La vuelta a clase

Pedro Luis Menéndez, profesor de secundaria, evoca sus primeros estrenos de curso y cómo 'la vuelta al cole' y sus preocupaciones como educador fueron cambiando a lo largo de los años y hasta hoy.

De rerum natura

La vuelta a clase

/por Pedro Luis Menéndez/

En los primeros cursos no resultaba fácil, nada fácil. Eras un novato que sólo tenía unos seis años más de edad que aquella tropa de adolescentes (40, 45, alguna vez 48) que invadían el aula. Llegaban y te miraban, mucho. Y tú te ponías nervioso, mucho también. Su olfato estaba especialmente entrenado para detectar tu miedo. Porque tú lo que tenías era miedo cuando se cerraba la puerta del aula y te enfrentabas a la tropa que te miraba; mucho. La tropa también tenía miedo (algunos incluso más que tú), pero aún no eras capaz de darte cuenta, porque eras un novato.

Al principio, la mayor preocupación que te acompañaba eras tú mismo, comenzando por tu aspecto físico, porque te miraban, mucho. Y tú no tenías un espejo delante que te ayudara a comprobar que todo estaba en su sitio, incluidas cremalleras, botones y demás; lo que tenías delante eran ochenta ojos adolescentes que no dejaban de mirarte y que apreciabas como una masa sólida y compacta, que se movía de modo uniforme por los mismos impulsos. Uno de ellos era el de mirarte.

Eso se curó más o menos pronto, el día en que dejó de importarte tanto que te miraran o no y empezaron a preocuparte otras cosas: ¿sabías bien todos los temas? ¿Dominabas todas las respuestas a las posibles preguntas de la tropa? ¿Tenías resueltos todos los ejercicios? Porque enseguida comprobaste que a la tropa, además de mirarte, le gustaba hacerte preguntas, algunas puñeteras, otras disparatadas, no siempre oportunas. Y se esperaba —la tropa esperaba (eso creías)— que debías responderlas todas, que para eso te pagaban, para que respondieras todas las preguntas, hasta las puñeteras. Su olfato volvía a funcionar y tú temías que detectara que no lo sabías todo, y que lo que sabías (¡ay, la facultad!) no les resultaba demasiado útil. Ni a la tropa ni a ti.

Cada noche repasabas los temas una y otra vez, y los ejercicios, y las lecturas, y lo llevabas todo, todo anotado, hasta la última coma y hasta descubrir que nunca era todo, que siempre se te escapaba algo que fácilmente detectaban los más hábiles de la tropa. Además, eras de humanidades (¡ufff, como los letrasados de la clase!), así que muy listo no debías de ser, ni muy rico tampoco (salvo herencias familiares). También te hacían preguntas sobre eso. ¿El anillo significa que estás casado? ¿Tienes novia? ¿No tienes coche? ¿Eras tú al que vimos el sábado en la Ruta del Vino? ¿Haces deporte?

Y sí: estabas casado o tenías novia, tenías coche y el sábado estabas en la ruta del vino después de hacer deporte. Casi igual que la tropa, pero no; y no porque no estuvieran casados o no tuvieran coche (que alguno sí), sino porque estabas ya del otro lado, sí, del otro lado de una barrera invisible pero completamente sólida que marca en cada clase una frontera: tú estabas del lado de allá, del de los mayores. En ese momento corriste un peligro que por suerte lograste evitar, el remedio fácil: van a sentir que soy un colega, se lo voy a demostrar, soy uno más, pertenezco a la tropa. Craso error: ni perteneces a la tropa ni esperan que lo hagas y, por supuesto, jamás desean que te comportes como ellos. De ti esperan otras cosas, pero en aquellos primeros años es posible que aún no lo apreciaras del todo.

Luego venía eso de la disciplina, claro, la autoridad, esas cosas. Una de tus tareas consistía en que la tropa estuviera callada y molestara lo menos posible para que pudiera escucharte a ti, que hablabas y hablabas. Tampoco era fácil. Sus hormonas saltaban como liebres ante el corsé de silencio en que pretendías encajarlos. Claro, algunas veces te lo hacían notar del mejor modo posible, es decir, haciéndose notar. Como eras un novato, pensabas que iban a por ti y asuntos de esos.

Fueron pasando los años (y las leyes) y tus preocupaciones con la tropa empezaron a cambiar, más bien a transformarse: ya no tenías miedo (¡qué curioso: cuando tú perdiste el miedo, ellos también perdieron el suyo!), querías que hablaran ellos y no sólo tú, y, sobre todo, un buen día dejaron a su manera de ser una tropa, sesenta ojos en un solo cuerpo, y empezaron a adquirir características individuales. Ese día la tropa se convirtió en Jorge, Eduardo, Asun, Jessica, Enol, Irene, Toño y un larguísimo etcétera que te has ido encontrando a lo largo del tiempo. Eso sí, el programa había que estudiarlo entero, todo, completo, que para eso los legisladores sesudos se dedican a hacer programas, para que se estudien enteros, hasta con las notas a pie de página, los apéndices y el aburrimiento.

Entonces todo cambió: ya no te preocupabas por ti mismo sino por ellos; tenían que ser los mejores, los que más supieran, las más altas calificaciones de la Selectividad, la cúspide y más arriba aún, de modo que todo el mundo apreciara el nivel que habían alcanzado y, por supuesto, cuánto contribuías tú a ese nivel. Además, aquello de la disciplina también quedaba a un lado; ya tenías suficiente autoridad moral para que se portaran como es debido; no hacía falta ni recordárselo.

Así que todo iba bien hasta que el castillo saltó por los aires. Las bombas que lo hicieron estallar fueron exactamente dos. La primera apareció en un encuentro con una antigua alumna que, de pasada, dijo algo similar a que en tus clases había aprendido cómo se analizaba un poema a fondo pero que nunca se hablaba de los sentimientos que generaba ese poema, sí, en ti y en ellos. La segunda tuvo lugar cuando pudiste fijarte al fin en cómo temblaban las manos de un alumno en el momento en que repartías un examen. Un día, quién sabe por qué, se unieron las dos cosas y todo explotó.

Ahí sigues, en la última (¿penúltima?) fase. Acabas de empezar un nuevo curso, tú y Rocío, Javi, Angharad, Isma, Sonia, Alex, Diego, Laura, Xiomara, Carolina, Rubén, Pablo y un larguísimo etcétera que te mira, mucho, y te pregunta más aún, incluidas —faltaría más— las preguntas puñeteras. Hace tiempo que te han dejado de importar las leyes educativas (entre usted y yo, son un cuento chino), los programas (si no fuera por la Ebau) y las nuevas tecnologías (y las viejas, todas las tecnologías), pero te importan ellos, mucho, una a una, uno a uno, toda esa bandada de adolescentes a quienes les gustaría comerse el mundo, y te parece bien y deseas que se lo coman. Que es lo suyo. Por eso hoy brindas a su salud en la vuelta a clase: ¡va por la tropa!


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).

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