La buganvilla
/por Francisco Abad/
Compré la pequeña buganvilla hace diez años, en un viaje al sur. Me advirtieron de su difícil supervivencia en climas extremados, como el de esta tierra. Por eso la planté en un macetón grande, con buena tierra, apoyada en un muro alto del jardincillo, mirando al sur, al abrigo del frío cierzo y enfrentada al sol. Ya a los tres años daba hermosos rosetones de color fucsia deslumbrante; algunos la habían visto y al final se supo en el pueblo que tenía en casa una inhabitual y hermosa buganvilla.
Un día llamaron a la puerta. Al abrir me encontré a Luisa, una jovencita vecina de edad indefinida (¡ahora hasta las chicas más jóvenes parecen mujercitas!), que siempre saludaba y tenía un porte alegre y comedido. Con un gesto que se me antojó en aquel momento especialmente encantador, me dijo que en el instituto les habían pedido una redacción sobre algo realmente original, nada de mis pasadas vacaciones, mi familia, las fiestas de mi pueblo o cosas por el estilo. Así que como había oído en su casa que yo tenía una planta rara y muy bonita, me pedía permiso para verla y después de documentarse un poco, hacer la redacción, que seguramente iba a resultar original.
La idea me pareció un tanto extraña, pero entre el calor que hacía, la sonrisa de la chica y lo inesperado de la propuesta, le dije que sí, que no había problema. Ahora sé que fue la súbita vivencia de encontrarme con una emoción olvidada hacía largo tiempo de ejemplar soledad, aceptada al fin, dolorosa en un pasado que ya se me hacía remoto. Le dije que volviese a media tarde, cuando hay buena luz pero el sol está más bajo, para ver la planta, tomar alguna fotografía y explicarle algo sobre sus características e historia.
Me asombró no haberme fijado antes en su existencia, a pesar de que nos saludábamos con frecuencia al cruzarnos por la calle. ¿Qué edad tendría? Es que la edad de los estudios medios había cambiado desde que yo hice mi bachillerato y sin hijos ni sobrinos, realmente ignoraba la actual concordancia. En todo caso estaba contento de la cita, aunque sentía una indefinida inquietud por la situación.
A media tarde sonó el timbre. Allí estaba ella, portadora de una libreta grande, un rotulador y el teléfono móvil. Me sentí tan contento al verla que se me notó y por un momento vacilé al saludar y hasta creo que me puse colorado. En paralelo, la sonrisa de la joven se alteró, indicio seguro de que había percibido mi turbación, y entonces, por primera vez en muchos años, me sentí desamparado y sin saber qué decir. Al fin, hice pasar a la chica y me dirigí apresuradamente con ella hacia el jardín.
Una vez ante la buganvilla, mostró su admiración por la planta con breves expresiones. Realmente el espectáculo era espléndido: una gran madeja de verde trepando y enredándose por el muro del jardín y parte de la casa, tachonada de brochazos de color fucsia intenso, decidido. Todo brillaba con esplendor, sin reflejos extraños o colorines chillones. Dicen que hay buganvillas de otros colores, pero esta clásica, la que todos conocemos por referencias, me parece paradigma de la hermosura vegetal. La chica tomó algunas fotografías y trazó un breve boceto de la distribución del follaje en su cuaderno.
Mientras miraba, trazaba y fotografiaba, yo le iba explicando en detalle lo que sabía de la planta. La chica tomaba notas de lo que le iba contando, mirándome con seriedad, lo que me resultaba especialmente halagador. Al tiempo, casi de forma imperceptible al principio y poco a poco interfiriendo mi exposición, yo advertía la frescura inocente de su mirada y la delicadeza de su porte, que se me hacían por momentos casi amenazantes. En un momento la joven se acercó para mirar bien una zona de la planta, rozándome ligeramente con el brazo. Esa sensación y la leve percepción de su transpiración juvenil me turbaron de tal modo que interrumpí las explicaciones. La chica se percató, me miró y enrojeció ligeramente; cambió el gesto y con rápidas palabras me dio las gracias por la explicación y la muestra de la planta y se excusó por marcharse para hacer pronto la redacción. Al cerrar la puerta me sentí tan ridículo, tan neciamente retrotraído a la tempestuosa adolescencia, que sólo el sentido de autoestima me impidió ponerme a llorar de rabia. ¡Un hombre maduro desestabilizado!
El sentido del ridículo, la llamarada regresiva que había sufrido, clamaba venganza, pedía sangre expiatoria. No sabía qué hacer ni qué pensar, pero al fin opté, como siempre, por lo más sensato: dejar pasar el tiempo y evitar en lo posible situaciones que evocasen la estúpida situación. Mi vida volvió rápidamente a su confortable sosiego, a su placentera rutina de trabajo, libros, exposiciones de arte y ocasionales reuniones amistosas. Pero el diablo se suele poner pólvora en los más inesperados momentos y una vez más, realizó su maléfica faena.
Una tarde, al regresar a casa, me encontré con la joven, acompañada por dos amigas de su edad. Hablaban sin parar, pero al verme, súbitamente callaron. Advertí el hecho, pero seguí caminando, imperturbable. Al acercarme, la chica me dijo:
—Buenas tardes. Al final presenté la redacción sobre la buganvilla y me pusieron sobresaliente y además la profesora hizo que la leyese en voz alta en clase, como ejemplo. Muchas gracias por su ayuda.
Me sorprendió tanta amabilidad y le respondí con mi mejor sonrisa: «Me alegro mucho; que te vaya bien el curso», mientras seguía mi camino.
Cuando había recorrido unos pasos, oí las risas de las tres jóvenes, descaradas, excesivas. No pude reprimir la reacción automática de volverme a mirar atrás y entonces advertí que las jóvenes que reían exageradamente, también se habían vuelto a mirarme al mismo tiempo. Vamos, que se reían de mí y no era difícil saber por qué, qué comentario había desatado la burla, porque eso era: una burla para avergonzar al viejo verde.
Al menos durante una semana estuve calculando los horarios de mis movimientos por la calle, procurando evitar a todo trance la posible coincidencia con la joven o sus amigas. Con los días, la vigilancia se fue relajando y al cabo de algunas semanas ya había cesado la humillante sensación de la cruel burla e incluso pude pasar al lado de la chica, saludándola con una breve y escueta expresión de buenos días o buenas tardes, sin sentir ya ningún tipo de emoción. Como siempre, el efecto medicinal del tiempo fue infalible. También contaba con la protección de Sagan, el eterno Baroja, el reconfortante Delibes, mil veces releídos, de tantos compañeros de soledad, que como el divino Chung-Kuei, decapitarían a cualquier demonio oculto, agazapado en el ignorado desván de lo que no fue y nunca podría salir a la luz de la conciencia.
Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
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