Doscientas once voces
/una reseña de David Refoyo/
No soy capaz de imaginar cuál es el proceso creativo de Lola Nieto. La pienso como una ninfómana poética que logra su gozo a través de un hallazgo nuevo, dotando de significado a construcciones verbales que hasta ese momento no lo tenían. La veo como una poeta que trata de reírse de todos nosotros con alevosía, que trata de desacralizar el concepto poético entendido como tradición. O canon. La creo cuando superpone multitud de planos lingüísticos y, poseída por una extraña dolencia literaria, desliza palabras de forma anárquica, inventándose una forma radicalmente distinta en cada poema; una poeta self-made que alega el verso —y sólo el verso— para reivindicar la no figura de la poeta. Una ausencia perseguida y diluida en sus «doscientas once voces en total».

El cuerpo. La herida. Primera ley no verbal
La poesía de Lola Nieto (Barcelona, 1985) es petróleo; un engrudo salvaje de difícil modelado que podemos llamar crudo. Nace de lo hondo; de una amalgama de lecturas y tradiciones ajenas que, sedimentadas, afloran despacio en un brillante ejercicio de introspección. Vozánica quiere ser un libro complejo, inabarcable, para transmutar la sencillez del signo en trágico acontecimiento. Dice: «más que la voz el acento el ritmo la garganta» y nos empuja hacia una lectura veloz, sin pausa, en la que las palabras están seleccionadas con mimo hasta cuando éstas no llegan. Y donde otros poetas se estancan, rodean, se detienen. Al borde mismo del barranco. Sin posibilidad de ir más allá. Lola Sin Miedo estira el lenguaje y tiende un puente invisible para llegar al otro lado. Y se inventa un mundo donde ninguno de nosotros podemos negarla. Y lo refunda desde las cenizas inertes de la basura literaria. Sin ofrecer rastro. Ni seguridad.
El diccionario. Versículo uno
Las sagradas escrituras ordenadas alfabéticamente. La única pista que Lola nos lega. Ahonda en los significantes y nos implora, desde sus páginas, a que completemos el juego. Es como echar una partida de paintball en una sala del Museo del Prado sin importar si Velázquez, si Goya, si cámara de seguridad, si turista. Rompe todos los jarrones y nos entrega las piezas y un bote de aceite de motor, resbaladizo, para que las juntemos. Y nos explica cómo hacerlo aunque nos resulte extraño. Y complejo. Y dice «el cuerpo es una ensaimada comida/ por lashor.mi.ga.s». Y sonríe. Y doscientas once voces le sirven de coro en una risa infantilizada que nos señala.
Decía Claudio Rodríguez: «dad al aire mi voz/ y que en el aire sea de todos/ y la sepan todos», pero Lola sabe que el viento esparce todas las voces en una dirección y el eco nos devuelve una polisemia lejana al arraigo. Porque se mueve en terrenos inestables que mañana no le servirán para comunicar su poética. Y buscará otros. Y volverá a enfrentarnos al juego apasionado de la pesca de arrastre. Esto son: las redes dentro del agua sin cuidado y arrastrar. Y arrastrar. Y arrastrar. Hasta recoger especies diversas, algunas protegidas, y ponerlas al sol. Y ver qué sucede. Y observarlas al día siguiente. Y comprobar si ha pasado algo porque siempre ocurre un pequeño milagro cuando hablamos de partículas o fonemas. La naturaleza sabe que el interior de los peces está vivo. Y nosotros, gracias a Vozánica, sabemos que dentro del lenguaje también hay vida. Y pulsión. Y Lola dice:
El canon. Y la Epson
Lola Nieto no es capaz de reconocerse en ninguna corriente poética y dice: «Todas las voces ocultan esta inexacta contradicción». Y toma las palabras y las doma, acurrucándolas, para que sean ellas las que empujen a la voz-poeta hasta ese punto donde la sintaxis tradicional no alcanza y la voz-creativa las nace. Y la voz-madre las acuna. Y la voz-lector se pierde dentro del laberinto. Me pierdo. Y necesito quedarme en ese verso que ya me pertenece porque sólo dice lo que creo que dice porque tengo fe, una creencia única y personalizada. Y es mío, porque nadie tiene la misma fe que otra persona. Aunque oren al mismo dios: la experiencia poética. Nada que ver con la poesía de la experiencia. «Porque la voz nunca es una» —dice Lola.
Recreo: una arquitectura
Este libro es un artefacto poético que nos inquiere hasta que sale de nosotros la voz-juguete. La voz-queabrecajas y serpentea. Una poesía con un timbre eminentemente lúdico porque la letra ya no entra con sangre, sino a través del uso formal. Y dice: «Mi garganta es una gruta deslizante de acentos. Una caja rutilante y amnésica». Una caja que se asemeja a los juegos reunidos de Geiper, donde cabe todo —tal vez semiótica— y donde brilla el diseño, el esmerado trabajo gráfico de la editorial: Harpo Libros. Una tarea imposible: dotar de forma reconocible —e interpretable— a una amorfa masa literaria. Colocar sobre el papel lo que está pensado, de manera inconsciente, como lenguajes —múltiples, caleidoscópicos— líquidos —html, css, js—. Ofrecer un producto atractivo que invite al lector a traspasar el monóculo y la copa de brandi para jugar. Jugar. Volver a divertirnos con la experiencia poética como cuando todo nos resultaba novedoso.
Vozánica
Lola Nieto
Harpo Libros, 2018
96 páginas
12€
David Refoyo (Zamora, 1983) es creativo publicitario. Ha publicado las novelas 25 centímetros (DVD Ediciones, 2010) y El día después (Ediciones Lupercalia, 2014) y los poemarios Odio (La Bella Varsovia, 2011), amor.txt (La Bella Varsovia, 2014) y Donde la ebriedad (La Bella Varsovia, 2017). Además lidera el proyecto Refoyo y Sus Hijas, donde combina Spoken Word, música y audiovisuales. Es miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez. Colabora en diferentes medios de comunicación, como La Opinión de Zamora, El Cuaderno u Oculta Lit.
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