Poéticas

El desierto lleno

José Luis Gómez Toré reseña 'Marruecos', el último poemario de Julio Prieto.

El desierto lleno

A propósito de Marruecos, de Julio Prieto

/por José Luis Gómez Toré/

El interés que despierta un libro como Marruecos proviene, en no pequeña parte, del espejismo que asoma en el título y en las primeras páginas, convocando un horizonte de expectativas del lector que en seguida va a ver burlado. La palabra Marruecos, como señala Eduardo Milán en un epílogo nada prescindible, no remite únicamente a unas referencias geográficas reales, sino que aparece atravesada por todo un imaginario cinematográfico, literario, incluso erótico. Y, sin embargo, ese espacio abierto por la palabra Marruecos se cierra bruscamente, al menos en apariencia: «Qué cuento: nunca estuve, nunca supe, cómo no imaginar» (pág. 14). ¿Cómo contar, en efecto, cómo hablar de un lugar en el que no se ha estado? Y, con todo, cuántas veces la diferencia entre haber estado realmente en un lugar y haberlo visitado en la imaginación es muy leve, pues no pocas veces el viajero ve no lo que está delante de sus ojos, sino lo que espera ver. No creo que el propósito del autor sea, desde luego, despreciar la experiencia del viaje, pero su trabajo pone en evidencia hasta qué punto lo soñado y lo vivido confunden a menudo sus lindes. Así, la expectativa inicial deja paso a los caminos de la imaginativo, convocados por una doble seducción: la de la palabra y la del lugar.

Pero la seducción siempre implica carencia (ya Platón decía que el eros es hijo de la pobreza), deseo de lo que no se tiene. La palabra como el hueco de una presencia, de un vacío que hay que colmar. Y ahí de nuevo encontramos una pista falsa. El nombre Marruecos y el imaginario que despliega, así como la cita de Ungaretti que abre el libro, por no hablar de su forma fragmentaria, podría llevarnos hacia otra tradición: la de un lugar que es, al mismo tiempo, un no-lugar: el desierto. Desierto y fragmento que se hermanan en una tradición bien precisa, la de Ungaretti, la de Edmond Jabès, la de Valente… Pero volvemos de nuevo al epílogo de Milán, donde esa expectativa del desierto también se ve cuestionada: hay, por supuesto, como indica el poeta uruguayo, un deseo de crear una suspensión, un vacío, pero desde la conciencia de que ese vacío está ya lleno. Desierto que ya no es el espacio de la revelación ni del viaje iniciático. Desierto y ciudad se confunden: son espejos que se miran entre sí y que se vuelven indistinguibles. A pesar de que el fragmento, como el desierto, pareciera llevarnos a cierta poética del silencio, no es esa poética la que se convoca aquí, o al menos no en sus formas canónicas. Lo que hay aquí es ruido, la vivencia, entre caótica y fascinada, de quien atraviesa un bazar. Por tanto, no la Palabra sagrada, en singular, en mayúscula, sino las palabras en plural, en una abigarrada confusión que es también, como en un mercado, ocasión de asomarse a todo lo que allí se ofrece. De ahí procedimientos como la cita o la parodia, que hablan también de esa proliferación de voces que nos atraviesan.

Y precisamente desde esa conciencia verbal hay que referirse a ese cuerpo extraño, alojado en nuestra propia lengua; a todo ese caudal de palabras procedentes del árabe que despiertan una evidente fascinación en estas páginas. Lo exótico como propio, el extranjerismo que no es neologismo puesto que lleva hace siglos formando parte del hablar cotidiano, lo otro y lo mismo en el propio lenguaje. No hay lenguas puras: todas las lenguas son mestizas, pero quizá siga teniendo razón Adorno cuando decía que los neologismos son los judíos de la lengua, porque esa oscura pretensión de pureza sigue vigente, alojada en el mismo lenguaje. De ahí quizá también la parodia del lema de la Academia: «Menos operativo, óseo al óleo —hosedad de cada día: pisa, infringe y da esplendor» (p. 98). Y precisamente por ahí el libro nos arrastra a otro territorio, el del exotismo, o más bien a la imposibilidad del exotismo; a ese mito que crea siempre una distancia para alojarse en ella, casi siempre ignorando las relaciones de poder (así, la que se da entre colonizador y colonizado) que no dejan, sin embargo, de dejar su huella en esa suerte de otredad narcisista. Cabe preguntarse por otra parte si esa distancia sigue siendo posible, porque todo está aquí, o en ningún lugar, en este mundo atravesado por lo virtual y por la tiranía de la comunicación del tiempo real. Ese tiempo real que es el más irreal de todos, porque anula ese proceso, ese abrirse paso que es la marca del tiempo de la vida.

Si el arte tiene alguna virtualidad hoy día, sea quizá la posibilidad de recortar de un modo propio el espacio y el tiempo. Ahí, de nuevo, el trabajo que hace Marruecos tanto con la temporalidad como con lo espacial está lleno de sugerencias. Hay una y otra vez atisbos de narratividad, fragmentos de historia, pero, como ve con lucidez Milán, sin antes ni después, como si se desconfiara de la posibilidad de hilar un relato coherente, como si en todo relato se escondiera una trampa. Cito: «Pueblo, dice que éramos y hubo historias, hebras de habla, fábula en común» (pág. 47). Si esa forma de relacionarse con el tiempo está ahí, todavía más determinante es la cuestión del espacio, como ya se ha apuntado. Son frecuentes las alusiones a la espacialidad: «Ayer volvió a mí un lugar en el que nunca estuve fuera de mis sueños […] También los espacios pensados nos habitan—los lugares vividos queman el rastro de su invención» (pág. 87).«Era ése tu lugar —un lugar, una manera de ver?» (pág. 100). «Marruecos» es aquí menos un lugar que una palabra, o más bien, se trata de una palabra que crea un lugar: «pero el lenguaje crea el paisaje» (pág.  88), porque el propio texto es un espacio, un territorio que, al igual que el desierto, acaba siendo un no-lugar. Desde esa lucidez este libro no nos ofrece ninguna certeza porque, como se dice, en uno de los fragmentos iniciales «El marrueco, o merrueco, es una forma. No acabamos de comprenderlo: es una forma de comprender» (pág. 28). La pregunta, en el fondo esencial para todo escritor, ¿desde dónde se escribe?, se abre en Marruecos  a un sinfín de preguntas, porque ese dónde de la escritura remite a otro dónde que es el límite borroso de toda identidad, de toda frontera. En estos años en los que la fijeza del territorio, de la pertenencia a un espacio, vuelve a erigirse con toda su violencia mítica, quizá necesitemos más propuestas, más ejercicios de libertad como el que nos propone este libro. La poesía contemporánea, si no quiere convertirse en un juego inane, necesita dejarse fascinar por el lenguaje, pero, al mismo tiempo, tiene inevitablemente que desconfiar de él. En ese dificilísimo equilibrio, entre fascinación y lúcida desconfianza, se sitúa Julio Prieto. Inteligencia de una voz que reconoce esas «palabras que nos sostienen o recorren, algo que viene de muy atrás» (pág. 88).


Selección de extractos

Al alba, almohada, aleve. Aljibe, al azar, alhaja –azahar, al lado, aljaba. Alambre, alado, al anochecer

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En el charco de la memoria, y cómo se empoza en la mirada. Salta de charco en charco, de jarcha en jarcha. No me dejes, habibi

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Hora de acostarse, de yacer en el pecho del amado. En la luz cenital pasan a un segundo plano dos personajes borrosos: el sufrimiento y el deseo de ser otro. Se abre la cámara secreta: están listos los grilletes, el lecho acolchado. Hay que programar el reloj: lo pongo en un millón de años, y se sonríe. Toda la eternidad empieza en un segundo, y es demasiado tarde para salvarse

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Llegamos al patio de los cedros. Miro en el aljibe, pero no es allí. Al fondo, la montaña de cúrcuma, tenuemente iluminada. El olor a sebo de caballo, sin historia, nos abruma. Gigantografías de hierro. Las montañas negras. Fue allí donde nació. Luz, tiempo y palabra (murmura el sufí). Hay una vida sorda, indestructible, en las criaturas del azulejo, más allá de las columnas. No entiendo: lo entiendo. Abrimos los bargueños. En nosotros se esconden otros

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El marrueco, o merrueco, es una forma. No acabamos de comprenderlo: es una forma de comprender. Hay una textura, una especie de contusión. Caracolea, algo se mece entre el rizo y el grito. Presto a deshilacharse, finge lo perlado, posible origen de la abstracción (algo se deforma en cuanto se ve)

*

De mar a mar en sola roca, y no llegan informes. Losa de sol: la comunicación se enturbia, algo queda en camino. No hay duda en cuanto al método a seguir (el atestado de marras). No hay pelos en la lengua. No hay hilo en la rueca. No hay quórum. Los ejecutores departen en la linde, sus aguiluchos están inquietos. Al final uno de ellos marrará el tiro –sin fuero, la sangre reseca. El cartapacio enmohece, no hay moros en la costa

*

Ratas. Ratas, dicen, en tanto que vienen más y más. En tanto que vienen, no ven la gracia de la rata, que tan fácil se mella, se va

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En esta vena la sangre no mancha. El crimen rebosa, pero no llega. Queda del otro lado, lejísimos, a ras de piel. La imagen me toca, puedo rozarla (eriza el cabello). El daño rebalsa en otra dimensión cutánea –quién habla (quién ve). Reverso obsceno de la afección: hay un corte en la yema del dígito. En la bajamar quedan cercos en el vidrio, imborrables (sin mancha). La sangre corriente no llega. Tantos siglos (millones en el erizar de la materia) –tantos signos, y la sangre no llega

*

Vamos por las esquinas. No: por las escalas integrales. Juntando los heridos orificios, cualquier hueco o tarso que no se amolde ha de bastar. Insolación sin plano. Aunque no se sabe lo que borra de alguna forma –por lo que sobra hay que seguir

*

Traer, o contraer, como el chasquido de una cuerda que se rompe, algo de otro lado, otra vibración de lo sensible que no empieza, no extrae su onza de carne ni enciende o corresponde a este vehículo. En este declive adverso, justamente, dispondré mis agujas, las manos dejadas en el agua, el ligero dibujo de lo que se arremolina en el cruce y no cede. No ceden su ámbar, en el cruce, las telas enterradas. En esta punzada, en lo que se deshace de este vehículo –en lo entreabierto camino sin irme

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Hay cruces. En los caminos, en los cementerios, lámparas que caen sobre los restos. Merodean alimañas, hay bellezas intactas tras las alambradas –espejeantes, moteadas antes del hambre. Las lámparas alumbran un tiempo único y continuo, o hay pliegues, dunas de olvido y encuentro entre los que iluminan y los que recuerdan? En el espacio electrificado, dividido en iguales cuadrículas, hay lugares de intermitencia y reunión? –en los caminos, en los desgarros de la carne, hay cruces?

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Ayer volvió a mí un lugar en el que nunca estuve fuera de mis sueños. Una fortaleza en ruinas: errores y ecos, palpitante blanco de una ciudad evaporada en la garganta. Un fin de tierra descendía gradualmente como una promesa de luz. La muralla está abierta, se puede recorrer, pero esta vez sólo pude recordar el camino, el aire claro y amargo, el nombre del país al que había que regresar –demasiada gente se agolpaba en las puertas. También los espacios pensados nos habitan –los lugares vividos queman el rastro de su invención

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Subieron de la guarida, por los escarpes de la ínsula. Los de la guardia, y el morado cangrejuelo. Llegaron con su hábito de lodo y sus palabras repujadas, zurcidas en añicos. Fue cosa épica (triste historia). Retesaron hasta las vírgulas del miedo. Ahora en la piedra del valle queda un viento que mueve a los amores en ceniza

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Por los valles de piedra corren, rumorosas de tinta. Claman como locas en el lavadero: guadalaviar, guadalaviar! Sangre abajo cantan, sin alcancía. Y la felicidad o algo parecido a ella eran esos ochos líquidos –mudos celestes, pasando sin erosión de la vida a otra cosa: ocho segundos de luz en la alberca


Marruecos
Julio Prieto
Amargord, 2018
128 páginas
12€


José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) es poeta, dramaturgo y ensayista. Entre otras obras, ha publicado los poemarios Se oyen pájaros (2003), He heredado la noche (2003), Fragmentos de un cantar de gesta (2007), Claroscuro del bosque (2011, en colaboración con la artista Marta Azparren), Un corte que no sangra (2015) y Hotel Europa (2017) y el ensayo El roble de Goethe en Buchenwald (2015).

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