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Más que palabras: la izquierda, los discursos y los relatos

Un pequeño adelanto de un ensayo de reciente publicación en Trea. En él, Enrique del Teso ilustra al lector sobre cómo los laboratorios del consentimiento neoliberal bastardean palabras como libertad, competitividad, responsabilidad, equilibrio, estímulo, sostenibilidad, simplificación, descentralización o flexibilidad para volverlas en contra de la mayoría social.

¿Por qué está funcionando bien la propaganda neoliberal y últimamente la de la extrema derecha y por qué la izquierda, teniendo ideas e incluso ideales, carece de discurso? Tal es la pregunta que aspira a responder el ensayo del que aquí ofrecemos un pequeño adelanto, y que se ocupa de los mecanismos discursivos por los que la gente interioriza ideologías y discursos y llega a asumir como realidades inevitables políticas que les perjudican. Apoyándose en grandes teóricos de la comunicación como Castells o Lakoff, y escribiendo con didactismo profesoral y habilidosas metáforas e imágenes y desde posiciones progresistas, Del Teso ilustra al lector sobre cómo los laboratorios del consentimiento neoliberal bastardean palabras como libertad, competitividad, responsabilidad, equilibrio, estímulo, sostenibilidad, simplificación, descentralización flexibilidad para volverlas en contra de la mayoría social. Escribe también Del Teso que «la izquierda tiene una evidente laguna. No está elaborando el molde expresivo que trence sus ideas con la fibra íntima de la sociedad, sus miedos y esperanzas». Pero no deja coja esa constatación amarga, sino que la acompaña de enjundiosas propuestas de reconducción de esas flaquezas que parten de una doble constatación necesaria: la propaganda debe contrarrestarse con propaganda; la razón es políticamente ineficaz si no se viste con los ropajes de la emoción. Lo que sigue es un extracto de su primer capítulo.


Más que palabras: la izquierda, los discursos y los relatos

/por Enrique del Teso/

Podemos equivocarnos respecto a lo estúpida o inteligente que es la gente sobre la vida pública. Si nos ponemos complacientes con el sistema, diremos que nuestras sociedades funcionan con gobiernos a los que la gente vota libremente y que la gente sabe cuándo le va bien y cuándo le va mal. «El pueblo español es un pueblo sabio al que no se puede engañar», decía José Luis Rodríguez Zapatero henchido de fe cuando ganó por sorpresa sus primeras elecciones. Es una de esas frases que se repiten y que todos dicen como si fuera la primera que se dicen. Con ETA en plena actividad, hubo unas elecciones en el País Vasco en las que multiplicó sus votos Herri Batasuna. Fernando Savater entonces proclamó que la grandeza de la democracia era que el pueblo podía elegir a sus representantes y la debilidad era que uno no podía elegir a su pueblo y tenía que aguantarse con el que le había tocado. Al contrario que Zapatero, Savater estaba convencido de estar entre imbéciles.

La verdad es que la gente no se desplaza erguida y a dos patas porque sea más eficiente que como lo hacen los gatos, sino porque es así su cuerpo. Y la gente puede apoyar ideas que van contra sus intereses y puede aceptar falsedades aunque conozca la verdad por cómo es su mente y cómo procesa la información; es decir, porque es así la parte de su cuerpo con la que toma decisiones. A los humanos se nos pueden inducir conductas sin necesidad de actos autoritarios porque se pueden intervenir nuestras creencias y condicionar nuestras decisiones. La propaganda ni siquiera necesita siempre la mentira, pero no porque seamos tontos. Escuchar palabras y ver imágenes es como comerse una manzana. Somos conscientes de masticar la manzana y tragarla, pero la mayoría de las cosas que suceden en la deglución no las captamos. Las palabras y las imágenes son tan reactivas en nuestra mente como los trozos masticados de una manzana en el estómago. Cuando se depositan en nuestra mente, no señalan limpiamente su referencia, sino que agitan un proceso complejo de patrones neuronales. Se pueden mover ideas en nuestra mente al margen de nuestra advertencia. Hablemos de este mecanismo por partes.

Libertad, competitividad, responsabilidad, equilibrio, estímulo, sostenibilidad, simplificación, descentralización, flexibilidad… Estas palabras tienen algo en común: se utilizan contra la mayoría de nosotros. Y no porque sean malas palabras tal como descansan en el diccionario. Y tampoco porque se mienta con ellas. Las palabras, cuando están quietas y fuera de contexto, tienen por significado una idea clara que podemos definir en un diccionario. Pero en el uso normal, la mente tiene apenas una fracción de segundo para atribuirles una idea que encaje en el bullicio de ideas y pensamientos que tenemos en el momento justo de oírlas. Las palabras libro, revista y folios tienen significados distintos. Pero si digo en clase que voy a hacer una prueba sorpresa y que retiren de las mesas todos los libros, todo el mundo quitará de la mesa libros, folios y cualquier papel que esté escrito. Ningún diccionario pondrá como acepción de libro «cualquier papel escrito», pero todo el mundo entenderá que libros se refiere a cualquier papel escrito. Esto es lo interesante: se le hace decir a una palabra lo que no significa y todo el mundo la entiende.

A esto lo llamamos asociación débil de las palabras. La asociación débil de las palabras quiere decir que las palabras se pueden asociar con cualquier cosa por rasgos muy levemente relacionados con su significado canónico. Se pueden referir al primer objeto que se nos ocurra y nos dé el menor pretexto. Si hay una botella, un cenicero y una pelota con dos plumas, y pido a mi interlocutor que me acerque el pájaro ese, sabe que la palabra pájaro tiene que referirse a algo y me acercará la pelota de las plumas, porque es el objeto que le dio algún motivo para llamarlo pájaro. Por supuesto, las asociaciones de libro con folios y pájaro con pelota con plumas se las lleva el viento y pasado ese contexto las palabras vuelven a su significado canónico, como un cuerpo elástico recupera su forma cuando desaparece la tensión que lo deformaba. Por eso decimos que la asociación de las palabras con su referencia es débil.

Pero es que así funcionan las palabras: diciendo en cada uso algo con lo que tienen una relación débil, cogida por los pelos. En ningún diccionario figurarán como antónimos descentralizado y colectivo, ni habrá ninguna definición que nos haga imaginar que se puedan emparejar como opuestos. Pero cuando la Unión Europea pide a España que la ley estimule una negociación descentralizada de los salarios, lo que está diciendo es que desaparezca la negociación colectiva. El sujeto tiene una conciencia más viva del significado de la palabra que de cualquier asociación débil ocasional que esa palabra pueda asumir en un contexto. Por eso tiende a creer que la palabra dice lo que significa, pero en realidad la digiere con la asociación débil ocasional sin darse cuenta, es decir con una idea distinta. Su cerebro activará los patrones cognitivos correspondientes a esa idea distinta (la débil y contextual, la de acabar con la negociación colectiva), de manera que esa idea distinta habrá hecho su trabajo entrando de polizón en su mente, porque el departamento consciente del sujeto le informará de que lo que entró en su mente era el verdadero significado de la palabra. Es como cuando cree que al decir esto es lo que me preocupa pronuncia la e del verbo es. Lo cree porque es como lo ve escrito, pero en realidad no la pronuncia, siempre dice esto’s lo que me preocupa. Igual que creemos pronunciar una cosa y pronunciamos otra, también creemos que nuestra mente está trabajando con unas ideas, pero en realidad está trabajando con otras.

La palabra descentralizar significa algo que tiene que ver con ceder el control y suavizar el mando. El sujeto asume que lo que dijo la Unión Europea es que la negociación salarial debería tener menos imposición externa y que empresa y trabajador deberían entenderse sin trabas y a su manera, porque eso es lo que significa la palabra empleada. En realidad, el mensaje de la UE es que cada trabajador negocie con la empresa por separado, y no todos conjuntamente. De uno en uno son siempre más débiles que la empresa y la negociación simplemente no existirá. Se trata de quitar el derecho de los trabajadores para negociar salario y condiciones, pero provocando la sensación de que lo que se acepta es una negociación menos encorsetada, más espontánea y autónoma. Recordemos: esto funciona porque el sujeto cree que las palabras dijeron una cosa, pero por debajo de su advertencia hicieron otro trabajo distinto en su mente.

Esta asociación débil de las palabras tiene su explicación. Hace años, cuando la tecnología de reconocimiento de voz era muy embrionaria, pude ver en un laboratorio un programa que debía reconocer la pronunciación de los números del uno al diez. Para que fuera más sencillo, el programa tenía dos condiciones previas. La voz humana que llegase al ordenador siempre decía algo (nunca era superflua) y siempre decía un número del uno al diez. Dijéramos lo que dijéramos en el micrófono, el programa entendería un número del uno al diez, aunque dijéramos «armario». Si decíamos «armario», el programa decidiría a qué número del uno al diez se parece más la palabra «armario». La cuestión es que nosotros funcionamos de una manera parecida. En cada momento tenemos activos en nuestra mente unos pocos datos, que tienen que ver con lo que estamos percibiendo y viviendo. La mayoría de nuestros datos están desactivados y no intervienen en nuestras operaciones mentales ordinarias. Seguramente el lector tendrá una imagen de cómo son las cataratas del Niágara, sabe qué hay que hacer para encender la luz de una habitación y conoce el color y la textura de la sal. Estos son algunos de los datos que sin duda no tenía activados en su mente para leer lo que estábamos diciendo. En cada momento nuestra mente opera con una pequeña ventana de datos. Lo que hacemos con las palabras que nos llegan se parece a lo que hacía el programa de reconocimiento de voz. Asumimos que ninguna palabra es vana y que tiene que decir algo. Y, además, con la información gramatical adecuada y una vaguedad semántica oportuna, asumimos que tiene que referirse a algo de lo que esté en esa ventana de datos, como si no hubiera más mundo que ese. A esto se le llama discriminación restrictiva y es la razón por la que las palabras tienen tanta facilidad para asociarse débilmente con cualquier cosa que dé un mínimo pretexto. La razón de que libro, pájaro o descentralizada se puedan referir a cosas que no son libros, ni pájaros, ni situaciones descentralizadas es que no buscamos sentido para esas palabras en toda nuestra memoria oceánica de datos, sino solo en los que se tienen a mano en esa ventana reducida y, entre ellos, tomamos el que mejor se pueda asociar con esas palabras. Las palabras distinguen unos objetos de otros, pero solo de entre los que tengamos en mente en el momento de oírlas.

Interpretamos los mensajes igual que caminamos al Ayuntamiento. Si vivimos a veinte minutos del Ayuntamiento, nuestro cerebro no representa toda la ruta para identificar en cada momento dónde estamos e ir decidiendo el rumbo. De hecho, muchas veces no sabemos indicar a alguien cómo ir a un sitio al que sabemos llegar. Lo que hace nuestro cerebro es procesar los pocos metros que tenemos delante y tomar una decisión sencilla. A medida que nuestras piernas nos desplazan, vacía la memoria de esos pocos metros y piensa en los pocos metros siguientes que tenemos ahora delante. Nunca trabaja más que con los pocos datos de unos pocos metros y siempre toma decisiones fáciles sobre pocos datos. Por eso llegamos a los sitios sin esfuerzo mental. Con las palabras hacemos algo parecido. Solo pensamos con los pocos datos que tengamos más cerca (es decir, más activados): lo que estemos viendo y oyendo, el asunto del que hablamos, la ciudad o persona que se nos menciona… No buscamos la referencia de las palabras más allá de ese pequeño marco (discriminación restrictiva), como no pensamos para caminar más allá de lo que tenemos justo delante. Y damos como referencia a las palabras alguno de los objetos de ese pequeño marco, el que tenga una mínima relación con el significado de partida (asociación débil). No buscamos como referencia de una palabra algún objeto que responda mejor a su significado, pero que nos obligue a pensar más allá de los pocos datos que tenemos más accesibles por la situación.

Debemos recordar que esa pequeña ventana de datos que condiciona el trabajo de las palabras y las ideas que movemos en nuestro razonamiento puede sernos impuesta mediante mensajes e imágenes. Un comunicador hábil o bien asesorado puede hacer que sean unos u otros los datos que configuren ese mundo reducido sobre el que proyectaremos palabras y razonamientos. Veamos un ejemplo. En 1994 en Estados Unidos el Partido Republicano presenta con éxito para las elecciones legislativas el Contrato con América. Se trata de una propuesta con diez leyes que cada candidato rubrica asumiendo explícitamente que debe ser echado de su cargo si no las lleva a efecto en los próximos cuatro años. Ese Contrato incluye entre otras la ley de Responsabilidad Personal, que dice lo siguiente:

Ley de Responsabilidad Personal, que desalentará los embarazos ilegítimos y en adolescentes, prohibiendo la asistencia social a madres menores de edad y denegando la ayuda a familias con hijos dependientes que tengan más hijos mientras están en un programa de asistencia social, recortando los gastos en programas de asistencia social y promulgando una provisión de limitación a dos años con requisitos de trabajo, todo ello con la finalidad de promover la responsabilidad individual.

El núcleo de esta ley es la prohibición de cualquier asistencia o ayuda por embarazos en adolescentes, que es donde se concentra el problema de embarazos en situación de insolvencia económica de la madre. La ley se redacta con un vocabulario estudiado que se toma del que emplean las familias cuando tienen un caso de embarazo adolescente cercano, empezando por el nombre de la ley: responsabilidad personal. Que una persona que no tiene aún recursos propios se quede embarazada es una irresponsabilidad que el Estado no puede alentar. Financiar con los impuestos de todas las consecuencias de conductas irresponsables es un error. Esta es una melodía que encaja con la música que se oye en los hogares cuando cae el bombazo de que la quinceañera fulanita o menganita quedó embarazada. La clave aquí es la palabra embarazo y sus derivados. Esa palabra coloca en la ventana de datos de nuestra mente ideas que tienen que ver con conducta descuidada (y a partir de ahí, irresponsable y hasta egoísta); con situación de emergencia (para la familia); con relaciones sexuales; con ocultación a los padres o con falta de tutela suya. En cuanto nuestra mente piensa con esos datos y refiere las palabras al pequeño mundo que configuran esos datos, el discurso republicano se hace muy confortable. Todo el mundo reprueba la conducta del embarazo. Todos, progresistas y conservadores, ven en ese lance más irresponsabilidad que inocencia. Los conservadores condenan como impuro el sexo tan temprano y tan fuera del matrimonio y la réplica progresista solo puede ser tibia. Los progresistas no ven impureza en practicar sexo, pero tampoco animan a quinceañeras y quinceañeros a que lo practiquen. La ocultación a los padres y consiguiente falta de tutela es evidente. Normalmente las relaciones sexuales adolescentes se tienen fuera de la advertencia de los padres. El embarazo remite entonces a conductas no consentidas por ellos. Y el incidente en sí es una situación complicada para la familia. La actuación severa y correctora del Estado encaja bien con las pautas que mucha gente considera adecuadas dentro de la familia. El único margen que queda para la discusión es precisamente cómo de severos o indulgentes tenemos que ser con la conducta. Pero todo esto es porque el asesor republicano eligió la palabra embarazo. Esta palabra pone delante de nuestra mente todos esos datos que cierran la discusión en un territorio en el que cualquier planteamiento progresista se parece al papel que en la familia patriarcal tradicional y severa tenía la madre: la de ablandar al marido buscando algo de indulgencia. Recordemos que razonamos y nos comunicamos igual que vamos al Ayuntamiento: solo manejamos los datos más accesibles que tenemos justo delante, no hacemos intervenir datos más lejanos y costosos.

Todo cambia si el partido progresista decide no utilizar la palabra embarazo y la sustituye por niño o niña. Después de todo, el embarazo no es el problema, sino el bebé que viene después (debe observarse que, para debatir el propósito republicano de retirar una ayuda social, no conviene introducir el aborto; el mantenimiento o eliminación de la asistencia social se plantea para el caso de que nazca el bebé). La palabra embarazo y derivados debe sustituirse sistemáticamente y sin excepción por niño, niña, bebé, criatura o cualquiera que sirva para designar al nuevo ser. La palabra niño coloca en la mente datos relacionados con ternura, protección, desamparo, compasión, amor o ayuda. Cualquier expresión que se emplee para el recorte de asistencia se enredará en el desamparo de un bebé que nace en estado de necesidad porque su madre es insolvente por su edad, con la compasión insuperable por un niño pequeño al que se deja a la intemperie y hasta con la empatía y solidaridad que se sentirá por la familia y por la adolescente. El embarazo y la conducta que evoca nos incita a la severidad con la chica, pero el pequeño bebé nos mueve a la comprensión y empatía con la chica y la familia. Las mismas palabras caen ahora en un marco de datos muy distinto (si la propaganda es lo bastante persistente) y la recepción de la ley cambiaría. Por eso es importante no hablar con el vocabulario del rival. Si la ventana de datos es la que les conviene, la asociación débil de nuestras palabras y las suyas será con lo que a ellos les conviene también. Y no ocurre todo esto porque seamos bobos. Es que los comunicadores públicos nos estudian con muchos medios, pero nosotros no los estudiamos a ellos ni llevamos sus palabras a técnicos que nos expliquen qué están haciendo en nosotros esas palabras. Simplemente es un juego desigual.


Más que palabras: la izquierda, los discursos y los relatos
Enrique del Teso
Trea, 2019
168 páginas
15€


Enrique del Teso Martín es doctor en Filosofía y Letras y profesor titular de Lingüística en la Universidad de Oviedo. Es autor de los libros Gramática general, comunicación y partes del discurso, Contexto, situación e indeterminación, Compendio y ejercicios de semántica, Fonética y fonología actual del español (con F. d’Introno y Rosemary Weston) y Semántica y pragmática del texto común (con Rafael Núñez) y ha publicado artículos en revistas especializadas sobre lingüística teórica, semántica, pragmática y comunicación. Impartió clases de postgrado en Massachusetts y en varias universidades de Latinoamérica. Participa regularmente en programas de radio y escribe semanalmente en la prensa.

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