Romina
/un relato de Fernando Prado Eirin/
Ella estaba apoyada en la barra dándole la espalda a una camarera que servía bebidas de manera mecánica sin mediar palabra con los clientes. Sujetaba una copa de vino tinto y miraba atentamente a los músicos, un trío que improvisaba una aberración disonante y arrítmica a la que llaman free jazz.
Era una mujer alta, de tez pálida, cabello oscuro y rizado, ojos de neón y un cuerpo de trazos estirados. Estaba sola y parecía la única del local que disfrutaba de la música; de vez en cuando movía la cabeza, cerraba los ojos, se mordía el labio inferior o golpeaba el suelo con sus pies. Pero lo que definitivamente me hizo adorarla fue verla poseída en pleno clímax musical levantando sus talones y poniéndose de puntillas, las rodillas ligeramente dobladas, la espalda arqueada y emitiendo un grito estridente en el momento exacto en que el baterista golpeaba un platillo después de un redoble imposible.
Yo acababa de llegar. Había seguido la recomendación de un compañero de trabajo e hice caso a su buen olfato para los lugares de ocio, pero nada más entrar supe que esta vez se había equivocado. El local era pequeño y estaba mal iluminado. Al fondo estaban los músicos tocando en una especie de escenario que consistía en una tarima de la altura de un escalón; se les veía apretujados pero no incómodos. Entrando a la derecha estaba situada la barra y a la izquierda, al lado del minúsculo escenario, los lavabos.
Cuando los músicos terminaron de tocar una pieza eterna aproveché para situarme a su lado en la barra. Pedí una cerveza. Ella se giró y me miró con fastidio. La camarera dejó la botella sobre la barra, la cogí y bebí. Los músicos aprovecharon la pausa para beber y hablar entre sí. El baterista, un hombre corpulento de piel oscura, permanecía sentado ajustando la posición de las piezas de su instrumento, lo hacía cuidadosa y metódicamente, colocando todo en su sitio, midiendo las distancias con precisión. El bajista revisaba su teléfono, la luz de la pantalla iluminaba su rostro redondo cubierto por una espesa barba y se reflejaba en sus gafas. El escuálido guitarrista toqueteaba los pedales que había en el suelo conectados por una maraña de cables, se aseguraba de que su Telecaster estuviera afinada y daba pequeños sorbos a una botella de agua que tenía encima del amplificador. De pronto los tres se miraron como por casualidad y comenzaron a tocar. Yo me dispuse a soportar aquel desorden sonoro.
La miré de reojo y comprobé que me contemplaba con curiosidad, los labios fruncidos y una ceja levantada, parecía preguntarse qué hacía un tipo como yo en un local como aquel. Después de unos segundos sonrió, me extendió su mano y pronunció su nombre: Romina. Presa de los nervios, solté una carcajada que se encontró con su semblante serio y automáticamente se silenció. Tuve que explicarle que no me esperaba que se llamara así, que incluso me parecía un nombre algo ridículo. No podía haber empezado peor, sin embargo, agradeció mi sinceridad.
Romina vació su copa de vino y yo mi botella de cerveza mientras me explicaba lo liberador que le resultaba el free jazz. La escuchaba con atención preguntándome qué podía tener de liberador aquel despropósito musical. Me habló de un tal Coleman y de su enorme aportación al jazz y a la música y la imagen que se formó en mi cabeza fue la de un negro de los suburbios adicto a la heroína que tocaba en tugurios sombríos a cambio de unos cuantos dólares y una botella de whisky barato. Una imagen muy cinematográfica, sin duda, la del hombre de color víctima de una sociedad excluyente y esclavo de sus vicios convertido en artista.
Los músicos seguían tocando. Aquel infierno no parecía tener fin, pero entonces ocurrió el milagro. Me dijo que nos fuéramos y yo acepté, por supuesto, sorprendido y nervioso. Me cogió de la mano y me arrastró hasta la salida abriéndose paso entre la gente. Pensé en un salmón remontando un río. Se detuvo en la acera para encender un cigarrillo. Hablamos de cosas triviales caminando entre las largas sombras de los callejones atestados de gente. A partir de ese momento todo fue una sucesión de bares y copas. La conversación fluía. Me asombró lo mucho que la apasionaba todo. La música, el cine, los maestros italianos del claroscuro, los coches. Daba la impresión de ser varias personas atrapadas en un solo cuerpo que estaba a punto de descoserse. Yo me preguntaba cómo era posible albergar tanta vida y tanta pasión dentro de un espacio tan pequeño. Parecía tener prisa por vivir, no por acabarse la vida, al contrario, era como si se empeñara en vivir cada segundo como si fuera el último por temor a que todo se esfumara de pronto.
El timbre del despertador me arrancó violentamente de un sueño profundo y espeso similar al inducido por los opiáceos. Busqué a tientas el maldito aparato que no dejaba de sonar hasta que di con él y, torpemente, conseguí detenerlo. Tenía la boca seca, me sentía pesado y cansado después de una noche de alcohol y sexo. Extendí el brazo hacia mi derecha, buscándola, pero ya no estaba. En su lugar el vacío, una almohada hundida, las sábanas revueltas y el silencio. Aún flotaba el aroma de su perfume mezclado con el olor animal que producen dos individuos después de copular hasta la extenuación.
Aparté las sábanas con resignación, me incorporé con dificultad y puse los pies en el suelo. El contacto con las frías baldosas me estremeció y emití algo parecido a un gruñido, un sonido extraño que salió del interior de mi cuerpo en señal de protesta. Me levanté y caminé hasta el baño; no encendí la luz para evitar encontrarme con un rostro estragado en el espejo. Me lavé la cara y regresé a la habitación donde me vestí con la ropa del día anterior, un viejo vaquero negro, una camisa arrugada de cuadros y unas zapatillas gastadas. Pasé los dedos por mi cabeza tratando de poner en orden el cabello alborotado, cogí el teléfono de la mesilla y lo guardé en el bolsillo derecho del pantalón. Recorrí el diminuto pasillo que conducía al pequeño salón. Cogí las llaves y dejé el apartamento. Entré en el ascensor dándole la espalda al espejo. Descendí las siete plantas dentro de aquella caja metálica, mirándome la punta de las zapatillas y tratando de unir los recuerdos inconexos que aparecían de repente.
Salí del edificio caminando bajo la fina lluvia. Estaba convencido de haber conseguido mecanizar casi todos los procesos vitales y de erradicar en gran medida las emociones ligadas a ellos, pero me sentía derrotado. Entonces pensé que quizás eso era todo. Ir y venir, llegar y marcharse, estar siempre de paso. Beber como si fuera el último trago, respirar como si se agotara el oxígeno, amar sin querer, poseer sin tener. Libres.
De pronto comprendí que la vida consistía en arreglárselas para llegar al día siguiente y volver a empezar.
Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela) pero afincado en Barcelona, es escritor, músico e ilustrador. Colabora con la web de ilustración Boreal y ha participado en varios experimentos musicales.
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