Mirar al retrovisor
La manipulación de la ciencia; o una lección que no deberíamos olvidar
/por Joan Santacana Mestre/
Hay quienes piensan que la ciencia es independiente de la política. Asumen, obviamente, que hay disciplinas tales como la historia que son sumamente manipulables, pero de otras, tales como las ciencias exactas, la geología, la zoología, la biología o la misma arqueología, creen que están exentas de las manipulaciones políticas. Esta fe en la ciencia y en los científicos ha sido una característica de nuestro siglo. Pero los intentos de manipular la ciencia tienen una larga tradición y hoy, ante la proliferación de fake news, la amenaza de tergiversaciones no es una posibilidad: es una realidad. Las falsificaciones científicas abarcan todos los campos de la ciencia, desde la arqueología —infectada por mitos religiosos y creencias esotéricas— hasta las proyecciones sobre el cambio climático y el medio ambiente. Naturalmente, la historia es un terreno abonado para los manipuladores de la mente, como, por otra parte, también lo son las matemáticas. Cuando se analizan los efectos de la investigación educativa en la educación matemática como generadora de categorías y razonamientos formales, se plantea también lo que es deseable y lo que no, lo que es posible y lo que es imposible.
Pero nuestro análisis no se refiere tan sólo a las distorsiones científicas provocadas por la ignorancia científica de los divulgadores o de los propagadores de fake news. Nos referimos a la intervención ideológica y política en el corazón mismo de la ciencia. La manipulación de los contenidos de la ciencia no suele ser obra de analfabetos científicos: todo lo contrario. Se trata del núcleo duro de la ciencia, de sus principales representantes, de sus instituciones lo que suele ser protagonista de las manipulaciones. Hay muchos ejemplos en el pasado reciente que es necesario tener presentes para comprender lo que se nos avecina.
En los años veinte del siglo pasado, como es bien sabido, con el triunfo de los nazis en Alemania y los fascismos en muchos países del sur de Europa, las democracias entraron en una crítica fase de peligro. En aquel entonces, ser fascista en Italia equivalía a estar de moda, a unirse al auténtico movimiento renovador de la política, a conquistar el futuro. Igualmente, en Alemania, el Nuevo Estado Nacionalsocialista se proponía cambiar las bases de la vieja política y sus líderes, vestidos con los diseños de la firma Hugo Boss, despreciaban a los viejos políticos de las decadentes democracias, vestidos con traje y corbata. En este contexto, la vieja ciencia también tenía que ser puesta al servicio de la nueva ideología que marcaría «los próximos mil años». La política racial de los dirigentes nazis iba a ser el caballo de batalla de esa nueva ciencia. No es un divertimento de ociosos relatar de nuevo aquella experiencia traumática, como verán.
Himmler y otros destacados dirigentes, basándose en ideas extraídas de eruditos como Friedrich Schlegel (1772-1829), un romántico alemán, impulsaron la idea de que, en un pasado remoto, un pueblo de brillantes sacerdotes y guerreros que vivía en los ocultos y recónditos valles del Himalaya se expandió desde la lejana tierra de la India hasta las frías tierras de Centroeuropa y de Escandinavia. La idea, procedente de las leyendas sánscritas, explicaba la razón por la cual algunas lenguas de Europa Occidental y el sánscrito tenían algunas raíces y elementos comunes. Sobre esta base tan fantasiosa, otro erudito, Theodor Benfey (1809-1881), conocedor del sánscrito, elaboró una paciente lista de palabras sobre el nombre de plantas y árboles que le indicaban que los pueblos que habían hablado la lengua ancestral común entre europeos e hindúes —el indoeuropeo— eran en realidad originarios del norte de Europa; es decir, ¡la ruta entre el Himalaya y Europa central, ahora se invertía de dirección! A estos pueblos imaginarios los llamaron arios y les atribuyeron un símbolo solar, la esvástica, que representaba a Brahma, Visnú y Shiva. Al invertir la dirección de las flechas sobre el mapa, los míticos arios se convertían en un pueblo expansivo, conquistador infatigable y extraordinariamente enérgico. Pronto surgió una iconografía y una filmografía que los consagró como altos, rubios, fuertes y de piel clara.
De todos modos, estos mitos científicos de origen lingüístico no progresaron mucho durante décadas hasta que en los años veinte otro filólogo alemán, Hans Friedrich Karl Günther (1891-1968), basándose en las ideas anteriores, les aplicó el concepto de raza. Günther creó una serie de estereotipos raciales y pretendió clasificar a las personas en función de éstos. Él fue el autor de una confusa taxonomía racial, definiendo en Europa cinco razas. Sus obras, auténticos panfletos raciales, empezaron a alcanzar unos éxitos editoriales impresionantes en Alemania, ya que estaban arropados por su supuesto carácter científico. Para este autor, los términos ario, germano o indoeuropeo eran la misma cosa. Hasta aquí, el relato no pasaba de ser una serie de hipótesis más o menos científicas que intentaban crear y definir un concepto hasta entonces muy confuso: el de raza.
En 1929 entró en la escena alemana un personaje hasta entonces poco conocido: Adolf Hitler, quien confió una parte de la organización de su aparato de seguridad a un joven llamado Heinrich Himmler. Ambos participaban de un pensamiento racista muy extendido en toda Europa y que consideraba que los pueblos germánicos eran muy superiores a todos los demás. A partir de este momento, y en la medida que su poder político aumentaba, buscaron apoyar sus ideas en lo que podríamos llamar la ciencia alemana; la nueva ciencia que según su programa debería estar al servicio de la raza aria, es decir, ellos. Al principio Himmler —que no era precisamente un intelectual— se apoyó en un oscuro personaje que podríamos denominar mago, antiguo militar austriaco, llamado Karl Maria Wiligut (1866-1946), cuya vida refleja una personalidad desequilibrada y esquizofrénica. A él se le encargó la dirección de un departamento de Historia Preventiva. Su evidente locura hizo que sus estrafalarias ideas ocultistas y mágicas tuvieran que ser abandonadas. Era evidente que, con este tipo de personajes, la ciencia nazi no ganaba en respetabilidad ni resultaba creíble. Si se quería proporcionar credibilidad a la raza aria, había que ampliar los estudios hacia la prehistoria, la geología y la antropología.
Así, el nuevo escenario fue un magno instituto de investigaciones arqueológicas denominado Studiengesellschaft für Geistesurgeschichte‚ Deutsches Ahnenerbe, cuyo objetivo era estudiar la herencia ancestral alemana, basada en la raza aria. Sus dirigentes, esta vez, no eran magos analfabetos: su primer director fue Herman Wirth (1885-1981), doctor por Leipzig, historiador y erudito, experto en religiones comparadas y en simbología. Él desarrolló la teoría de una prehistoria de la raza nórdica, intentando unir débiles referencias arqueológicas con los mitos raciales arios. Fue premiado con una cátedra en la Universidad de Berlín, pero en 1937 fue relevado de su cargo porque sus teorías habían perdido utilidad. Entre otras sandeces, planteaba que el origen de la raza aria, y por lo tanto de la civilización europea, se hallaba en la Atlántida, un mítico continente que situaba en el Atlántico Norte. Junto a él trabajó el antropólogo Yrjö von Grönhagen (1911-2003), que dirigió diversas expediciones a Karelia, en la actual Finlandia, buscando grabados prehistóricos y relatos míticos que apoyaran las teorías sobre la prehistoria aria. Sin embargo, a pesar de la ausencia de elementos probatorios, sus tesis arraigaron en las universidades alemanes de los años treinta.

Otro destacado impulsor de la nueva ciencia de la raza fue un investigador y a su vez dirigente de esta organización, el Dr. Walther Wüst (1901-1993), rector de la Universidad de Múnich. Era éste un investigador académico convencional y se le consideraba una auténtica autoridad en lenguas antiguas y religiones de la India. Además, había mostrado interés en el estudio de las migraciones de la raza aria. Él aportó el necesario barniz académico a estos estudios raciales.
Entre los historiadores que quisieron legitimar la teoría racial cabe destacar a Franz Altheim (1898-1976), erudito en historia clásica, y a la prehistoriadora —y amante de Altheim— Erika Trautmann (1897-1968). Ambos, una vez reclutados por las organizaciones nazis, fueron enviados a estudiar los famosos grabados de la Val Canonica en Italia, estableciendo a la vuelta de su viaje que había conexiones entre los grabados de Italia y los de las runas nórdicas, confirmando así que el imperio y la cultura romanas tenían sus orígenes en los pueblos arios del norte de Europa. También hicieron juntos una expedición al Oriente Medio para confirmar la supremacía aria en Oriente. Otro arqueólogo que formó parte del Deutsches Ahnenerbe fue Assien Bohmers (1912-1988), quien llegó hasta el extremo de afirmar que podía rastrear los orígenes arios de los alemanes hasta el paleolítico. La lista de científicos (arqueólogos, biólogos, geólogos, historiadores y médicos) podría alargarse mucho, ya que las universidades alemanas, así como las de los países aliados o sometidos (Austria, Holanda y Finlandia entre otros), se plegaron a los dictados de estas estructuras académicas.

Todos ellos dieron cobertura científica a lo que no eran más que mitos. ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué renunciaron a la investigación y apoyaron la mitología? ¿Cómo es posible que personas formadas metodológicamente pudieran escribir semejantes supercherías? Quizás la respuesta es muy simple: la selección de académicos se hacia mediante las subvenciones y la financiación de investigaciones sólo era efectiva si éstas eran útiles al régimen nazi o no. Así, todo aquello que estaba relacionado con las tesis nazis recibía marcos en abundancia; lo que se consideraba neutral y tibio académicamente hablando se quedaba sin financiación; obviamente los que estaban en contra eran expulsados del sistema. Sin embargo, es difícil comprender los motivos que les indujeron a renunciar a sus convicciones científicas. ¿Cuál fue la reacción de hombres como los que hemos citado cuando, inevitablemente, supieron que sus trabajos eran la justificación del genocidio? ¿Cómo se sumergieron en el lodazal de las teorías racistas cuando todas las evidencias científicas les mostraban lo contrario? No lo sé, pero fíjense los lectores en el año en que murieron: la mayoría de ellos murieron en la cama e incluso algunos fueron respetables académicos después de la guerra. Sólo uno fue ejecutado en el famoso Juicio de los Doctores de Núremberg, en el que se juzgó a los médicos que colaboraron en las investigaciones raciales que implicaban experimentos con humanos: Wolfram Sievers (1905-1948), director general de la Ahnenerbe entre 1935 a 1945.
Hoy, cuando vemos nuestro entorno sometido a tantas mentiras, a tanta presión para distorsionar las evidencias y para manipular el acceso al conocimiento, la lección del Ahnenerbe no debería ser olvidada. Las mismas fuerzas que actuaron en los años treinta reaparecen hoy con rostros nuevos, maquillados, sin duda alguna más actualizados, pero no se engañen: ¡son los mismos!
Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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