¿Tiene porvenir el Estado social de justicia en Europa?
/por Manuel Sanchis i Marco/
[Reproducción de una conferencia impartida en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de València el 22 de octubre de 2018].
El papel del Estado
Tres de ellos […] fueron a Rouen cuando el difunto rey Carlos IX se encontraba allí. El rey les habló durante un buen rato; les mostraron nuestras maneras, nuestra pompa, la forma de una ciudad hermosa. Tras esto, alguien les pidió su opinión y quiso saber de ellos qué les había parecido más admirable […] Dijeron que les parecía, en primer lugar, muy extraño que tantos hombres mayores, barbudos, fuertes y armados como había alrededor del rey —es verosímil que se refirieran a los suizos de su guardia— se sometieran a la obediencia de un niño, y que no se eligiera más bien a uno de ellos para mandar; en segundo lugar, que habían observado que, entre nosotros, había hombres llenos y ahítos de toda suerte de bienes, mientras que sus mitades —tienen una manera de hablar por la que llaman a los hombres mitades unos de otros— mendigaban a sus puertas, demacrados por el hambre y la pobreza; y les parecía extraño que esas mitades necesitadas pudieran soportar una injusticia así sin coger a los otros por el cuello o prender fuego a sus casas (Montaigne, 2007: 292-293).
Quien esto escribe es Montaigne, capítulo 30 sobre «Los caníbales» en Los ensayos. Estamos en 1595, y si lo cito ahora es para dejar bien claro desde el principio que Estado social de justicia no tiene que ver con la mayor o menor riqueza o bienestar de un país. No es función del nivel de renta, sino de la mayor o menor justicia con que se reparten los bienes antes y después del proceso de producción. En este reparto la función del Estado es determinante. A partir de 1870, el Estado-nación triunfó en todas partes, y se convirtió en un Estado social de derecho mediante un pacto tácito entre Bismarck y fuerzas sindicales y socialdemócratas. En 1942, tomó la forma de Estado de bienestar tras la publicación del Informe Beveridge, que establecía el seguro social como su piedra sillar.
El periodo 1948-1973 marcó la edad de oro del Estado de bienestar, tal y como lo conocemos en Europa. La productividad creció vigorosamente en las principales economías, y el crecimiento resultante se produjo con pirámides de población de amplia base. El empleo fijo a tiempo completo para el varón ganapán con estructuras familiares tradicionales era la norma. Aquellas condiciones económicas, demográficas, laborales y sociales crearon la ilusión de que no existían restricciones presupuestarias en el Estado de bienestar, y ello degeneró en un megaestado, en un Estado fiscal y, por último, en el Estado electorero que compra votos a cambio de gasto público improductivo. Se pervertía así la función original del Estado como protector de la sociedad civil, a la que ha terminado entonteciendo. En el Estado fiscal el ciudadano sólo puede retener de su propiedad lo que el recaudador de impuestos le consienta: «[c]omo señaló Schumpeter (1883-1950) en su ensayo Der Steuerstaat (El Estado Fiscal), publicado en 1918, el megaestado afirma que los individuos tienen sólo lo que el Estado, expresa o tácitamente, les permite conservar» (Drucker, 1993: 125).
Sin embargo, el Estado de bienestar es incapaz de encarnar en la realidad social los valores éticos de la modernidad como son la igualdad y la libertad. Es incapaz de asegurar la igual libertad para todos. En cuanto a la igualdad porque, muy a menudo, la intervención del Estado en la economía constituye un freno para la productividad, clave para lograr una sociedad más igualitaria. Y, en cuanto a la libertad, porque a través de la presunta institucionalización de la solidaridad, el megaestado traspasa la barrera de la libertad negativa referida a la independencia individual, y la frontera de la libertad positiva relativa a la autonomía personal.
Con la excusa de lograr el mayor bienestar para el mayor número, y alegando motivos de solidaridad, el megaestado, el Estado electorero, asume una actitud paternalista, propia del despotismo ilustrado, y tutela al ciudadano imponiéndole medidas contra su voluntad para evitarle daños o procurarle bienes. Ello es debido a que descansa en la convicción de que el ciudadano es un incompetente básico en cualquier materia, es heterónomo, y, por lo tanto, incapaz de cualquier decisión autónoma, lo que ha dado como resultado un ciudadano dependiente, pasivo, apático e idiotizado.
En ese Estado electorero de actitud paternalista y custodio del ciudadano, la elaboración de los presupuestos empieza en los gastos, no en los ingresos. Lo que constituye una perversión moral, conlleva indisciplina fiscal en la clase política y, en último término, aboca al nacional-populismo. En efecto, como señala Drucker: «[l]o que el gobierno gasta se convierte en el medio para que los políticos ganen votos. El argumento más fuerte contra el Ancien Régime, la monarquía absoluta del siglo XVIII, era que el rey utilizaba el erario público para enriquecer a sus cortesanos favoritos. La responsabilidad fiscal […] fue establecida para hacer que el gobierno fuera responsable y para impedir que los cortesanos saquearan la hacienda pública. En el Estado fiscal ese saqueo lo hacen los políticos para asegurar su propia elección» (Drucker, 1993: 136).
Esto contribuye a que el papel del político consista en desviar grandes sumas de dinero a favor diversos grupos de presión y alimente de subsidios a sectores sin futuro. En Europa, los partidos políticos se han alimentado electoralmente de esa cultura del capitalismo asistencialista que padecemos. Lo que ayuda a comprender por qué los populismos buscan capturar votos de la base electoral de ese capitalismo asistencialista. No tenemos más que ver el resultado de las elecciones en Polonia a mediados de octubre de 2018, donde el partido Ley y Justicia del ultraconservador Kaczyński se impuso a la Plataforma Cívica gracias a las ayudas sociales y a la bonanza económica.
Los partidos políticos y la sociedad civil
Al burocratizarse, los partidos políticos, cuyo fin último es su supervivencia en tanto que organizaciones, se han convertido en prolongaciones del aparato institucional de los Estados. Esto explica que ante las presiones sociales sólo sean reactivos y no proactivos, y que se muevan a remolque de la realidad hasta verse desbordados por ella. La nomenclatura de los partidos asciende por capilaridad ocupando los puestos clave en la estructura de poder, donde se instala una feliz aurea mediocritas: el mejor caldo de cultivo para el nacional-populismo, el chalaneo y la corrupción de las élites (Sanchis, 2018: 438). Esta situación no es nueva: Max Weber ya nos alertó de que los asuntos políticos quedaban en manos de profesionales a tiempo completo que se mantenían fuera del Parlamento y que unas veces eran empresarios y otras funcionarios a sueldo fijo. En su libro La extraña pareja (2015b), Carles Ramió nos describe el entramado de intereses cruzados entre políticos y funcionarios en España que alimentan la corrupción.
En 1789 fueron los sans culottes y la burguesía los que se unieron para hacer triunfar la Revolución francesa. Esta vez han sido los olvidados del campo frente a la ciudad, los chalecos amarillos en Francia y la España vaciada aquí, las clases medias, profesionales, funcionarios de cierto nivel, los que ven a los nacional-populistas como un revulsivo contra la política tradicional. Este es motivo por el que los poderes públicos deberían recordar que es la sociedad civil, no los partidos, la encargada de transformar la realidad. Jürgen Habermas nos lo recuerda cuando afirma que, mediante el poder comunicativo ejercido a modo de asedio, la sociedad civil puede hostigar al sistema político, como el que embiste con ímpetu y ardimiento una fortaleza, pero sin ánimo de conquistarla:
El poder comunicativo es ejercido a modo de un asedio. Influye sobre las premisas de los procesos de deliberación y decisión del sistema político, pero sin intención de asaltarlo, y ello con el fin de hacer valer sus imperativos con el único lenguaje que la fortaleza asediada entiende: el poder comunicativo administra el acervo de razones, a las que, ciertamente, el poder administrativo recurrirá (y tratará) en términos instrumentales, pero sin poder ignorarlas, estando estructurado como está en términos jurídicos (2010: 612).
Los Estados pueden diseñar un marco jurídico en el que los ciudadanos puedan hacer uso de su libertad y solidaridad, si así lo desean, pero no pueden imponerlo ni institucionalizarlo porque no cae en el ámbito de sus competencias. Sólo la sociedad civil puede ser solidaria y cooperar con el Estado social de derecho, cuya mi misión consiste en poner en práctica los derechos de primera y segunda generación, es decir, libertades fundamentales civiles, políticas, económicas, sociales y culturales. Si, además, queremos construir el Estado social de justicia, es un deber intransferible, que el Estado cubra ciertas necesidades mínimas, que asegure unos mínimos de justicia que constituyen una exigencia ética irrenunciable, como subraya Adela Cortina (1994).
Esto plantea varios problemas. Primero, cómo establecer la cooperación Estado-sociedad civil; después, cómo financiar las políticas de protección social, mediante una financiación justa, tanto personal como territorial, con impuestos y cotizaciones sociales, y con las restricciones a las que obliga la solidaridad intergeneracional; y, por último, cómo hacer frente a la competencia transnacional en costes labores y en protección social. Por eso, si queremos construir el Estado social de justicia es difícil, nos advierte Adela Cortina (1994), establecer mínimos de justicia, mínimos de decencia irrenunciables en los estándares de acción y de protección del Estado hacia sus ciudadanos. A pesar de ello, esta preocupación por los mínimos de decencia explica que la OIT defienda el concepto de trabajo digno, que la Comisión Europea propugne el trabajo de calidad, o que me incline por la noción de mercado de trabajo justo. Estos tres conceptos están asociados a la noción de justicia que promueve la protección de derechos básicos y un mínimo decente, con independencia del nivel de renta.
Kant afirma que la justicia es un ideal de la razón, mientras que la felicidad es un ideal de la imaginación, es decir, un sentimiento psicológico individual e indeterminado que nadie es capaz de decir en qué consiste. Ello se debe a que
todos los elementos que pertenecen al concepto de la felicidad son empíricos; es decir, tienen que derivarse de la experiencia, y que, sin embargo, para la idea de la felicidad se exige un todo absoluto, un máximum de bienestar en mi estado actual y en todo estado futuro. Ahora bien; es imposible que un ente, el más perspicaz posible y al mismo tiempo el más poderoso, si es finito, se haga un concepto determinado de lo que propiamente quiere en este punto […] Así pues, para ser feliz, no cabe obrar por principios determinados, sino sólo por principios empíricos […] De donde resulta que los imperativos de la sagacidad, hablando exactamente, no pueden mandar […] hay que considerarlos más bien como consejos (consilia) que como mandatos (praecepta) […] Por eso no es posible con respecto a ella un imperativo que mande en sentido estricto realizar lo que nos haga felices; porque la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación, que descansa en meros fundamentos empíricos (Kant, 2003: 52-54).
El Estado de bienestar, sin embargo, confunde la satisfacción de deseos psicológicos de felicidad y bienestar expresados bajo el lema utilitarista de la mayor felicidad para el mayor número con la exigencia moral de tener cubiertas las necesidades mínimas e irrenunciables propias del Estado social de justicia y asociadas a la dignidad de la persona. Estas exigencias irrenunciables de justicia no pueden quedar sólo en manos privadas, sino que reclaman una nueva forma de Estado, un Estado social de justicia que establezca nuevas relaciones con la sociedad civil; satisfaga las exigencias de la noción de ciudadanía social: derechos básicos de primera y segunda generación; y fortalezca el autorrespeto de los ciudadanos al proporcionales un status social que evite el estigma que nace más de la privación real de oportunidades que de las desigualdades.
Todo esto no tiene por qué conducir necesariamente al igualitarismo, porque el autorrespeto y la justicia no pueden ser comprados con dinero mediante compensación económica. Ello es debido a que las virtudes tienen valor y no precio, y, por lo tanto, no pueden ser hechas equivalentes a cualquier otro bien económico. Por eso es tan importante que las condiciones iniciales de la vida de los ciudadanos no sean el resultado de factores que escapan a su control, como son las dotaciones materiales y culturales que se reciben de cada familia, o la mala fortuna de sufrir accidentes inesperados en la vida. Por eso, y también porque la desigualdad sólo es admisible si descansa sobre el bien común, y si existe en interés de todos y, en particular, de los más desfavorecidos.

Obstáculos a los que se enfrentan los Estados
Una de las funciones que desarrolla el Estado se refiere a la búsqueda de la equidad mediante políticas de redistribución de la renta, de protección social y de lucha contra la exclusión social y la pobreza. ¿Alguien sabe que en España hay un NAP/Inclusión, un Plan Nacional de Acción contra la exclusión social y la pobreza? Los promueve la Comisión Europea, pero no interesan a nadie. Sin embargo, estas políticas no pueden admitirse como políticas a posteriori, porque equivaldría a asimilarlas a un coche escoba que va reparando los destrozos que previamente han provocado otras políticas públicas.
Contrariamente a lo que prescribía la fábula de las abejas de Mandeville, la sociedad capitalista ha fracasado al transformar egoísmo y codicia en eficiencia y riqueza para todos. «Enrechisez-vous!», clamaban los ilustrados franceses cuando el capitalismo burgués empezaba a crear riqueza. Los capitalistas han aplicado el viejo principio de maximización de beneficios, ampliamente aceptado en democracias liberales, pero también en dictaduras de derechas y de izquierdas. Pero ¿se puede hacer responsable al capitalismo de las funestas consecuencias de la incompetencia y debilidad de la sociedad política en la que funciona, y que se rige por los principios políticos de la democracia liberal? La política pretende no hacerse cargo de los desaguisados del capitalismo, pero, ¿no son los políticos quienes renuncian a su poder coercitivo para legislar de forma democrática una distribución equitativa de bienes primarios entre ciudadanos iguales en derechos? Recordemos la advertencia de Habermas: «La política se ridiculiza a sí misma cuando se pone a moralizar en lugar de apoyarse en el derecho coercitivo del legislador democrático. Ella, y no el capitalismo, es la responsable de que las cosas se orienten hacia el bien común» (2012: 95).
Necesitamos, pues, reorientar el actual sistema hacia la economía del bien común que haga posible una actividad económica legitimada donde el Estado, en colaboración con las empresas y otros agentes de la sociedad civil, suprima todos los obstáculos para el ejercicio pleno de la libertad por parte del ciudadano; donde la acción del Estado esté guiada por criterios y valores que permitan al ciudadano llevar un tipo de vida que tenga buenas razones para valorar y donde el ciudadano no tenga que entregar su dignidad a cambio de una vida subsidiada y mendicante de la protección social del Estado. En el invierno de 2004, me daba vergüenza ver a los minimexés (personas que se benefician del minimex, renta mínima de inserción) del barrio de Les Marolles en Bruselas, cuando iban a comprar al supermercado de la esquina con chanclas, sin calcetines, y con chándal y el batín de casa, a diez grados bajo cero…
Un primer obstáculo al que se enfrentan los Estados lo constituye la globalización y el nacional- populismo porque desborda las lindes de demarcación del Estado-nación en sectores estratégicos como el tecnológico o el digital y en ámbitos como el ahorro y la imposición fiscal. Al reducir la base imponible de los impuestos de sociedades, personas físicas y rendimientos del capital, socava su capacidad financiera y provisoria, lo aboca al dumping legislativo frente a otros Estados y alimenta el nacional-populismo. La globalización ha sido, en gran medida, la responsable de la crisis de deuda soberana. Ambas han dejado al descubierto que las restricciones financieras sólo son legítimas cuando las avalan los parlamentos nacionales y que los Estados no las pueden ignorar por más tiempo. Estas restricciones no nacieron de imposiciones caprichosas de Bruselas sino de compromisos políticos plasmados en tratados internacionales solemnemente firmados, eso sí, por jefes de Gobierno que se comprometieron a una consolidación fiscal que garantizase la estabilidad de la eurozona y protegiese los derechos de los ciudadanos de hoy y mañana.
Antes, la capacidad de gasto y endeudamiento de los Estados era casi ilimitada. Para hacer el trabajo sucio, siempre cabía el recurso a la inflación, las devaluaciones e incluso al repudio de la deuda. Los pagos debidos se posponían o se transferían a los ciudadanos no nacidos a un coste mayor. Ahora, la libre circulación de capitales impone respetar la restricción presupuestaria y mantener el Estado social de derecho que cada país se pueda costear, si quiere proteger a las generaciones futuras. Afrontar ajustes, como hacen algunos líderes europeos, no implica renunciar al Estado de bienestar, menos aún al Estado social de justicia. Pero ha cuarteado el consenso racional propugnado por Apel y Habermas, y ha alimentado la desafección del ciudadano hacia el Estado y los partidos.
Muchos de estos desafíos requieren soluciones europeas. En estos momentos se ha aprobado: (i) un seguro de desempleo europeo; (ii) un presupuesto común para la eurozona; (iii) la mal llamada tasa Tobin sobre transacciones financieras; y, (iv) la tasa Google de la OCDE que, aunque esté pendiente de concreción, asigna el pago del impuesto de sociedades de los grandes conglomerados empresariales allí donde se consuma el bien o servicio. También sería bueno aplicar políticas fiscales y sociales de alcance europeo que impidan que las rentas del trabajo y del capital se desplacen de un país a otro en función de la distinta presión impositiva. Es un escándalo que las rentas del capital apenas estén gravadas y que la mayor parte de la carga fiscal de cualquier país recaiga en las rentas del trabajo. En España, por ejemplo, el tipo de gravamen que pagan los dividendos es la mitad del que pagan las rentas del trabajo.
Necesitamos un nuevo consenso racional para Europa que avance hacia el Estado de social de justicia, pero también el funcionamiento pleno de las democracias europeas, y de esa comunidad política inhabitual que llamamos Europa. La democracia no es sólo una técnica de gobierno, es también una forma de vida entre ciudadanos que reivindican el derecho a participar en un debate informado; y, el derecho a deliberar sobre las exigencias de justicia que cualquier poder está obligado a cumplir, si quiere tener legitimidad. Contra todo esto se revuelven los populismos. La falsa fachada de los nacional-populismos consiste precisamente en eso, en organizar votaciones cada cierto tiempo. Cuando estos autócratas saben perfectamente que votar más no significa ser más democrático, pues el momento democrático no se condensa en la votación sino en la deliberación previa. Eso explica su aversión hacia la prensa libre, las instituciones libres, los ciudadanos libres. Un segundo obstáculo es la parasitación del Estado por intereses privados. La extracción de rentas públicas por parte de intereses privados obliga a actuar a la sociedad civil y a la razón pública. Un último obstáculo es la crisis del modelo energético que podría provocar la congelación del Estado social de derecho.
¿Tiene porvenir el Estado social de justicia en Europa?
Hemos visto que lo realmente importante en un Estado social de justicia no tiene que ver con la postdistribución de rentas, ni con la generosidad del Estado, sino con el carácter irrenunciable de la provisión de bienes sociales primarios. Que no son otra cosa más que recursos o condiciones materiales que constituyen el criterio de justicia que hace posible la igual libertad real para todos, aquella que permite desarrollar nuestras capacidades y funcionamientos, satisfacer nuestras necesidades básicas y defender los derechos humanos. Sin embargo, la existencia de recursos muy desiguales entre ciudadanos corrompe la idea de que las instituciones sociales sean justas. De ahí que sea importante que las condiciones iniciales de partida de los individuos no sean el resultado de factores que escapan a su control y dependan del azar, y que el igualitarismo de recursos afiance la igual libertad real para todos y el respeto mutuo.
Más que primar el reparto de rentas desde los más ricos hacia los más desfavorecidos hay que promover el acceso libre e igual para todos a los derechos del ciudadano, y suprimir barreras de acceso a los servicios públicos. Mediante la financiación de las inversiones necesarias para suprimir barreras, el Estado garantiza la igualdad real de oportunidades en el acceso a la salud pública, a las pensiones, y otros esquemas de protección social y al empleo. La ausencia de guarderías y de servicios de cuidados de larga duración, ¿no supone una barrera de acceso al empleo principalmente para las mujeres, que son quienes hoy por hoy suelen ocuparse de estas necesidades familiares, por desgracia, de forma mayoritaria?
¿Qué orientaciones políticas mínimas necesitamos para construir un Estado social de justicia? En primer lugar, priorizar el gasto, y distribuir equitativamente su financiación; y después, vincular unas reformas con otras para que promuevan el aumentos de la tasa de empleo, dado que la productividad tiende a la baja y la demografía es desfavorable. Esto requiere crecimientos salariales alineados con la productividad, mayor flexiguridad de los mercados de trabajo, y reducción de la cuña salarial que estimule el empleo y el número de los contribuyentes a la seguridad social; y, por último, reformas fiscales que reorienten la carga impositiva hacia las grandes corporaciones y conglomerados financieros nacionales e internacionales.
A pesar de políticas redistributivas muy potentes, como las de educación, el bienestar material ha crecido en las sociedades capitalistas a la par con las desigualdades. Esto invita a poner el acento en las políticas pre-distributivas que privilegian las ideas de igualación, proporcionalidad y compensación. Un primer nivel del enfoque pre-distributivo se centra en hacer efectivos los derechos ciudadanos. Dar poder a los ciudadanos mediante la supresión de barreras de acceso a bienes sociales primarios, a recursos, etcétera. Un segundo nivel se circunscribe a las dotaciones originales de recursos (riqueza), al acceso a la propiedad, y a la noción de democracia de propietarios.
John Rawls defiende la democracia de propietarios y la entiende como una estructura institucional sobre la que se aplican políticas orientadas a dispersar el capital y la riqueza entre ciudadanos; dirigidas a bloquear la transferencia, mediante la herencia u otros medios, de ventajas económicas y sociales entre generaciones, lo que nos asegura que una parte reducida de la sociedad no controle la economía, y a evitar que la política democrática sea parasitada por la riqueza de las grandes corporaciones. Asimismo, prefiere las políticas predistributivas porque desconfía de la capacidad correctora de desigualdades de las políticas postdistributivas. En su opinión, garantizar desde el principio, el valor equitativo de la igual libertad para todos contribuye a que el ciudadano no pierda progresivamente riqueza económica, ni se deteriore su status social, con la consiguiente dominación social implícita.
La democracia de propietarios distribuye desde el origen los recursos nacionales, y cualquier ciudadano cuenta ab initio, por el mero hecho de serlo, con una cuota-parte de la riqueza, recursos o patrimonio nacionales. Este tipo de pre-distribución difiere de la RBU, mediante la cual Estado garantiza un ingreso recurrente al ciudadano y que Van Parijs ha estimado en 200 euros mensuales. En mi opinión, es de dudosa viabilidad financiera y, además me parece injusta porque atribuye una igual cuantía para todos con independencia del nivel de riqueza individual.
Los países que plantean políticas pre-distributivas de rentas barajan un capital inicial de unos 80.000 euros, pero sus resultados no son concluyentes. Las experiencias de Alaska y Noruega no son muy convincentes. En Alaska, los recursos petrolíferos no son renovables y, en Noruega, las ganancias del fondo soberano siempre pueden convertirse en pérdidas. Mi propuesta no consiste en distribuir rentas, siempre inseguras y sujetas a restricciones presupuestarias, sino recursos naturales. En el caso de España, la propuesta más evidente consistiría en explotar el sol financiando en todo, o en parte, la instalación de paneles solares. Ello ayudaría a reducir las emisiones de CO2 y a cumplir los compromisos de Kioto. Además, la energía solar es un bien no- rival y no-excluible, y, por lo tanto, permite obtener rendimientos crecientes con su uso: cuantas más personas la exploten, mayores serán las ganancias.
Otra posibilidad consistiría en que el Estado financiase o subvencionase la compra de robots, u otros artilugios de inteligencia artificial, de forma proporcional al nivel de ingresos del ciudadano, el cual se apropiaría de los incrementos de productividad resultantes. Esto sería muy apropiado para los trabajadores de bajos ingresos, que son quienes más temen la robotización, la inteligencia artificial, y la globalización, pues son los más desprotegidos ante este tipo de cambio tecnológico. Tanto el ahorro resultante del menor gasto energético como la apropiación de la productividad de los robots aumentarían la renta disponible de los ciudadanos. Ello les ayudaría a alcanzar un umbral mínimo de justicia y elegir con sus propios recursos un proyecto de vida personal. Más allá de estas ideas generales, la plasmación práctica y el diseño concreto quedaría reservado a los expertos.
Globalización vs. nacional-populismos
El futuro apunta hacia un Estado social de derecho menos burocratizado, con prioridades mejor definidas, donde prime la eficiencia en la provisión de servicios y la gestión de recursos, no necesariamente pública, aunque ello pueda dañar intereses corporativistas. También es de desear que esté menos orientado hacia el bienestar y más hacia la justicia. La principal dificultad para llevar adelante estas y otras reformas reside, parafraseando a Jean-Claude Juncker, en que sabemos lo que tenemos que hacer para favorecer la justicia social y la igualdad real de oportunidades, para maximizar nuestro potencial productivo futuro, y para combatir la exclusión social y reducir la pobreza, pero no sabemos cómo proponerlo a nuestras sociedades sin que las élites dirigentes de los partidos políticos que lo preconicen pierdan las elecciones y resurja con fuerza el nacional-populismo.
Por otro lado, en la medida en que tanto los ganadores como los perdedores de la globalización conviven en un mismo mundo moral, no es de extrañar que las élites, que son globalmente móviles, se enfrenten a un aluvión de peticiones de justificación por parte de los que han quedado atrás, abandonados a su suerte. Ni tampoco que el anhelo criminal de exterminio siga vivo y coleando en un mundo globalizado. Posiblemente, ello se deba a que es más sencillo vivir sólo con aquellos con los que estamos de acuerdo, y creer que la verdadera tarea es deshacerse de los infieles que se interponen en el camino hacia el paraíso, como nos advierte Michel Ignatieff (2018: 259). Además, la avalancha de inmigrantes y refugiados tiene su correlato en la reacción ultranacionalista y populista. ¿Son los populismos y nacionalismos rampantes hijos del miedo occidental al bárbaro, como opina Todorov? Esta barbarie nace del resentimiento que anida en aquellos países que sienten la humillación, real o imaginaria, de la miseria que padecen y de la que hacen responsable a Occidente (Todorov, 2008: 16). Aunque también podría deberse a la crisis de las grandes narrativas laicas. La fe en el progreso técnico, la democracia liberal y los derechos humanos, han dejado de dar sentido a la vida pública y han inundado el espacio público con narrativas alternativas como las del nacional-populismo de izquierdas y de derechas. Hoy en día, los antiguos relatos laicos son de poca ayuda para los desposeídos, incluso las élites cosmopolitas, que antes confiaban en la superioridad moral de la democracia liberal, ahora cuestionan la fe en ella, en la tecnología, y en la racionalidad científica (Ignatieff, 2018: 256-257).
Entonces, ¿por qué tienen tan buena acogida los mensajes de los neoliberales, de la izquierda revolucionaria, y de los populismos de izquierda y derecha? En mi opinión, la emergencia de las democracias iliberales se debe a todo lo anterior, que se resume en el descrédito de la política porque «[l]as democracias mueren cuando la gente deja de creer que el voto importa. La cuestión no es si se celebran elecciones, sino si son libres y limpias. En ese caso, la democracia produce una sensación del tiempo, una expectativa de futuro que tranquiliza el presente. El significado de cada elección democrática es la promesa de la siguiente» (Snyder, 2018: 239). A mi juicio, también se debe a la crisis del ideario socialdemócrata de gobiernos conservadores y progresistas, pues ambos han mantenido el Estado de bienestar como factor de redistribución e igualdad. Y, quizás también, se deba al hiato que existe entre el Estado de bienestar y el Estado social de justicia explique asimismo por qué la antiglobalización moviliza, tanto a fuerzas de izquierda contrarias a la destrucción medioambiental y a la desigualdad distributiva del capitalismo global, como a fuerzas de derecha que creen que el capitalismo destruye las tradiciones, la soberanía y la identidad nacional.
Sea como fuere, entre las personas que defienden su identidad el descontento es estructural y refuerza los nacionalismos que claman por la Europa de las naciones. De manera que, el conjunto de logros materiales, fruto de la cooperación económica entre los Estados-nación europeos no ha sido ni será suficiente. Si el cosmopolitismo ha ejercido de contrapeso a la globalización, ahora le toca al europeísmo frenar la violencia nacionalista larvada en muchos Estados europeos. Ello se debe a que el europeísmo es lo opuesto al nacionalismo, en palabras de Brugmans, primer rector del Colegio de Europa a quien tuve el privilegio de conocer personalmente: «la idea europea, tal y como entendemos este término, se opone directamente al nacionalismo […] Considerar Europa entera como un understandable field of study, según la excelente expresión de Toynbee, es una cosa –analizar la aspiración hacia una unión del continente, es otra» (1970: 13). Por su parte, y desde una perspectiva psicoanalítica, Elisabeth Roudinesco también nos alerta sobre los nacionalismos: «[n]unca se insistirá demasiado en lo incompatible que es el psicoanálisis con el nacionalismo, y hasta qué punto el nacionalismo lleva siempre a la guerra» (2018: 196). Será, pues, necesario reorientar los Estados hacia la justicia para conquistar la paz, domesticar la violencia de los Estados mediante el derecho comunitario, despojarlos de su carácter autoritario, y orientarlos hacia su pacificación.
Termino con una cita Stefan Zweig:
Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea (2012: 13).
Bibliografía
Brugmans, H. (1970): L’idée européenne 1920-1970, Brujas (Bélgica): De Tempel.
Cortina, A. (1994): «Del Estado de bienestar al Estado de justicia», Claves de Razón Práctica, nº. 41, pp. 12-21.
Drucker, P. F. (1993): La sociedad postcapitalista, Barcelona: Apóstrofe.
Habermas, J. (2010): Facticidad y validez, Madrid: Trotta.
– (2012): La constitución de Europa, Madrid: Trotta.
Ignatieff, M. (2018): Las virtudes cotidianas, Madrid: Taurus.
Kant, I. (2003): Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid: Encuentro.
Montaigne, M. de (2007): Los ensayos, Barcelona: Acantilado.
Ramió, C. (2015): La extraña pareja: la procelosa relación entre políticos y funcionarios, Madrid: Los Libros de la Catarata.
Roudinesco, É. (2018): Diccionario amoroso del psicoanálisis, Barcelona: Debate.
Sanchis, M. (2018): «La justicia en economía: racionalidad económica y criterios de demarcación del estado social de justicia» [tesis doctoral], Universidad de Valencia.
Snyder, T. (2018): El camino hacia la no libertad, Barcelona, Galaxia Gutenberg.
Todorov, T. (2008): El miedo a los bárbaros: más allá del choque de civilizaciones, Barcelona: Galaxia Gutenberg.
Zweig, S. (2012): El mundo de ayer: memorias de un europeo, Barcelona: Acantilado.
Manuel Sanchis i Marco (Valencia, 1955) es profesor titular de economía aplicada de la Universidad de Valencia desde 1986. Doctor en ciencias económicas por la misma institución, es asimismo licenciado y doctor en filosofía y máster en ética y democracia. Ha trabajado en la Universiteit Antwerpen, la Osaka Junior Chamber, la Brookings Institution de Washington DC, la Maastricht University, el European Institute of Public Administration y el Cañada Blanch Center de la London School of Economics. Entre 1986 y 2005, fue economista de la Comisión Europea, donde desarrolló su actividad profesional en la Dirección General de Asuntos Económicos y Financieros (DG ECFIN) y en la Dirección General de Empleo y Asuntos Sociales (DG EMPL). Ha sido miembro del EAG for Socio-economic Sciences and Humanities del VIIº Programa Marco de la Unión Europea (2007-2013) y lo es del consejo editorial de Theoretical Economics Letters. Es asimismo autor de libros y artículos en revistas profesionales. Entre sus últimos trabajos destacan El fracaso de las élites: lecciones y escarmientos de la Gran Crisis (Pasado & Presente, 2014); The economics of the Monetary Union and the Eurozone crisis (Springer, 2013) y Falacias, dilemas y paradojas: la economía de España (1980-2010) (Publicaciones de la Universidad de Valencia, 2011). Es columnista habitual en El País, ha publicado numerosos artículos en prensa y revistas especializadas, y es solicitado en entrevistas para la radio y la televisión españolas y extranjeras.
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