Crónica

Volver a Montaillou

Pablo Batalla Cueto reseña un clásico de la historiografía medieval y la microhistoria recién reeditado por Taurus: ‘Montaillou, aldea occitana, de 1293 a 1324‘.

Volver a Montaillou

/una reseña de Pablo Batalla Cueto/

Contar lo grande a través de lo pequeño: tal fue propósito, sencillo y ambicioso al tiempo, con que nació hace algunas décadas la escuela historiográfica conocida como microhistoria. De reaccionar se trataba frente a corrientes anteriores que en la búsqueda de lo enorme sacrificaban el interés crucial de lo mínimo; que en el océano de la clase, la nación o las tendencias generales hacían naufragar el detalle, la excepción, la contradicción, la complejidad fascinante que a veces atesoran los individuos y las pequeñas comunidades. A estos dirigieron los microhistoriadores sus catalejos impugnando a la vez el positivismo de los grandes prohombres y las batallas gloriosas y el ruido de engranajes mal aceitados de un marxismo demasiado mecanicista, pintor en gris de una realidad verde. Los microhistoriadores transformaban, diría más tarde su esclarecido representante italiano Carlo Ginzburg, «lo que, para otro estudioso, hubiese podido ser una simple nota a pie de página en una […] monografía».

Ginzburg escribió con estos presupuestos El queso y los gusanos, publicado en 1976 y donde se reconstruye la vida de Domenico Scandella, Menocchio, molinero friulano que en el siglo XVI se enfrentó a un proceso inquisitorial a causa de su poco convencional concepción del mundo, su origen y la religión. Hereje de una herejía que se acababa en sí mismo, influida quizás por el luteranismo, el anabaptismo y el islamismo, pero en todo caso muy original, su historia, conocida por los informes de su juicio, era apenas un grano de arena en la sablera de la historia grande, pero permitió al historiador italiano arrojar nueva y mejor luz sobre las transformaciones profundas del Renacimiento europeo, abriendo lo sabido sobre ellas a la riqueza asombrosa de la cultura popular.

Otros estudiosos publicarían títulos similares. Así en 1985, Giovanni Levi alumbra La herencia inmaterial, centrado en la historia de un exorcista piamontés del siglo XVII; y antes, en 1977, Carlo Cipolla había escrito ya ¿Quién rompió las rejas de Montelupo?, un libro legible casi como una novela policíaca pero que historia cómo la sanidad y la Iglesia italianas del siglo XIV enfrentaron la amenaza de la peste. Y también prendió la nueva escuela en Francia. Quienes allí ejerciten la microhistoria con maestría serán historiadores como Georges Duby, que en El domingo de Bouvines se adentrará en las concepciones medievales de la guerra y la paz a partir de una batalla concreta del siglo XII, o Emmanuel Le Roy Ladurie, que accederá al panteón microhistoriográfico en 1975 con una obra titulada Montaillou, aldea occitana, de 1294 a 1324.

Emmanuel Le Roy Ladurie (1929- )

Expresa bien este último libro la originalidad del enfoque microhistórico: ceñirse a lo espacialmente pequeño —una aldea en su caso— y a lo temporalmente breve —treinta años de la Plena Edad Media en su libro—. En el Montaillou, los informes especialmente minuciosos del inquisidor Jacques Fournier, futuro papa de Aviñón ocupado en aquel momento en perseguir los restos pertinaces de catarismo que sobrevivían en ese pueblo pirenaico, permiten a Le Roy reconstruir en detalle la vida de este. La historia se acomoda maravillosamente en sus páginas a los nombres propios de lugareños, que, llamados Pierre Clergue, Béatrice de Planissoles, Pierre Maury o Arnaud Vital, hablan al lector sin intermediación, con voz literal que posibilita averiguar la relación que los montalioneses mantenían con la religión, la muerte, el sexo, el amor, la naturaleza, los animales, la familia o el poder. «Aquí no hay reyes ni prelados, sino el mero discurrir de la vida de una localidad remota compuesta de pastores, agricultores, artesanos, pequeños propietarios, curas e inquisidores», pero sus voces intrahistóricas nos llevan «lejos de las viejas consignas que reducían las formas de vida a las transacciones económicas o la formación de las ideas políticas» y a un relato que «se vuelve vivo y acuciante, nos interpela en su diversidad pasional, cuestiona nuestros valores tanto como la significación que otorgamos a no pocos de los acontecimientos descritos; nos afecta en tanto que espectadores de lo pasado, pero también como actores del presente». Lo escribe Javier Moscoso en el prólogo de una reedición reciente del Montaillou por el mismo sello que lo trajo a España hace lustros: el barcelonés Taurus, que acaba de lanzar una colección que, bajo la seductora etiqueta Clásicos Radicales, nace «con la misión de recuperar algunos de los libros más emblemáticos del sello que en su día formularon una idea nueva u ofrecieron una mirada original y pertinente sobre las grandes cuestiones universales», y bajo cuyo membrete se han ido publicando ya varios títulos emblemáticos de Georges Bataille, Oscar Wilde, Walter Benjamin, Mircea Eliade o Jean Delumeau.

Edición original del Montaillou.

Hay páginas interesantísimas en el Montaillou, y así, por ejemplo, las escritas sobre el ostal, esto es, la casa-familia, cuya prosperidad es la ultima ratio de cualquier decisión de todo montalionés: todo por la casa, nada contra la casa. O las que exponen la diferencia entre diligere y adamare, esto es, el «querer simplemente» y el «amar apasionadamente» que los aldeanos —de los que se nos cuenta incluso de qué múltiples maneras hacían el amor— experimentan por igual. O las que trazan los diversos deslindes del poder policéntrico que planea sobre Montaillou (el del rey parisino, el del conde de Foix, el del papa, el del baile local…) y cuál es la relación de los montalioneses con este. Pero ningunas lo son tanto como las que se ocupan de la escurridiza religiosidad de los habitantes de esta porción del Pirineo, catarizantes que, para desesperación de los predicadores más estrictos, no abandonan del todo las piedades católicas y además las mezclan aún con resabios del viejo paganismo. Los montalioneses «pecan en las dos orillas» de un mundo sin recipientes herméticos ni estandarizaciones cerradas y no hay cátaros ni católicos puros, sino un magma equívoco sólo inteligible —y he ahí el valor de la microhistoria— cuando se desciende al nivel de lo individual, donde sucede por ejemplo que al mismo labriego que blasfema al modo cátaro contra la Marieta calificándola como el «tonel de carne donde se bosquejó Jesucristo», nada le impedirá, en otro momento dado, acudir a prestar rendida devotería a la, a pesar a todo, muy venerada Virgen de Montaillou. De tomarle el pulso se trata a esa deslizadiza complejidad: la de una frontera lo mismo espacial que temporal y en la que la lengua occitana es aún «como una marejada venida de las profundidades, que recubre superficialmente, sin enmascararla, la espuma del latín de los escribas», siendo además que «los hombres de Montaillou, y especialmente los pastores, tienen el sentimiento vivo de un continuum occitano-catalán. Pasar de Tarascon y Ax-les-Thermes a Puigcerdá y a San Mateo no les plantea apenas problemas de comprensión. Lingüísticamente, hay pocos Pirineos».

Nos habla también el Montaillou de curas abiertamente concubinarios, de homosexualidades semiaceptadas o de cómo un vistazo atento a la vida montalionesa revela lo equivocado de cierta idea según la cual nuestro amor por la infancia es una pasión reciente en la historia; una innovación moderna con respecto a la sequedad o frialdad hacia la infancia presuntamente típicas de un mundo para el que «el niño, como en las miniaturas othonianas, no era más que un hombrecito reducido». A Le Roy, lo espigado de los informes minuciosos del inquisidor Fournier le permite constatar el error de esas teorías estrechamente basadas en un puñado de documentos escritos por y sobre las clases altas, que ponían sistemáticamente su progenitura en manos de nodrizas y tampoco estaban motivadas «por las necesidades económicas de la domus campesina, ávida de brazos jóvenes, y por lo tanto afectuosa con los hijos». Advierte Le Roy a una historiografía ciega a la precaución con respecto a esos sesgos que «el universo de los sentimientos íntimos, tejidos de madre a bebé o de padre a niño es suficiente misterioso, está situado casi siempre lo bastante al margen de la escritura como para que no aceptemos sino a beneficio de inventario los pocos textos y la colección de imágenes que proclaman la cuasifrialdad de tales sentimientos en los tiempos pasados». Y de ese modo, confiere a su libro un interés que no radica sólo en lo que narra, sino también en lo que defiende; en el surco que abre para una nueva historia que corrija desatenciones pasadas y se comprometa con los de abajo haciéndolo verdaderamente, sin embutirlos en la angostura de una etiqueta colectiva o una estadística; que escriba una historia de los seres humanos en lugar de una de la humanidad.

La lección así impartida mantiene hoy su vigencia de otro modo, y de ahí que su reedición por Taurus sea muy de celebrar. Es distinto este tiempo que incurre en la estolidez opuesta; que desgaja al individuo de todo lazo de colectividad y le niega la capacidad de explicar un mundo más grande que él. Tampoco quiso eso el Montaillou. La aldea que le da título no flota en su relato en el éter de los electrones libres, sino que, singular y corriente a un tiempo, imbrica su excepción y su norma en el universo extenso de la Europa Occidental posterior a las cruzadas y anterior a la peste negra y las guerras de religión. El libro también nos habla de peregrinaciones a Compostela, trashumancias pastoriles a Cataluña y Valencia que posibilitaban el contacto y el intercambio con el mundo musulmán o milenarismos y prédicas diversos llegados desde el otro confín del continente.

Ejemplar también en ello, el Montaillou cautiva además con su atractivo estilístico: Le Roy Ladurie formó parte todavía de una periclitada tradición de historiadores que entendían que el medio media; que el pulimentado estilístico y el primor literario eran también parte indispensable de su labor. Y eso es también una lección, agostada como está hoy por lo que Ortega llamara «la barbarie del especialismo» esa preocupación. Aún se quería entonces que los historiadores tuvieran algo de literatos. En este caso, y sirva ello de muestra y de colofón, estamos ante un texto que termina así:

Jacques Fournier, el obispo inquisidor, se encargó, como sabemos, de poner orden en todo esto. Actualmente el catarismo ya no es más que un astro muerto, cuya luz fascinante y fría vuelve a llegarnos tras medio milenio de ocultación. Pero Montaillou, odiosamente oprimido por el concienzudo policía en 1320, es también mucho más y mejor que un desvío pasajero y valeroso. Montaillou es lo que le aconteció a aquel pueblo modesto, es el pálpito de la vida, restituida por un texto ejemplar y represivo que constituye uno de los monumentos en lengua latina de la literatura occitana. Montaillou es el amor de Pierre y de Béatrice, y es el rebaño de Pierre Maury. Montaillou es el calor carnal del ostal, y la promesa cíclica de un más allá campesino. Lo uno en lo otro. Lo uno llevando en su seno a lo otro.


Montaillou, aldea occitana, de 1294 a 1324
Emmanuel Le Roy Ladurie
Taurus, 2019
23,90€
656 páginas


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’. Está próximo a publicarse el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

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