubrimiento de la tumba de Santiago en Compostela. De inmediato, introduje mi ingente colección sobrante en un cesto y, con él al hombro, fui a ver a Lisa; cargaba yo la liga española al completo, mil ligas, exceptuando, claro, a Di Stéfano, pero incluyendo muchos otros cromos, entre ellos a Del Sol, Delantero; Luis del Sol Cascajares, que ese mismo verano el Betis había vendido al Real Madrid por ocho millones de pesetas, o sea, treinta y dos millones de chocolatinas. En el quiosco, iluminado por aquella epifanía que venía del River Plate envuelto en papel de plata, me esperaba Lisa, abrigada con una rebequita de franjas verdes y blancas.

—Es para ti —estiré los brazos ofreciéndole los excedentes de mi colección, lo mejor de mí, quitando lo principal.

Lisa rechazó el cesto y me dijo:

—Te doy a Di Stéfano si prometes casarte conmigo.

Con la Saeta Rubia clavada en mi corazón regresé a casa como una centella. La Phillips se encendió sola, el álbum se abrió por ensalmo y coloqué mi soberbia adquisición en la casilla correspondiente, divino pesebre, con Puskas a un lado y al otro Gento. Di Stéfano, Delantero. Su frente y el entrecejo fruncidos, el hoyito del mentón ladeado, por culpa del embalaje y de apretarlo contra mi pecho. Por fin, el álbum resplandecía con la estrella de Occidente. Había llegado el momento de grapar al de Buenos Aires para que no se lo llevara el viento.

Diluí harina en una taza con agua hirviendo, la agité para uniformar la papilla y añadí un chorrito de vinagre. Muy pegajosa resultó la mezcla, más que el chocolate caliente. Cogí a Di Stéfano; con un pincel, que mojé en el engrudo, unté su dorso con tres capas: de la vida, del amor y de la muerte, como se verá, y lo entronicé en su altar, en el último nicho. Alisé al Delantero con mis dedos, planché digamos su pantalón corto, su camiseta y la frente interminable, y, dado que advertí grumos rebeldes difíciles de disolver a mano, cerré el álbum, lo deposité en el suelo, coloqué encima varios libros y sobre ellos recosté la Phillips durante un ciclo entero de mareas.

Fijé a Di Stéfano con avaricia y engrudo, lo pegué demasiadamente, como quien le clava los pies a la eternidad para que no vuele. Ahora lo cuenta uno y teme lo peor, pero era yo un muchacho ajeno a los requiebros del destino y nunca sospeché que cuando liberara el álbum de su corsé y tratara de abrirlo, resultara imposible. Sí, desbordó el pegamento la espalda del redentor, se extendió a la totalidad de la plantilla madridista, alcanzó al Real Oviedo, que figuraba en la página anterior, interesó a la Real Sociedad, que formaba en la posterior y trascendió diabólicamente al resto de páginas, hasta impedir la apertura de aquella biblia del balón sin desgarrar mis creencias. El cofre con los huesos de Santiago se había vuelto hermético y fundido la Vía Láctea. Ni Je vous salue, ni ábrete Sésamo, ni hostias en vinagre me permitieron abrir una sola de sus puertas. El apóstol Di Stéfano echó el cerrojo tras de sí y maduraron de repente mis espinillas y yo; la ciénaga blanca, de harina y agua, con un chorrito de vinagre, se había tragado a mis dioses.

Eso sí, yo era un tipo de palabra.

Copas de Europa más tarde ampliamos el quiosco, abrimos una ventanilla lateral, cerramos acuerdos con una fábrica de chocolate y con la Federación de Fútbol y, como el negocio rodaba bien, y el tiempo es dinero, añadimos al tenderete otra ventanilla cenital y, además de chocolatinas y futbolistas, armamos cometas con Di Stéfano, Del Sol y otros astros recién descubiertos en el firmamento, les dimos hilo y se puso su cotización por las nubes. También llegué a querer a Lisa: nos tumbábamos en la playa al anochecer y hilvanábamos rutas uniendo con estelas las estrellas; también me enseñó a bailar sevillanas, sevillanas marineras y litúrgicas que dedicamos a la Virgen de la Resaca. Tan bien nos iba que abrimos una sucursal en la capital de la provincia y allá me fui. Me desarraigué, firmemente planté los pies en el aire y, a sabiendas de que el tiempo no se detiene para la gloria, metido en vorágines esféricas y estratosféricas, me hice con una buena parte de acciones del club de fútbol de la capital. ¡Ay!, pero el amor compaginaba mal con el balón y dejé a Lisa (de habernos unido con engrudo, ni la muerte nos hubiera separado), la cambié por el fútbol de los domingos.

Palco del estadio Bernabéu. Delante: Eusebio da Silva, Luis Suárez, Alfredo Di Stefano, Raymond Kopa y Boby Charlton. Detrás de Eusebio, el autor de este relato (As, 15-1-2001).

Un domingo de enero, muchos disgustos entre medias, acompañé a mi equipo hasta Madrid para jugar en el Bernabéu. Los blancos celebraban no sé qué aniversario y compartí el palco con Eusebio da Silva, la Pantera Negra, con Luis Suárez, Raymond Kopa, Bobby Charlton y Alfredo Di Stéfano, malhumorado y viejo, con el hoyo de la barbilla más ensimismado. Al comenzar el partido, Di Stéfano la emprendió a improperios contra nuestros jugadores, como si me reprochara aquella taza de engrudo que hacía cuarenta años le había vertido por la espalda y la nuca. Aguanté las ofensas, a pesar de que mi carácter se había vuelto exaltado, con recidivas dominicales que duraban dos tiempos de cuarenta y cinco minutos. Perdimos ese encuentro. Unas cuántas derrotas después nos enfrentamos en nuestro estadio, en el partido de vuelta, penúltimo de la competición; sólo el triunfo ante el Madrid nos aseguraba la permanencia en primera división, y Di Stéfano, sentado en el palco a mi lado, dios decrépito que había inventado mi necesidad, se dedicó a increpar cada intervención de nuestro defensa central, cuyo fichaje la Virgen de Lourdes y yo, con mi mejor francés, habíamos negociado con el Auxerre.

—¿Dónde va ése que no puede con el culo? —se burlaba con su deje porteño.

Terminó el partido con empate a un gol y mi club descendió. El tiempo, entonces, se asomó en la adversidad; el club entró en un proceso de descrédito que lo abocó a la suspensión de pagos. Fui demandado por los acreedores, futbolistas en su mayoría, que cobraban por perder y cuando ganaban recibían primas suplementarias; los jueces fallaron en mi contra y caí de la nube con mis cometas y todo el equipo hasta más abajo de la bajamar. Lo perdí todo y más.

Inviernos después regresé a mi pueblo y a mi casa natal, salvada en última instancia por intervención de nuestra modesta Virgen de la Resaca, especialista en convencer al destino para que el alma que nos arrebató vuelva a su ser.

Estos días, curioseando en el desván de casa, descubrí la Philips; también el cesto donde guardaba los cromos repetidos, y hallé el álbum de aquella liga de fútbol de los años sesenta, donde habían quedado atrapados Alfredo y todos aquellos astros sin luz propia, que sólo brillaban gracias a mi admiración. Sopesé el álbum y acaricié sus tapas, como Aladino su lámpara. Me pregunté si el tiempo, que diluye las angustias, habría disuelto el engrudo del demonio; me pregunté si el tiempo, que descose los hilvanes y oxida las grapas, consentiría en abrir el álbum sin desgarros; me pregunté si el tiempo, que castiga la soberbia pero que promueve la fantasía y no siempre defrauda las esperanzas, permitiría que saliera el genio, el hosco genio de Di Stéfano, Delantero. Lisa me había traído al argentino y me parecía justo que él debía acercarme a Lisa. Acaricié, digo, el álbum polvoriento, besé su tapa como la brisa la flor del agua, y ya se me nublaban los ojos cuando se iluminó la Phillips con intensa luz blanquísima, el álbum se abrió de par en par y escuché una voz con deje porteño, del barrio de Barracas.

—¿Qué deseás a estas horas, pibe?

—A Lisa. ¡Quiero perder con ella los domingos! ¡Quiero triunfar al revés!


Pepe Monteserín Corrales, arquitecto técnico y exejecutivo de empresas inmobiliarias, fue escritor tardío, pero ha publicado ya más de cuarenta libros (novelas, relatos, teatro, guiones, ensayos, cuentos infantiles, letras para canciones), participado en doscientos títulos con otros autores y firmado más de seis mil artículos en La Nueva España (Prensa Ibérica), donde colabora a diario. Su obra literaria ha tenido importantes reconocimientos en todos los géneros. Y es de Pravia: con eso queda dicho todo.

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