Días aciagos

Un nuevo cuentín triste de Juana Mari San Millán.

Cuentinos tristes

Días aciagos

/por Juana Mari San Millán/

Tres y diez de enero de 2018. En la primera fecha murió el tío Lolo en San Sebastián. En la segunda se le derrumbó la balconada del piso en Gijón. Hay días para los morenos. Las desgracias nunca vienen solas. Un mal llama a otro. Asperezas tales le soplaban las hadas malas a José Manuel mientras repasaba las notas de su Moleskine como si fuera un Hemingway redivivo.

De la muerte del tío Lolo se enteró por casualidad la prima médica Belén en un consultorio de la capital donostiarra. Susana, otra prima de Donosti, verificó en Google la publicación de la esquela en una dirección digital de Madrid. La prima Begoñita, desde Gijón, localizó por wasap a la prima Carmina, única hija del tío Lolo, residente en Palma de Mallorca, y ratificó el deceso. Se desprendía —eso concluyó— de aquella trama de primas que una familia rota, desperdigada conseguía reagruparse en torno a la muerte gracias a Internet. Algo es algo, pensó José Manuel mientras sobaba y resobaba la libreta.

Recordó y anotó que, de niño, cuando veraneaba en Sanse, en casa de la abuela paterna, le tocaba dormir con el tío Lolo, quien, al acostarse generalmente tarde y generalmente un pelín piripi, creyéndole dormido, le acariciaba la cabeza y balbucía: «No tengas miedo, Jose Manuel, el tío Lolo siempre te defenderá». «Tienes que ser valiente, mi chicarrón del Norte». «El tío Lolo siempre te cuidará». O susurros parecidos. El instinto protector del tío Lolo se justificaba sobradamente si advertimos que, en la pobretería de aquellos veraneos de arena y agua de La Concha, el tío Lolo curraba como un cabrón en la fábrica de contadores, añoraba a Corsino, su hermano accidentado de muerte en una mina de carbón de la montaña palentina, y andaba soltero, lamiéndose cual buey suelto las soledades. Y José Manuel, hijo de Corsino, claro queda, era huérfano de padre.

Otra anotación de la Moleskine contaba de forma telegráfica que el día diez de enero de 2018 llovió tanto que le cayó el balcón de casa abajo. El suelo de aquella terracina abalconada se hundió. Y con el suelo cayó la anciana madre de José Manuel que, al parecer, regaba a destiempo sin ton ni son cuatro tiestos de mala muerte. Acudieron al lugar bomberos, ambulancia y policías. Acordonaron un cacho de la acera sucio de escombros después de llevarse a la vieja e incólume mamá al hospital, más que nada por precaución. Indemne, a pesar de pegarse una castaña como un campano.

Los curiosos curiosearon. Los cotillas cotillearon. La partida de parchís en la cafetería de al lado del derrumbe no se interrumpió pese a la doméstica hecatombe. Afuera, el frío y la lluvia siguieron con las hostilidades. José Manuel cerró la Moleskine con la goma elástica de rigor y reanudó la muy interesante lectura de Imperiofobia y leyenda negra, no sin antes haber dejado escrita en el renombrado cuaderno de papel esta rotunda observación: «Imperturbable noria del tiempo: nada se interrumpe nunca jamás por aciago que el día sea».

Acerca de El Cuaderno

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