Creación

La tía Mina

Un nuevo cuentín triste de Juana Mari San Millán.

Cuentinos tristes

La tía Mina

/por Juana Mari San Millán/

Terminaba los entrenamientos en el campo de fútbol de La Balastera, se duchaba a toda leche en los vestuarios del estadio y llegaba a casa de la tía Mina, donde se hospedaba, con más hambre que un maestro de escuela. El dicho popular se ajustaba a la realidad como anillo al dedo o guante a la mano o botón a su ojal porque en los primeros años de la década de los setenta los maestros de escuela seguían pasándolas putas. El joven atleta también pasaba hambre estudiantina. Y no poca. La beca de estudios y las primas por partido ganado o empatado daban para una comida al día en un restaurante de poca monta, en un barucho o, si la cosa monetaria achuchaba en extremo, en un figón o en la casa de comidas para menesterosos. La tía Mina bastante hacía con proporcionarle techo y cama. Rara vez le ofrecía para cenar las sobras del cocido —bien desaborido, por cierto; la maña culinaria no era su fuerte— del almuerzo. La parte gorda del dinero de la beca la administraba —y bien apretadamente la pobre— la madre, puesto que el resto de la familia la necesitaba para sobrevivir a unos cuantos kilómetros de distancia de la pequeña y coqueta capital de provincia castellana donde cursaba COU el joven atleta, recién escapado de un internamiento monástico que se alargó durante siete años (de los 10 a los 17) entre pitos y flautas.

A la anochecida llegaba a casa de la tía Mina y se metía buenos bocatas entre pecho y espalda: los lunes, de chorizo; los martes, de salchichón; los miércoles, de mortadela; los jueves, vuelta a empezar la rueda de esos tres bastimentos principales. Tampoco se apesadumbraba en demasía. Estaba más que acostumbrado a las apreturas monacales y familiares. Era un tipo sufrido el joven atleta. Respondía con viveza y buen ánimo tanto a los esfuerzos que se le requerían en el recinto deportivo o en el instituto como a las escaseces y penurias que el transcurso de los días le determinaba. Engullido el bocata de mortadela, de salchichón o de chorizo, según la invariable cadencia descrita, se sentaba un rato en el sofá al lado de la tía Mina a ver la tele. No era aconsejable, le repetía la tía Mina cada noche, acostarse con la tripa llena. Más no decía la fata de ella porque los seriales que tragaba la tenían embebida, sorbido el seso. El espectáculo no estaba en Crónicas de un pueblo o La tía de Ambrosio, sino en los retortijones de la risa o las retorsiones de la pena que embargaban, transfiguraban a la tía Mina al compás de las historias televisivas.

El Miércoles de Ceniza de 1971 no pudo más nuestro atleta estudiante o estudiante atleta, tanto monta que monta tanto. Talmente como si en vez del bocadillo de mortadela que le tocó ingerir esa noche lo hubiera empachado una ensalada mixta de frustración, vergüenza, asco, impotencia y tristeza. No pudo más. Mientras la tía Maximina, en estado de trance, contemplaba las escenas del capítulo de la serie titulada Visto para sentencia de ese Miércoles de Ceniza del año 1971, le metió una cuchillada mortal en el costado derecho, apagó la tele, vomitó en la taza del retrete y se acostó.

Cuando despertó, la dinosauria todavía estaba allí, bañada en sangre, ojiplática, sentada frente por frente de un televisor en blanco y negro. Gris a rabiar.

Acerca de El Cuaderno

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