Creación

Acilina y la maestra imaginada

Un nuevo 'cuentín triste' de Juana Mari San Millán.

Cuentinos tristes

Acilina y la maestra imaginada

/por Juana Mari San Millán/

Don Tomás y doña Francisca, los maestros, no se presentaron ese año de 1962 al comienzo de la escuela y octubre andaba más que mediado. El alcalde repetía a quien oírlo quisiera que hasta el gobernador se iba a arrepentir de tanta incuria.

Don Fructuoso, el alcalde, era un tipo de armas tomar. En la guerra, se decía, había liquidado a más de uno y de dos sin mayores ascos o repugnancias. Convocó a concejo el día de Todos los Santos al finalizar la misa y allí expuso la solución arrancada a dentelladas y medio clandestinamente a las más altas jerarquías, que hasta la capital de España llegaron sus protestas y airadas reclamaciones. Con voz de sargento en la reserva activa y pecho inflado, el alcalde Frutos aseguró a los vecinos congregados en el local donde se celebraba concejo abierto, sito en el Alto de la Iglesia, que la escuela abriría al siguiente día de Los Difuntos sí o sí, por sus arrestos y por sus muertos.

Así fue, tal como el alcalde prometió. El tres de noviembre de 1962 la señorita Ana María Matute llegó hasta la escuela de Santibáñez y se encontró de buenas a primeras con una incidencia inadvertida: la escuela tenía dos puertas, dos aulas, la de los niños y la de las niñas, separadas por una gruesa pared y ella era la única maestra designada, carente del don de la ubicuidad, que se supiera. Mandó recado al alcalde por Tasio, el escolar más madrugador, acerca de situación tan embarazosa e implorando auxilio inmediato, pero Frutos le respondió por conducto del mismo mensajero que se las apañara por sí sola, que él era el alcalde, no Dios.

Aquel aterrizaje repentino y forzoso de Ana María Matute, la nueva maestra, causó sensación y no poco revuelo. Alta y delgada como su madre, morena, salada, las niñas la auscultaban entre mohines de disimulada admiración y patente envidia. Los niños más pequeños se propinaban codazos de complicidad, los mayores, de doce y trece años, intercambiaban guiñadas intermitentes difusoras de señales de picardía más que de impudicia.

Quien ordenó a Ana María su primer destino como maestra titulada no fue el gobernador, ni el jefe provincial del Movimiento, ni el ministro del ramo, sino el párroco de Barruelo de Santullán, su pueblo no tan lejano de la escuela de Santibáñez de la Peña. No se paró un minuto a elucubrar sobre las razones de la encomienda. La pura necesidad, tan propia de una mujer de la época, con 33 años de edad y sola, le compelía a ocupar una plaza de docente que siempre le fue denegada por ser hija de combatiente rojo y muerto. Aunque, todo hay que decirlo, a ella le gustaba más escribir que enseñar, según me confesó en más de una ocasión. Lo suyo era inventar historias, fabular cuentos, novelar fantasías.

En aquellos momentos, esa mañana del tres de noviembre del sesenta y dos se enfrentaba a problemas tan gordos, sin exagerar, como los que suceden en una guerra civil: concentrar a casi cincuenta niños y niñas en un único espacio y sujetarlos durante una inacabable jornada lectiva matutina y vespertina. Mandó a los mayores acarretar los pupitres del aula de las niñas a la paredaña de los niños; compuso al momento dos hileras de escolares a la entrada y, no sin menores ajetreos y barullos, consiguió colocar a cada cual en su sitio. El reto siguiente consistía en capturar la atención de aquel hato de fieras corrupias inquietas, alteradas. A tal efecto, no se le ocurrió otra cosa que rememorar las batallas de los generales y hermanos cartagineses Amílcar Barca, Asdrúbal y Aníbal contra el imperio romano. Contó la historia a su manera de fabulista, dejando entrever su preferencia y debilidad por el marcial guerrero Aníbal y el disciplinado pelotón de elefantes imbatibles. Tasio, que además de madrugador era un chico despierto y cumplía su último año de escolaridad, le afeó sus inclinaciones por los perdedores y le restregó por el morro la victoria final de los romanos, según confirmaba la Enciclopedia Álvarez, misal escolar de cabecera, por así decirlo, que bien manoseado tenía.

La maestra, agotada por el esfuerzo de la narración, acusó el embate. La acometida de Tasio estropeó el hechizo que había sostenido a toda la clase en un escrupuloso silencio y propició un incontenible alboroto entre los partidarios de los romanos y los afines a los cartagineses. Dio por concluida la sesión de escuela, les mandó marchar a sus casas un rato antes de la hora de comer, cerró la puerta, buscó al alcalde y le cantó las cuarenta:

—Me vuelvo a Barruelo. No vine a pelear contra un batallón de niños díscolos y una enciclopedia falaz, engañosa.

Frutos miró al cielo, escupió a la tierra, increpó a todos.los santos del cielo y de la tierra y, de rodillas, le suplicó que se quedara hasta la reincorporación de don Tomás y doña Francisca, con dispensa del Gobierno para ocuparse de su cuarto hijo recién nacido, aquejado de una rara enfermedad que llamaban poliomielitis.

Ana María le puso una condición: la requisa de todas las enciclopedias.

El alcalde aceptó.

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