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Vuelve el cine mudo

Escribe Francisco Abad sobre la cada vez más corriente desmesura llevada a la caricatura en la gesticulación, el aspaviento, el visaje, la movilidad continua, la exclamación innecesaria y a menudo tumultuosa.

Vuelve el cine mudo

/por Francisco Abad Alegría/

Intentando saber algo sobre técnicas de captura y preparación culinaria de pescados de los mares japoneses, escasos o inexistentes en nuestro mercado, a través de un largo reportaje presentado por Anitia Kapoor, apagué el televisor tras media hora de suplicio. Y tal suplicio no está contemplado en el código penal, ni perseguido por la sociedad ni reconocido como un delito de lesa humanidad. Por el contrario, es una de esas formas de modernidad, de estar al día, un signo de amable espontaneidad, de cercanía a la gente, de afán de comunicación integral y sincera; aunque en realidad es exactamente lo contrario. Se trata de la desmesura llevada a la caricatura en la gesticulación, el aspaviento, la técnica del visaje extremo, la movilidad continua, la exclamación innecesaria y a menudo tumultuosa; a veces incluso hace pensar que va camino de evitar el traductor simultáneo de lenguaje de signos que ponen en un ángulo de la pantalla cada vez que algún personaje o personajillo lanza un mensaje público.

La presentadora se asombraba con un asombroso asombro del asombroso tamaño de asombrosos mejillones asombrosamente congelados en tierras asombrosamente lejanas de la asombrosa Australia, asombrosamente situada en las antípodas de nuestro asombroso país, acercándose asombrosamente a asombrosos modos de comunicación de los asombrosamente enormes simios prehomínidos. Tome aliento; no exagero un ápice. Y si como repiten ad nauseam presentadores de temas culinarios «la televisión pudiera transmitir olores» (no dicen aromas, que es demasiado fino), las percepciones estarían completas, casi, a falta del subrayado fonético mediante interjecciones y murmullos de aprobación (con la boca llena y mirando a lo alto, como en éxtasis masticatorio y degustatorio) de la señora Kapoor o el histrión de turno.

Junto con la artrosis de rodilla, la pérdida del cabello y otras cualidades que no mencionaré por respeto al horario infantil, reptar prolongada y trabajosamente por las páginas del calendario tiene la ventaja de que es posible recordar algunas cosas, por ejemplo: ¿cómo empezó esta mamarrachada? Y la memoria llega a los años sesenta, en que a la gesticulación más o menos tolerable que acompañaba la palabra se añadían expresiones identificables de alegría, ira o tristeza, de modo que la ausencia de movimientos corporales paralela a la palabra se calificaba como hieratismo, severidad de juez o cara de jugador de póker. Pero muy pronto y además en paralelo con la degradación de la expresividad oral (ignorancia lingüística, pobreza de vocabulario) surgió la inestimable ayuda del exceso gestual. Exactamente lo mismo que ocurre cuando vemos a alguien que bracea y grita en un meritorio intento de facilitar el camino a alguien forastero que además no conoce el idioma del lugar.

La gesticulación innecesaria comenzó a finales de los sesenta con gestos muy concretos: levantar teatral y desmesuradamente las cejas para expresar asombro o incredulidad, agitar las manos como quien devana una madeja de lana para acompañar a una explicación absolutamente banal, levantar sendas manos con los dedos índice y corazón hacia abajo como signo de entrecomillado escrito y, sobre todo, apoyar pulgar y meñique simultáneamente en boca y oreja como signo de llamada telefónica, algo innecesario cuando se dice, por ejemplo, «te llamaré por teléfono» a alguien cercano. Especialmente el signo del telefonito ya se ha convertido en un tic ridículo que nada aporta a la comunicación; otra cosa es el gesto de apuntar y disparar con la mano de Clint Eastwood en Gran Torino, que sustituye al revólver o precede al encañonamiento real a los macarras callejeros, a modo de advertencia.

También observamos alardes de expresividad medio cómica-medio ridícula cuando diversos presentadores, especialmente de programas meteorológicos, que ya se han convertido en una especie de magazine de fotografía, ecologismo de vía estrecha y simpático tratamiento a un espectador que se supone imbécil o demenciado, danzan torpemente, dan saltitos o agitan revoloteantes manos extendidas para comunicar una majadería o una obviedad. Lo más impresionante de todo, con ser ridículo, no es el exceso gestual, sino que quizá con él se intenta suplir un déficit conceptual. Decir «te telefonearé» haciendo el gestito de la mano que remeda un auricular telefónico es una necia reiteración, pero sustituir una descripción precisa de algo que ocurre o se está viendo por una combinación de gesticulación y confusas señales guturales e interjecciones, es pura pobreza conceptual. Y si además ello ocurre progresivamente, a partir de un momento determinable y en combinación con la pobreza lingüística que ya se inculca activamente desde la misma escolarización, la sospecha de que se intenta imponer (y logra) un progresivo empobrecimiento del pensamiento cobra fuerza; no es sospecha, ni paranoia sino certeza.

Otro elemento se ha unido, siguiendo exactamente el camino descrito, para degradar y si es posible eliminar el pensamiento abstracto, es decir, el pensamiento, sustituyéndolo por vagas intuiciones o mensajes simplicísimos, no más complejos que los que puede transmitir un tam-tam o una txalaparta: el emoticono. Los primeros emoticonos mostraban rostros, manos y objetos, que permitían ahorrar tiempo de cifrado con mensajes muy simples: bien, enhorabuena, regalo, casa, etcétera, pero progresivamente se han sofisticado y lo han hecho en dos direcciones. La primera es que muchos mensajes de texto sencillos enviados por mensajería electrónica parece que quedan incompletos si no se acompañan de un emoticono (por ejemplo, el deseo de que alguien se restablezca pronto de una afección, perfectamente explícito, se acompaña de una serie de emoticonos que muestran un brazo sacando bíceps o una mano cerrada con el pulgar hacia arriba). La misma estupidez del telefonito y la anunciada llamada telefónica.

Pero en los últimos tiempos (suena apocalíptico y quizá lo sea) los emoticonos de que dispone el usuario son ya mucho más complejos y reflejan situaciones de la vida cotidiana, grupos familiares o laborales o acciones complejas en las que entran en juego varias personas y cosas. Ya no son una cara de alegría o enfado o un rayo o un signo de nieve: la situación está prefabricada y, como vemos tantas veces en la vida real, los personajes del cine y especialmente la televisión no reflejan la vida cotidiana, sino que la vida cotidiana copia en su acción y, sobre todo, pensamiento, lo que ocurre en las historietas y expresiones que se programan (y minuciosamente, con apariencia de espontaneidad) y emiten a través de la pantalla.

Ocurre exactamente igual que con el pago cotidiano a través de tarjeta de crédito, aun de cantidades pequeñas como el pan o el aparcamiento: no se inculca la costumbre a golpe de obligatoriedad legal, de decretazo; basta con lanzar eso de «lo moderno es esto», «los nuevos tiempos traen nuevas facilidades», «lo antiguo es pagar en metálico», y el control de los hábitos más sencillos, no digamos los complejos, se expansiona como mancha de aceite y queda electrónicamente registrado, es analizable y además utilizable.

El gesto estandarizado y universal, con emoticono o sin él, educa el pensamiento. Es mucho más sencillo que un campo de reeducación, muchísimo más barato y además suple ventajosamente al pensamiento racional, con lo que la maleabilidad y sencilla manipulación de multitudes que más que pensar reaccionan según pautas preprogramadas, reaccionan ante estímulos concretos, está estadísticamente asegurada. El 5% de disidentes que según Gauss escaparía a tal maniobra es fácil de neutralizar o eliminar.

Es conocida la historia del soldado que súbitamente enloquece y amenaza con su arma a cualquiera que se le pueda acercar. El soldado, disciplinado por el llamado orden cerrado, que llamábamos instrucción, había sido educado en sus actitudes mediante sencillos ejercicios estandarizados (firmes, alto, media vuelta, paso al frente, etcétera.) y un viejo sargento, que sabía perfectamente que el orden cerrado, como una especie de liturgia civil, no sirve para hacer bonito en un desfile sino para educar una serie de conductas básicas, precisas para el funcionamiento militar, se acercó al embravecido soldado y con voz firme y potente ordenó: «¡Firmes!». El soldado automáticamente se puso en posición de firmes y se le pudo arrebatar el arma y trasladarlo a la enfermería, reducido por algunos compañeros. Como en una película de cine mudo, cuando la huerfanita llora con enormes ojos sombreados mirando a la cámara, toda la sala llora; cuando el malvado se frota las manos y lanza una mirada de odio al bueno, toda la sala odia al unísono al despreciable sujeto; cuando el Séptimo de Caballería aparece al galope en la pantalla, toda la chiquillería, hasta el más apocado, aplaude y su levanta del asiento, viendo la justa intervención de los justicieros que acaban con los indios salvajes. Todos a una, todos unidos en un gesto, todos movidos por un estímulo sencillo, elemental, exagerado, perfectamente ubicado en el guión para producir un emotivo efecto. Y hasta las penurias de la Gran Depresión se mitigan tras contemplar una película de Cukor, subvencionada por el Gobierno, claro, aunque ya no fuera cine mudo.


Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).

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