Carreras de galgos

«En nuestra sociedad de consumo globalizada lo único que encontramos al final del camino es el señuelo de la liebre falsa, como en las carreras de galgos. El ser humano da vueltas y vueltas al circuito —y debe hacerlo incansablemente para que la máquina no se detenga— hasta que sea desechado por su inutilidad, cuando haya vaciado y agotado toda su fuerza, del mismo modo que les ocurre a los productos que adquiere», escribe Pedro Luis Menéndez.

De rerum natura

Carreras de galgos

/por Pedro Luis Menéndez/

En 1976 se inauguró en la ciudad de Gijón un canódromo para celebrar en él carreras de galgos. Como usted sabe, esas carreras consisten en perseguir en un circuito a una liebre falsa —un muñeco con apariencia de liebre— por parte de galgos adiestrados para la competición. Después de un éxito bastante notable en sus primeros años de vida, el canódromo fue languideciendo durante los años ochenta hasta que terminó por desaparecer. En su antiguo recinto se encuentra hoy un colegio de educación infantil y primaria, lo que no deja de resultar una curiosa circunstancia.

El autor más conocido en España de la denominada psicología positiva es Martin Seligman, popularizado por las superventas de algunas de sus publicaciones, que rozan la frontera inestable entre manuales de divulgación psicológica y libros de autoayuda. La OMS, ya en 1946, definía la salud como «un estado de bienestar físico, mental, y social completo, y no sólo la ausencia de enfermedad e incapacidad, sino un estado positivo que concierne al individuo en sí mismo en el contexto de su vida». Los psicólogos positivos plantean que el mejor modo de alcanzar y mantener ese estado de salud estaría basado en el fortalecimiento de las llamadas emociones positivas: la felicidad, la alegría, el amor. Estas ideas que parecen recientes no lo son tanto, pues podemos encontrarlas ya en la psicología humanista de Maslow o de Rogers, e incluso apurando un poco, en Aristóteles (si me permite usted la licencia).

Pero una cosa es el «estudio científico del funcionamiento humano óptimo» y otra muy distinta es cómo llegan al público consumidor esas ideas convertidas en consejos, ayudas, axiomas que propicien el buen vivir. Porque tampoco entenderíamos el éxito de algunas de estas propuestas sin relacionarlas con nuestro concepto de Estado del bienestar, entendido como aquel en el que corresponde al Estado la responsabilidad del bienestar social y económico de la ciudadanía. Cuando unimos ambas cuerdas, nos encontramos en el nudo de los afanes de nuestras sociedades globalizadas con la estigmatización —y, por consiguiente, el deseo de huida— de la tristeza, la melancolía o el desamor, tratados como desviaciones de la norma, como lo no deseable, como lo que impide mi plenitud como ser humano.

De este punto al siguiente el paso la distancia es mínima y ya ha sido cubierta hace bastantes años: utilizar un axioma falso, la alegría y la vitalidad de la juventud, como modelo social. Toda la mercadotecnia, toda la publicidad y la propaganda se apoyan en esta falsedad, porque de cualquiera es bien sabido que justamente en los años jóvenes la tristeza y la melancolía ocupan un lugar muy importante en el desarrollo personal. Lo contrario es la alegría del bobo (o del idiota), que es otra cosa.

Si intentamos acercar todo esto a los vericuetos por donde bambolean y se estrellan con estrépito los actuales sistemas educativos, se nos muestran las dos vías en que se ha convertido eso que llamamos enseñanza. Por una parte, el camino más directo al mercado de trabajo, los oficios, que —salvo excepciones— convierten a la persona en un eslabón eficiente y acrítico de la cadena en la que pasará su vida. Por otra parte, la acumulación de titulaciones, de saberes variopintos en que se han convertido los estudios universitarios, un bagaje en forma de baúl y no de cartera con el que poder situarse en la línea de salida. Y ambos caminos presentan una única finalidad: producir para consumir, de modo que el salario permita ese consumo.

En La conquista del Oeste, película cargada de estrellas de Hollywood y de la que alguno recordará que narra cuatro episodios de la colonización del oeste americano entre los años 1830 y 1890, enormes oleadas de inmigrantes corrían en una suerte de competición desenfrenada y en todo medio de transporte posible (trenes, caravanas, caballos, embarcaciones, o a pie en el peor de los casos) para alcanzar su meta: una meta tangible, real y deseable a pesar de los enormes riesgos que asumían aquellos colonos, incluida por supuesto la pérdida de la vida. El éxito se traducía en la posesión de aquellas tierras vírgenes; en el troceado del territorio inmenso que se encontraba ante ellos y que podían ocupar (si por el camino exterminaban búfalos o tribus indias era una cuestión menor), convirtiéndose en sus propietarios. Al final del camino había algo, una tierra.

En nuestra sociedad de consumo globalizada lo único que encontramos al final del camino es el señuelo de la liebre falsa, como en las carreras de galgos. El ser humano da vueltas y vueltas al circuito —y debe hacerlo incansablemente para que la máquina no se detenga— hasta que sea desechado por su inutilidad, cuando haya vaciado y agotado toda su fuerza, del mismo modo que les ocurre a los productos que adquiere.

Un amigo al que no puedo nombrar —entre otras cosas, porque podría perjudicarle en su trabajo si lo hiciera— me contaba hace casi veinte años cómo funcionaba una conocida productora española de televisión, para la que él había dirigido algún episodio de las series del momento. El sistema de trabajo era sencillo: casi toda la plantilla estaba formada por jóvenes creativos a los que se chupaba la sangre, a los que se vaciaba en muy poco tiempo de toda su creatividad, a los que se vampirizaba sin ningún remordimiento. Piezas de la maquinaria cultural y recreativa, eso eran. Por eso —contaba también— en la empresa no se producían despidos: no hacía falta echarles; se iban ellos mismos cuando no podían más.

Como reflejaba Lorca en unos versos de Poeta en Nueva York: «Los primeros que salen comprenden con sus huesos/ que no habrá paraíso ni amores deshojados;/ saben que van al cieno de números y leyes,/ a los juegos sin arte, a sudores sin fruto». La mercantilización absoluta de una sociedad puede encontrar un revulsivo en ese comprender y saber de los versos lorquianos, así que pongámoslo fácil: que ni comprendan ni sepan. Esto los llevará al tedio de lo cotidiano, que distraerán con pantallas grandes, pequeñas, de todos los tamaños.

Cuando la esperanza de vida del ser humano no iba más allá de los 25 ó 30 años, no disponía de demasiado tiempo, ni libre ni no libre, sino sólo del tiempo justo para llenar la propia vida y cerrar su ciclo; pero, con una esperanza de vida muy larga en las sociedades occidentales, los años no productivos empiezan a ser un estorbo, de manera que los mismos pensionistas se convierten en una excrecencia que el Estado no sabe cómo gestionar. Y todo esto se muestra como una de las grandes paradojas del desarrollo: el sistema sanitario, la alimentación, la salud en general empujan a una vida más larga que está resultando demasiado larga en términos económicos.

Si a esto añadimos nuestro concepto del ocio, nuestros tiempos libres, nos encontramos frente a un mundo que sólo a través del consumo es capaz de llenar esos tiempos, lo que obliga a una productividad enloquecida que nutre de toneladas de nadas nuestros almacenes. Y en este punto retomo la psicología positiva. Martin Seligman y su equipo de la Universidad de Pensilvania recibieron el encargo de intentar solucionar uno de los problemas más comunes de los militares norteamericanos a su regreso de Iraq y de Afganistán: el trastorno de estrés postraumático, que repercutía en problemas de pareja, aumento de las adicciones, comportamientos delictivos y cuestiones similares. Este equipo propuso para este fin el CSF (Comprehensive Soldier Fitness): un programa de entrenamiento específico que pueda menguar o hacer desaparecer los elementos que elevan la ansiedad inherente a las actividades propias de la profesión militar.

Este programa generó una enorme polémica entre los psicólogos norteamericanos, que se posicionaron a favor de las tesis de Seligman («ayudar al Ejército a hacer que los que se ganan la vida matando se sientan mejor y puedan dignificar su trabajo») o en contra, como Sean Phipps: «¿Es esto psicología positiva? ¿Por qué no una psicología positiva que cuestione a los líderes que nos dicen que el uso de la fuerza es inevitable y que busque soluciones pacíficas en lugar de ayudarles?». Dejando a un lado cuestiones académicas que tanto gustan a los departamentos universitarios, en el fondo de la cuestión se encuentra un tema mucho más preocupante: si anulo toda visión negativa de la mente emocional de un ser humano, consigo que éste se encuentre feliz consigo mismo, sin preguntas, sin dudas y, sobre todo, sin plantearse nunca cuestiones de trascendencia social y no personal.

Así, de regreso a nuestra sociedad civil, los consumidores (trabajadores en algunos momentos de sus vidas) se convierten en un ejército uniforme de galgos que, idiotizado, ya no sabe detenerse y sigue incansablemente dando vueltas en el circuito de sus vidas felices. Ese ejército ha perdido por el camino la calma, el silencio, la tristeza; es decir, lo que le conducía a un pensamiento auténtico, que le obligaba a hacerse preguntas sobre el sentido de la vida.

Mientras corre y corre, uno no se hace preguntas, porque necesita todas sus energías para llegar a la meta, que resulta ser una liebre de plástico, una ficción, además inalcanzable.


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).

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