Narrativa

Cathi Unsworth en la encrucijada de la novela negra británica

Un artículo de Ramón García.

Cathi Unsworth en la encrucijada de la novela negra británica

/por Ramón García/

La novela policial británica es una ciudad populosa; lo ha sido siempre. Julian Symons, en De la novela de detectives a la novela criminal, de 1982, catalogaba desde la Casa desolada de Dickens o La mujer de blanco de Wilkie Collins hasta Dorothy SayersRuth Rendell. Estamos en el país de la ficción detectivesca por excelencia, y sin embargo el término novela negra es de algún modo extranjero a él: vocablos como mysteries, thrillers o whodonits vienen a suplantarlo. Un balance crítico más reciente de Barry Forshaw se titula Brit noir. Y existe un acuerdo tácito hoy para fijar en Get Carter, de Ted Lewis, el origen del noir británico. Obviamente, esto no significa desestimar a un James Hadley Chase que persiguió ardientemente el género negro desde su clásico El secuestro de Miss Blandish en 1942, pero se quiso a sí mismo una especie de escritor americano transterrado, y no aspiró a proyectar la realidad de su propio país. Tampoco hay que olvidar a Hank Johnson, el gran hacedor de la novela de quiosco durante la época de posguerra, cuando obtener papel era difícil, caro, y que murió en Rosas, en España, sin que su épica privada tuviera el reconocimiento merecido. No ha de desestimarse asimismo a escritores del género de espías más o menos vinculados al MI6 como Ian Fleming o John le Carré. Citaremos más adelante a Graham Green. Pero lo cierto que, si en el relato policial prima la figura del investigador con quien es fácil identificarse, porque resulta simpático, o ameno, o ama los gatos, o tiene nuestros mismos gustos gastronómicos, en Get Carter, que narra la venganza tras la muerte de su hermano de un sicario de los hermanos Krays, señores del submundo londinense, Ted Lewis se aleja de todo costumbrismo y hace converger a los dioses de la tragedia griega sobre la playa solitaria, bajo un cielo tormentoso en que Jack Carter, escopeta en mano, remata su labor. Encontraremos inevitablemente el nombre de Ted Lewis en la encrucijada de la narrativa de Cathi Unsworth, de quien nos ocuparemos más tarde en este artículo. Lo encontraremos señalando hacia el norte, delimitando los códigos sobre cómo escribir una novela en el septentrión de Inglaterra y en su caso en Lincolnshire, de donde nunca consiguió escapar. Era un excelente pianista de jazz Ted Lewis, un gran lector y cinéfilo, un diseñador profesional que durante sus años londinenses había trabajado en la animación de Submarino amarillo, inspirado en Los Beatles, y un tremendo bebedor, pero nunca consiguió sentirse a gusto en Londres. Toda su obra transcurre en broncas ciudades industriales y costeras del norte de Inglaterra. Cathi Unsworth también es del norte, Yarmouth en su caso, una ciudad de la costa este, cercana a Norwich. El otro poste indicador clave en su narrativa es Derek Raymond, apuntando en todas las direcciones: norte, sur, este y oeste. La frondosa tradición británica se acota aquí en estos tres autores.

Los tres se reflejan dentro de un juego de espejos en el interior del Coach and Horses, el pub de Flint Street donde al hilo de los años se encontraron. En The hidden files, y también en el prólogo de la última edición de GBH, Raymond menciona que en varias ocasiones compartió mesa con Ted Lewis, sin llegar a intercambiar nunca palabra con él. Lewis sufría ya un alcoholismo crónico que lo aislaba en una especie de burbuja etílica. El primer encuentro tuvo lugar hacia 1968: Lewis estaba a punto de publicar Get Carter, producida y magnificada tres años después en el cine por la dirección de Michael Hogh y la interpretación memorable de Michael Caine.

Escena de Get Carter (1971).

Ted Lewis está siendo publicado por Sajalín; Bicho raro de Cathi Unsworth ha sido publicado en SD; Derek Raymond sigue siendo objeto de una edición dispareja y aleatoria en distintas editoriales. Es preciso decir que con este artículo se pretende cubrir lo que en la serie negra que dirige François Guérif para Rivages ya está cubierto con la publicación de la obra completa de los tres autores.

En la autobiografía de Ted Lewis que el año pasado publicaba Nick Triplow, este afirmaba que Ted Lewis es uno de los mejores escritores de los que nunca ha oído hablar. Aunque el tiempo ha corregido esa afirmación, Lewis sigue ocupando un lugar relativamente marginal, como si siguiera bebiendo a solas su cerveza en una esquina del Coach and Horses. Publica Get Carter en 1969, triunfa, vuelve a caer en el olvido. Cuando escribe su última obra, GBH (iniciales de Gross Bodily Harm, recientemente publicada en España), es prácticamente un recluso que habita la casa de su madre en Burton upon Humber, matándose trago tras trago cada noche en su pub habitual, el Olympia. No supo encajar el triunfo de Get Carter, explica Triplow; le acosó siempre no saber estar a la altura de su primera novela. La brillante factura de Plender no encontró eco entre la crítica, su matrimonio fracasó, la vida en Londres fracasó; GBH, con la medida y pautada frialdad que caracteriza a su obra, llegaba en 1982, meses antes de su fallecimiento, casi como de la pluma de un fantasma. Y sin embargo llegaba con una fuerza que emulaba lo mejor en la trilogía de Jack Carter. Y llegaba con fantasmal crueldad: la escena en la que el pornógrafo refugiado en la costa contempla en una snuff movie la escena de la decapitación de Jennie, su mujer, es como un puñetazo en el estómago. Retengamos también que la trama de Get Carter, la relacionada con la mafia de los parques de atracciones, sería otro de los elementos que podemos rastrear en el Bicho raro de Cathi Unsworth.

Habían transcurrido dos años desde la muerte de Ted Lewis cuando, en 1984, Derek Raymond publicaba Murió con los ojos abiertos, la primera de las cinco novelas policiales que componen el ciclo de La Factoría. Era una novela desoladora y bellísima en la que el Sargento sin Nombre de la División de Crímenes no Reivindicados investigaba el asesinato de un escritor, Staniland, que en realidad era un trasunto del propio Raymond. La literatura policiaca supuso una segunda vida para un Raymond que en los años sesenta había escrito una serie de libros no menos brillantes, pero que luego había desaparecido y se había desvanecido en Rodez, como obrero agrícola.

La manera en que había fijado durante esa década a sus personajes en un flujo existencialista no tiene parangón: había sido el Sartre de las calles londinenses. Desde The crust on its uppers, había dejado atrás el retrato demoledor de una aristocrática sociedad inglesa que había colonizado el mundo, impuesto sus valores y extraído las riquezas de otros pueblos: descendiente él mismo de esa sociedad, la había defenestrado en su prosa. Sus libros siguientes son fulgurantes. En Virtudes públicas, vicios privados, a través de su personaje Lydia Quench, una bella y joven aristócrata abocada al suicidio, reescribe La náusea de Sartre. En España, y en concreto en Salamanca, pasó años decisivos, y Salamanca ocupa un lugar crucial en Legacy of the stiff upper lip/Un écart de conduite. Allí conoció la cárcel y allí transcurren los dos últimos capítulos de este tremendo y en muchos sentidos unamuniano ejercicio psicoanalítico. Más tarde sitúa en Italia al personaje de A state of Danemark: un periodista que ha denunciado el ascenso al poder de un político fascista en una fábula orwelliana. La historia personal de Raymond en Italia se tiñe de ficción: la pequeña localidad toscana en que vivía, Terra Mare, se autodeclaró por unos meses república anarquista, escindida de Italia, y le nombró ministro de Finanzas y Asuntos Exteriores. Jean Patrick Manchette dijo sobre él que sabía describir el infierno, pero que a su paso siempre dejaba la idea de orden. Escribió, como Ted Lewis, en una época en la que el reconocimiento que tiene hoy en día la novela negra no era siquiera imaginable.

Ted Lewis

Como escritor policial, Raymond igualaría y superaría el fulgor de Murió con los ojos abiertos. Así viven los muertos es una magnífica combinación de intriga policiaca y novela de terror, llena de garra y con ese estilo impecable de quien siempre renegó de Eton, pero aprendió allí seriamente latín y se impregnó de Tácito o Salustio. Más discutible resulta The Devil’s home on leave, ocupada en dar cuerpo y trasfondo a la figura del sargento sin nombre. Pero está la cuarta, Dora Suárez.

Para cuando llega a Dora Suárez, a comienzos de los noventa, Raymond ya se había deslizado hacia las descripciones escalofriantes y una morbosidad horripilante, buscando continuamente despertar la náusea en el lector. Las circunstancias en las que muere Dora, el cadáver desecrado, la luz lúgubre y funeraria de cada página, la identificación del policía con la figura de la víctima, convierten a la obra en una inmensa plegaria por una pobre prostituta española a la que ya le quedan de por sí pocos meses de vida, sufre de sida. La autopsia está descrita con toda minucia y no ahorra el menor detalle. Poland Street, la calle donde se sitúa la comisaría de La Factoría, está en el corazón del Soho, y Soho era en los sesenta una barrio fronterizo: pornografía, prostitución, negocios turbios, se daban cita en él. Aún quedan algunas cabinas que muestran cine pornográfico de los años ochenta, pero el barrio, en las vecindades de Totteham, se ha gentrificado.

Hay algo vampírico, y una asunción completa del concepto cristiano de redención, en la apropiación del cadáver de Dora Suárez por parte del sargento sin nombre y en su decisión de vengarla y dar así sentido a su muerte. William Gibson afirmó sobre el Sargento sin Nombre de Raymond, y es tal vez una sintética y certera definición de toda una obra: «The detective is at least as scary as the murderers he’s chasing».

Las circunstancias en las que Raymond le entrega el relevo a Cathi Unsworth son las siguientes. En 1994, poco antes de su muerte, el grupo de rock Galon Drunk invitó Raymond a hacer una lectura musicalizada de la novela. Esta lectura se puede encontrar en YouTube: basta pulsar «Derek Raymond» o «Dora Suárez».

La influencia de Raymond es hoy canónica. David Peace, Jake Arnott y otros reconocen su influencia, pero en el caso de Cathi esto es más claro y evidente: su primera novela surge directamente de la fascinación con Raymond. Se trata de The not knowing, fechada en 2004. En ella, una periodista que ha sido invitada a moderar una mesa redonda con cuatro representantes de la novela negra más reciente de Inglaterra se enfrenta con una fascinación, y con un crimen.

La lectura de la novela de uno de los invitados a la rueda de prensa turba su existencia. Cathi está describiendo ahí lo que supuso para ella el descubrimiento de la literatura de Derek Raymond. Pronto la lectura de una novela de este autor que le ha fascinado se cruza con un encargo de la revista para la que trabaja. Le han encargado entrevistar a un joven director de cine cuya primera película ha deslumbrado a crítica y público. Poco antes de la entrevista, el director es asesinado. Los senderos de ese cineasta asesinado y los del novelista admirado se van a encontrar.

Unsworth empezaba a descubrir que sus que sus grandes pasiones, la música rock y la novela negra, podían ser la base para una obra literaria. Estos elementos se convierten en los pilares sobre los que iban a pivotar sus obras posteriores.

En El cantante iba a jugar con la estructura de la narración sincopándola en dos planos temporales, para narrar la búsqueda de un cantante de rock desaparecido después de cosechar el triunfo y alcanzar la fama. La búsqueda concluye, fantasmalmente, en un bar de Portugal. Era un encuentro al cabo de una larga búsqueda, y la música había operado como una fuerza primigenia. Tomar la música punk como escenario para la novela negra no era la única novedad. Cabe ver los saltos en el tiempo que caracterizan a su narrativa como una variación disonante del punk. No se trata tanto de hacer espejear el tiempo como de acuchillar la narración.

La tercera novela de Cathi Unsworth, Bad Penny Blues, se sitúa en el Londres de los sesenta y tiene ecos de Frenzy, la película londinense en la que Hitchcock se reencontró con su ciudad tras muchos años en Hollywood. La película se basa en una novela de Arthur LaBern (un periodista de investigación londinenese y escritor, al que nunca le gustó la versión de Hitchcock) y se basa en los asesinatos cometidos por Jack el Destripadora lo largo de la primera mitad de los años sesenta, cuando Londres pasaba a proyectarse hacia el mundo como el Swinging London: la capital de la cultura pop.

Cathi Unsworth escribe sobre Londres en toda su obra salvo en Weirdo, Bicho raro, su primera novela traducida al español y la única en la que abunda e incluso prima el impulso autobiográfico. La propia Cathi ha reconocido su voluntad de plasmar en Bicho raro su propia adolescencia en Yarmouth, que en la novela se convierte en Ernemouth, una ciudad costera y estación balnearia en la costa este del Reino Unido, similar en muchos sentidos al Lincoln de Ted Lewis. Es una similitud que despierta ecos. El territorio de la costa británica como escenario de novela negra lo había desbrozado ya en los años treinta Graham Greene en Brighton Rock. A finales de los años ochenta lo había explorado Neil Jordan en su película Mona Lisa. Esas referencias literarias, esas imágenes cinematográficas, nos preparan para visualizar el punto de partida de Bicho raro: dos chicas, Corrine Woodward y su amiga Debbie Carver jugando a la máquinas flipper en una de las arcadas del paseo marítimo de Ernemouth, en una soleada tarde de sábado de 1984 bajo los acordes de Thriller, de Michael Jackson. No será un año feliz: la llegada al instituto de una chica londinense, Samantha Hoyle, nieta del dueño del parque de atracciones de Ernemouth, las enfrentará a la tragedia. Debbi Carver terminará ese año escolar con su novio salvajemente asesinado y su vida destrozada, y Corrine Woodward, protagonista de la obra, terminará acusada de ese asesinato. En 1984, la imagen de Corrine Woodward es la de una adolescente gótica; en 2003, 20 años después, aparece ante los ojos de Sean Ward, un detective londinense enviado a Ernemouth para reabrir el caso, con el pelo cano y la piel translúcida, tras más de 20 años internada en una institución psiquiátrica. La narración cabalga sobre dos planos temporales y entrecruzados: el primero registra la evolución del curso escolar en el instituto de Ernemouth durante el año 83/84; el segundo plano transcurre en 2003 y cubre la investigación reabierta, después de que nuevas técnicas de investigación sobre ADN indiquen la presencia de otra persona en la escena del crimen.

Pero las marismas, los cielos infinitos abiertos al mar, los muelles, los pubs y las librerías de Ernemouth abren otro plano temporal. La historia penetra en la narración invitando a personajes llegados del pasado, como un eco, y filtrando elementos inmateriales que de algún modo hacen presente desde las estrategias militares desarrolladas en la batalla de Naseby hasta los jaeces y jubones de la caballería y la infantería parlamenteria de Oliver Cromwell, la new model army en la batalla crucial de la guerra civil inglesa. El pub con siglos de existencia alrededor del que gravitan los personajes, tanto en 1984 como en 2003, se llama Capitán Swing, invocando las revueltas anárquicas y luditas de los campesinos locales, contra la introducción de máquinas agrícolas en el siglo XIX. En el pub, el detective recibe información sobre Matthew Hopkins, conocido como el cazador de brujas, un personaje que existió realmente, comisionado por Oliver Cromwell para iniciar, tras el triunfo de su new model army, una caza de brujas en el condado que se saldó con la muerte de más de cuatrocientos personas en la hoguera. Estos apuntes contribuyen a conformar una antropología de la ciudad de Ernemouth, necesaria para entender tanto la ciudad como a su cuerpo de policía y el hecho de que un policía, Dale Smollet, sea durante veinte años el marido y protector de una asesina, pero en especial a su sheriff particular: Leonard Rivet, para el que Cathi Unsworth confiesa haberse inspirado en Lou Ford, el sheriff paranoico y degenerado de El asesino dentro de mí de Jim Thompson. Como tantas localizaciones de Thompson, la que Cathi Unsworth crea en Ernemouth forma un universo cerrado sobre cuya degeneración domina la manipulación tiránica de la verdad que opera el sheriff Rivett. No falta de nada: tráfico de droga, prostitución, violación sistemática, pedofilia, filmación y comercialización de vídeos pornográficos; ése es el territorio que domina el sheriff Rivett y que no está dispuesto a compartir con nadie. Si en Dora Suárez Raymond redimía el alma de una prostituta asesinada, en Bicho raro Unsworth explora la redención de una joven muerta en vida, bajo el peso aplastante del universo regido por Rivett. Corrine es de hecho hija ilegítima de la relación, explotación para ser más precisos, que Rivett mantiene sobre Gina, una prostituta que le ayuda a supervisar el comercio de droga y a reclutar participantes en los videos pornográficos, todo ello bajo la fachada de la más pulcra respetabilidad. Cuando sea necesario encontrar a un chivo expiatorio para ocultar el crimen cometido por la nieta de su socio comercial, Rivett no dudará en sacrificar a su propia hija.

Si en la mayoría de su obra narrativa Cathi Unsworth documenta casos de asesinos en serio con una base real, en Bicho raro encontramos ficción policial y a policías que son figuras esenciales de la narración. Destaca Paul Grey, el policía honesto subordinado a Rivett, obligado a guardar silencio sobre lo que vio en 1984 y sobre lo que ya viejo y retirado intuye en 2003.

La música es crucial, y el eco de Echo and the Bunnymen, The Pretenders, House Martins, sincopa el desarrollo de la trama y la evolución de los personajes; sus canciones dan título a los capítulos. Y está presente un elemento que ha terminado por devorar y singularizar a Cathi Unsworth: la presencia de lo oculto, de lo sobrenatural, de lo esotérico. El mundo esotérico entra de la mano de un personaje tatuado y transexuado, Noj, protector y compañero de aula, y de prostitución callejera, de Corinne en los ochenta, mago/a y guardián de los secretos necesarios para que la investigación del detective Sean Ward prospere.

Noj pone en manos de la Corrine adolescente un libro mágico, el Gothia de Stanley MacGregor Mathers, vinculado con Alastair Gray a la fundación de la Orden Hermética Alba Dorada, íntimamente ligada a la masonería. La abogada que encomienda reabrir la investigación sobre Corrine y envía a Ernemourth al detective Sean Ward es una descendiente de Stanley MacGregor Mathers. Recuperar un libro mágico se entiende tácitamente como una de las razones para reabrir el caso de una adolescente falsamente acusada de brujería, satanismo y asesinato. El trasfondo esotérico se extiende a la figura del sheriff Rivett, también ligado a la logia masónica local. Cathi Unsworth no está hablando aquí de nada irracional, ni conspiranoico. En 1992, el diario The Independent era el primero en cubrir a través de vastos reportajes la Operación Tiberius: se refería a la penetración de la masonería en los cuadros superiores de la policía británica. Unsworth lleva a la ficción criminal, y ello es novedoso, un elemento que no está disociado de la realidad: los cuerpos de seguridad y las fuerzas del orden como garantes secretas, en realidad, del desorden social.

Al introducir estas líneas, Unsworth abre un camino nuevo a la literatura criminal. El mismo día de la  publicación de la novela en Inglaterra, publicaba un artículo en The Guardian desmarcándose del terreno que habían iniciado autoras del canon post-victoriano como Agatha Christie, Dorothy Sayers  («esnobismo con crimen», las define), y reclamándose por el contrario heredera de autoras norteamericanas como Dorothy Hughes o Margaret Millar. En la raíz de la novela negra, escribía, está el golfo insondable que se abre en las relaciones entre hombres y mujeres. Esa declaración tácita de principios se extendería al hecho de centrar su afinidad en la victima. Rechazaba firmemente, contrariamente a lo deseado por los editores, adscribirse para sí la figura de un detective masculino o femenino repetible o intercambiable novela tras novela. Con su apelación a lo sobrenatural, Unsworth explora en realidad los fundamentos de un orden y busca las preguntas capaces de cuestionar el sentido de ese orden. Quiere proyectar una luz sobre una realidad, más que jugar en un mercado.

Estos presupuestos dominaron su criterio a la hora de seleccionar los relatos incluidos en la antología London Noir, dentro de la colección Akashic Books, volumen del que ha sido editora.

La imagen de Carter abatido en la playa solitaria, tras consumar la venganza por el asesinato de su hermano; la imagen de Dora Suárez implorando piedad y redención desde un sótano de Soho; y en este caso la imagen de Leonard Rivett arrastrada por la corriente, su cadáver fluyendo ante la estatua de Horatio Nelson que preside la visión de la bahía desde el malecón de Ernemouth, ¿no representan la imagen de una Inglaterra aislada? ¿No hay en esos actos la imagen de una Inglaterra que se separa violentamente buscando su identidad a través de una anagnórisis sangrienta.


Ramón García es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Oviedo. Empezó a traducir muy joven a Camus, Poe o Dylan Thomas, entre otros y alternó una tesina sobre Carmen Laforet con la traducción de la primera novela de Lawrence Durrell. Entre 1989 y 1990 fungió como traductor de la Comisión Europea y seguidamente cursó un máster de guion cinematográfico bajo la dirección de José Luis Borau en la Universidad Autonóma en 1993, antes de unirse como traductor al Ministerio del Interior en 1994. A partir de esa fecha cursó también periodismo y en los albores del milenio siguió un master en edición por la Universidad Brookes, con sede en Madrid. A partir de 2001, ha publicado traducciones con regularidad, en especial para la editorial Turner, en la que contribuyó a poner en marcha los primeros volúmenes de la colección Noema. Ha colaborado como corresponsal cultural para los diarios O Expresso de Lisboa y The European, además de participar en la creación de dos revistas literarias a finales de los noventa: Calviva y Terra Incógnita. Entre sus autores traducidos figuran Jonathan Coe, John Luckacs, Alexander Nehamas, James McClure y Jacques Berndorf; y ha escrito sobre autores como James Crumley, William McIlvanney o Van de Wetering. Desde 2004 trabaja para el Centro de Traducción de la Unión Europea e intenta compaginar su interés por las lenguas y por la traducción con toda la actividad cultural que puede absorber.

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