El botón

Pedro Luis Menéndez escribe sobre las refinadas técnicas de manipulación que agrupamos bajo la etiqueta de 'neuromarketing' y su creciente aplicación a la política.

De rerum natura

El botón

/por Pedro Luis Menéndez/

Ni George Orwell ni Aldous Huxley, sino Arthur Charles Clarke: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». No necesitamos un tirano estalinista como imaginó Orwell, ni eliminar las guerras y la pobreza como en el mundo de Huxley: nos basta con la docilidad de un buen esclavo, un esclavo que pulsa un botón. Sólo eso. Se trata de pulsar un botón. Y una parte de las grandes inteligencias del planeta están dedicando su tiempo, sus conocimientos y su mayor esfuerzo para conseguir que pulsemos ese botón rápida, insaciable y casi convulsivamente. El reto no es saber si lo lograrán, sino cuándo lo conseguirán del todo, porque una parte del camino ya está andada.

Todo empezó un día en que los neurólogos se sentaron a hablar con los publicistas. Querría imaginarlos tomando unas cañas, aunque resulta posible que se tratara más de unos zumos o alguna bebida de esas que denominamos detox, por aquello de que tal vez se encontraban en Silicon Valley o sitios parecidos y no en alguna taberna o tasca de barrio. Puede que fueran unos colegas en un garaje, o una charleta de vestuario después de machacarse durante horas en una máquina de ésas que simulan andar (algún día se estudiará cómo los humanos inventamos máquinas que simulaban andar en un recinto cerrado y evitar así la calle, los parques, los bosques, todos esos lugares que se pueden representar en una pantalla adosada a la misma máquina en la que andamos).

Aquel día los publicistas dijeron a los neurólogos: «Oye, vosotros que sois capaces de saber qué partes del cerebro activan determinadas reacciones o sensaciones en el personal, ¿no podríais delimitar cómo provocar respuestas exactas y evitar este cúmulo de intuiciones en que nos movemos nosotros? Es que los de ventas nos dicen que sería más fácil todo». Entre trago y trago de zumo tal vez multifrutas sin fruta, los neurólogos y las neurólogas (también había neurólogas en el ajo) alumbraron un buen comienzo: «¿Y si realizamos un experimento con ratones?». Y lo hicieron. No uno sino miles y miles, con ratones, con gatos, con perros y con primates, es decir, con nosotros.

Así nació la neuropublicidad. Si busca usted una definición en la RAE no la va a encontrar, pero puedo proporcionarle una bastante ilustrativa: «La neuropublicidad puede entenderse como la aplicación de las metodologías derivadas del neuromarketing a la publicidad tradicional con el fin de aumentar su eficacia». Y claro, ahora querrá usted una definición de neuromarketing, que obviamente he encontrado en Wikipedia: «Consiste en la aplicación de técnicas pertenecientes a las neurociencias, en el ámbito de la mercadotecnia y que analiza los niveles de emoción, atención y memoria evocados por estímulos en contexto de marketing o publicidad, como son anuncios, productos o experiencias». O bien: «Es un tipo especializado de Investigación de mercados que utiliza mediciones psicofisiológicas periféricas y centrales (actividad cerebral, ritmo cardíaco, respuesta galvánica de la piel, etc.) de los sujetos estudiados para obtener conclusiones».

Si a estas alturas empieza a sonar a cuento de hadas, no lo es. Porque entre zumo y toalla de vestuario, nuestros queridos neurólogos y publicistas, a los que ya se habían sumado los técnicos de mercado (esa buena gente tan preocupada por nuestro bienestar), habían descubierto nuestro botón de compra, ese impulso que nos empuja a consumir, esa emoción que nos lleva sin rodeos a pulsar y comprar, sin necesidad de medir, de valorar, de tomar decisiones frías o calculadas. Afirman los expertos que el tacto que nos proporciona el volante de un coche influye en su venta. Si alguno de ellos hubiera leído a Proust, es posible que se hubieran ahorrado unos cuantos estudios; o no, o quizás lo afirman porque han leído a Proust, aunque lo dudo bastante, porque casi nadie ha leído a Proust, ni siquiera quienes afirman haberlo hecho (o esos menos que nadie).

Las emociones al servicio del consumo. De este modo, nuestras tiendas de toda la vida comenzaron a parecerse a parques temáticos en los que la pulcritud, los colores, los aromas y todo aquello que podamos imaginar se pone al servicio de nuestro botón de compra. Y nuestro cerebro ordena: sigue, sigue, dale al clic de tu deseo, ahora mismo, no esperes, dale, dale. Y nosotros todos le damos. Y le damos. No importa gran cosa que el café en un vaso de plástico cueste tres veces más que un café normal y corriente. Le damos. Y además, no como pensó el agorero de Orwell sino como intuyó el cegato de Huxley, somos felices.

Y ya. Fin de la historia. Pues no. La última amenaza que se cierne sobre nosotros recibe el nombre de neuropolítica. Pues sí, los expertos de antes, reunidos ahora con los publicitarios que se pasaron al diseño, ejecución y demás parafernalia de las campañas electorales —sin duda por sus pingües beneficios, pues todos sabemos que vende más un político o una política que una tienda de chuches— están buscando en medio de una carrera frenética (les corre auténtica prisa) nuestro botón del voto, ese impulso que aniquilaría a escépticos, indecisos y demás fauna que aterroriza a quienes nos quieren gobernar durante unos meses antes de las elecciones. Después ya no importa.

De entre las muchas técnicas que utilizan hay una que me parece especialmente divertida (no le extrañe el adjetivo, no encuentro otro), la técnica del copywriting emocional. No me diga que tampoco conoce esta técnica. Pues me limito (sólo en esta ocasión, amenazo con volver al tema) a transmitirle un párrafo tomado de una página web de un experto en la materia, el párrafo en el que explica por qué ha adoptado esta técnica y no otra: «Tomar la decisión de añadir emocional no viene de la noche a la mañana. Cuando lancé mi web en 2015 decidí que mi tagline sería “Escribir para conquistar”. Podía haber usado verbos como persuadir o vender, pero tuve muy claro desde el principio que quería transmitir que el copy era algo más profundo: una conexión con la mente del lector». Este sí que no leyó a Proust, ni a Cervantes, ni a Enid Blyton, pero —ya ve usted— es escritor. Sí, eso que usted piensa.


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).

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