Quizá se hayan encontrado con las dos Marías si alguna vez han ido a Compostela, y puede que hasta prestasen cierta atención a las vestimentas coloridas y el porte taciturno con los que reciben a los paseantes que se adentran en las frondosidades de la Alameda. A mí me contaron su historia triste hace unos días, durante un viaje breve y benéfico a esa ciudad en la que parecen confluir todos los tiempos, y tiene su argumento una sutil consistencia metafórica que lo hace digno de permanecer en el recuerdo, porque los estigmas del pasado son llagas abiertas en nuestro presente y porque la gran Historia que con arrogante mayúscula se escribe en los manuales precisa, para ser comprendida cabalmente, del pulso cotidiano de las historias pequeñas y minúsculas que conformaron aquélla o que, simplemente, se limitaron a sufrirla. Es ésta una historia que arranca con una paradoja, porque las dos Marías no se llamaban María ni fueron dos, al menos al principio. En la alborotada década de 1930, con la República recién instaurada y las calles de Santiago bullendo de actividad, era habitual encontrar por el casco viejo a tres hermanas de la familia Fandiño —Maruxa, Coralia y Sarita— que destacaban entre las multitudes por su frescura y su juventud y su belleza. Los republicanos las llamaban Libertad, Igualdad y Fraternidad. Los nostálgicos del viejo orden se referían a ellas como Fe, Esperanza y Caridad. Debía de haber tanta admiración en los primeros como retintín en los segundos, porque las tres mujeres venían de una estirpe comprometida: hijas de un zapatero y una costurera, formaban parte de una prole de once vástagos, tres de cuyos miembros varones se convirtieron pronto en miembros destacados de la CNT.
Llegó la Guerra Civil y, con ella, el final de todo. Uno de los hermanos anarquistas fue asesinado y los otros dos consiguieron escabullirse. En ese preciso instante comenzaron los tormentos. Los falangistas quisieron usar a la familia para dar con los fugados, y visitaban la casa de los Fandiño a altas horas de la noche para registrar el domicilio y destrozar todo lo que pudiesen. A las hermanas las sacaban de sus camas, las desnudaban en la vía pública y las llevaban luego al monte Pedroso, donde según dicen las torturaron y violaron varias veces. Pronto pasaron a ser dos, porque Sarita murió muy joven. Terminaron apresando a sus hermanos y la presión sobre la familia se aflojó, pero aun así tuvieron que aprender a sobrevivir, con poco más de veinte años, en una Compostela que fingía ignorarlas. Estaban tan significadas que nadie quería hacer encargos a su taller de costura, y la miseria y el hambre y la necesidad de buscar una salida las condujeron hacia una solución honrosa. Igual que don Quijote, eligieron la locura. Después de la comida, en cuanto la campana Berenguela hacía sonar la melodía de las dos en punto de la tarde, se dejaban ver por las calles del casco viejo, maquilladas como puertas y ataviadas con ropas de colores llamativos que atraían la atención de los viandantes y provocaban el regocijo de los universitarios que, a esas horas, se dirigían a comer. Con un espíritu que hoy resulta inocente, pero que entonces constituía la mayor subversión que podían permitirse, se dedicaban a piropear a los hombres que se encontraban al paso, mejor cuanto más jóvenes, y éstos les seguían la corriente y entre juegos y maledicencias se hacía algo de color en la bruma grisácea del franquismo. Sus figuras delgadísimas y desdentadas, sus blusas y faldas exóticas de tan estridentes y sus caras maquilladas con carmín y polvos de arroz se convirtieron en un rasgo distintivo de aquellas calles sumergidas en una larga noche de piedra. Empezaron a quererlas sus vecinos, y poco a poco se les fueron proporcionando dineros y sustentos con los que paliar en lo esencial su situación desgraciada. Cuentan que el tendero Tito Carro, cuyo establecimiento se abría en la Praza do Toural, les daba comida fingiendo que sólo las agasajaba con promociones de empresas alimenticias, y que fue su principal benefactor en aquellos años duros en los que las dos Marías abandonaban su domicilio en la Rúa do Medio, casi a al pie de la Puerta del Camino, y enfilaban el meollo venerable de la capital jacobea para mostrarse bajo los soportales de la Rúa do Vilar e iniciar aquella peculiar fiesta en la que ellas mismas eran sujeto y objeto a un tiempo. Dicen que una vez una tormenta echó abajo el techo de la casa que a duras penas habitaban y de inmediato se organizó una colecta ciudadana para socorrerlas. Se reunió aproximadamente un cuarto de millón de pesetas, que era lo que en aquella época costaba un apartamento.
Acérquense a ver a las dos Marías, lo que queda de ellas, si alguna vez pasan por Compostela. Aunque la escultura que labró César Lombera para inmortalizarlas no goce del aura intelectual de los ilustres que la rodean —muy cerca está don Ramón María del Valle-Inclán; a su espalda, Castelao—, las hermanas se han ganado el derecho a un homenaje. Desde 2014 reposan juntas en el cementerio de Boisaca, en lo que fue el último gesto con el que su ciudad tuvo a bien honrarlas. Maruxa, la mayor, murió allí mismo en 1980. Coralia se trasladó a vivir a La Coruña con otra hermana y exhaló su último suspiro a orillas del Atlántico, el 30 de enero de 1983. Nunca llevó bien aquello de alejarse de la sombra del apóstol. Cuentan que, en sus últimos días, no dejaba de preguntar por dónde caía el camino de vuelta a Compostela.
Pingback: 8 planes diferentes en Santiago de Compostela - Sweet Ale · Viajes en familia por Europa & USA