Un kilo para comer y otro para tributar
/por Francisco Abad Alegría/
La ética expoliativa
Hace un año, más o menos, una meritoria organización caritativa española inventó eso que llaman eslogan y toda la vida hemos llamado consigna: «Con la comida que tiras podrían sobrevivir X niños hambrientos», luego perfilado por el paroxismo de la estupidez en una promoción radiofónica en la que una señora compraba un kilo de manzanas: «Dame un kilo de manzanas; medio para comer y el otro medio para tirar». Afortunadamente, debía de haber alguien menos demagogo, menos simple, en la junta directiva de la organización, repito que meritísima, que atendió las razones que unos cuantos les dimos para explicarles que además de demagogia infecta, lo que contaban era estúpido y mendaz: solo un discapacitado vocacional podía hacer tales afirmaciones. La compra de fin de semana, obligada por los ritmos laborales, la venta en grandes superficies de envasados sobredimensionados para abaratar costos de comercialización y la extorsión larvada al pequeño comercio de proximidad hacían difícil graduar la compra de alimentos a las necesidades reales de una familia, generándose así excedentes domésticos irrecuperables.
Pero existía otro factor, mucho más importante, que es el de la regulación de los precios del mercado. Manzanas que se acumulan en cámaras frigoríficas durante largos meses, para optimizar los precios de venta del productor, kilos de aceite de oliva que se reservan en la oscuridad para detraer excedentes del comercio y así mantener precios de venta mayorista, falseando las fechas de producción, toneladas de mantequilla, hurtadas a la leche natural, que nutren a los peces del Adriático para estabilizar los precios, millares de hectómetros de vino destilados como alcohol combustible para perpetuar los precios abusivos del vino, toneladas de melocotones, nectarinas y otras frutas vertidas en barrancos con el mismo propósito, se sumaban al esfuerzo del contribuyente, condensándose en la estúpida consigna que afirmaba que la gente desfavorecida muere de hambre por culpa de nuestro derroche. Una loca campaña de cínicos conscientes perfectamente dirigida a una multitud de inocentes culpabilizados que acaban convencidos de que todos y cada uno de nosotros contribuimos a empujar el pitón de Islero que acabó con la vida de Manolete o algo así.
No contentos con la presión moral sobre las sufridas personas que integramos la sociedad (ofrezco mis excusas por no hablar de contribuyente, votante o el intencionadamente asexuado ciudadanía, ni de Estado, colectivo o simplemente masa, ¡qué diantres!), los poderes públicos se suman encantados a las necias y teledirigidas soflamas de una manipulada discapacitada psicológica llamada Greta, un brumoso argentino disfrazado de moiré blanco, ciudadano vaticano y una multiforme legión de ordeñadores de bienes públicos que no revierten en los despojados y caminan por descontrolados caminos de gasto imposibles de rastrear por tales despojados, a punta de BOE, y de pistola si fuere preciso. El bombardeo mediático, dirigido por concretísimas agrupaciones de poder e ideología, repite la consigna (por favor, no digan mantra, que es un método meditativo desde Patañjalí, del siglo III a.C., más viejo que la oración litánica de los hesicastas sinaíticos del siglo XIII) de que es justicia social que quienes más tienen más paguen, negando dos evidencias: la riqueza es fruto del trabajo en ocasiones, aunque en las más de la rapacidad amparada por el poder, y la creación de trabajo y bienestar depende en buena parte de la inversión de los ricos, aunque demasiadas veces sea artificio de la arbitrariedad del poder público, cuando se hace eficaz repartidor de pobreza. Muchos pensamos que la justicia social se basa justamente en lo contrario: quien menos tiene, pague menos. Que, obviamente, es otra cosa, aunque muchos lo embarullen de palabra y obra.
En la recaudación fiscal expropiatoria, muchos gozan la venganza de su fracaso, pobreza o incapacidad (sobrevenida o cultivada por indolencia) al castigar a los ricos (¿cuál es límite de la riqueza, la línea divisoria entre el ciudadano del montón y el rico?), sin pensar que la mayoría de esos ricos lo son porque controlan la sociedad que ingenuamente les ha dado poder y de que la rapacidad de la Administración se ceba, como siempre ha sido a lo largo de la historia humana, en el grueso del pueblo, la mayoría, cegada buscando ver de dónde salen realmente los recursos fiscales, negándose (como decía Campanella hacia 1600) a mirar de frente la realidad: de ellos.
El paradigma de los precios alimentarios
Hace años que el IPOD proporciona datos sobre los precios de origen, venta e incrementos sufridos en la cadena de comercialización de los alimentos (agradezco la aportación al respecto de la revista Gastro Aragón, editada por J. M. Martínez Urtasun en Zaragoza). He tomado las cifras más significativas de los últimos seis años, fuera de los meses de celebraciones festivas o importantes cambios estacionales y las he ordenado en forma de tabla, para que la contemplación de los números nos hable, nos grite, en qué margen de libertad económica nos movemos y, sobre todo, detrae la Administración, que en la medida en que aumenta sus medios económicos controla, o es capaz de controlar, nuestras vidas, limitándolas y dirigiéndolas, en la misma medida en que merma la capacidad decisoria de las personas. Mirando la tabla adjunta, no hay que ser un perito sociólogo ni experto contable para descubrir en la maraña de números tendencias generales y algunas cifras sorprendentes.
Vayamos primero a las columnas de la derecha. Lo primero que destaca es la llamativa estabilidad de los precios del pollo. Si se sigue la pista de su cría se sabe que el factor de conversión (kilogramos de alimento utilizados para producir un kilogramo de carne lista para consumo) y el ciclo de cría son muy cortos y además que el proceso se realiza básicamente en régimen de dependencia absoluta de grandes empresas que proveen pollitos para criar, que cuidarán autónomos al servicio de la gran empresa, que recoge los animales ya criados, los sacrifica y posteriormente lanza al mercado mayorista. En el proceso se han dado prácticamente solo tres pasos, con acumulación de plusvalías mínimas y aplicación intermedia de IVA reducido (10%, según vigente actualización de la Agencia Tributaria de 5-11-2019, que se aplicará en sucesivas consideraciones) y final de supereducido del 4% sobre todos los gastos previos que se aplica al comprador final. Con el cerdo ocurre algo parecido, pero con la diferencia de que los criadores autónomos están algo más diversificados, lo que genera mayor dispersión de costo intermedio, que en ocasiones se acomoda con importación de producto extraespañol, con objeto de modular los precios de compra por mayoristas. Lo mismo ocurre con la carne de vacuno, aunque con un matiz, que es la relativa estabilidad de una nada despreciable tasa de importaciones de canales o piezas extraespañolas desde hace bastante tiempo.
El plátano, de producción mayoritariamente nacional y procedente de localización geoclimática estable y continua (Canarias), muestra una tendencia similar, con sesgo hacia el alza hacia 2017-18, que se corrige con la importación masiva de bananas (raza Cavendish) de origen parcialmente iberoamericano o africano. Estos ligeros quiebros introducen modificaciones adicionales en el comercio mayorista, lo que explicaría algunas fluctuaciones llamativas en los precios finales al consumidor. Exactamente lo mismo ocurre con el precio del pimiento verde, relativamente independiente de la estacionalidad, a diferencia de muchas variedades de rojo, porque procede de pocas macroexplotaciones de empresas básicamente situadas en el sudeste peninsular. La primera lección que se podría sacar del estudio de las cinco columnas de la derecha consideradas es que la estabilidad en los precios de venta al consumidor final, gravada por los costos intermedios de negociación, almacenamiento y especulación, depende en gran medida de la concentración en pocas manos del proceso de producción y distribución. El precio final va gravado con el mismo IVA superreducido, que ya absorbe en parte el margen del vendedor final cercano al 30% del precio mayorista, pero que tributa por conceptos adicionales. La tributación neta real sobre el precio final de venta sería mayor del 20%.
En el lado opuesto están las dos columnas de la izquierda de la tabla de IPOD: calabacín y lechuga. Es obvio que se han escogido para toda esta reflexión casos extremos, para mostrar claramente el proceso. Las dos hortalizas elegidas se generan en régimen mixto de cultivadores de notable peso laboral y también otros de menor entidad, con un agravante a la hora de valorar el riesgo, que es la gran dependencia de condiciones climáticas e hídricas, mucho mayor para la lechuga que para el calabacín, que admite cultivo amplio en invernadero. Y la combinación de producto dependiente de la climatología, diversificación de los productores de origen, junto con la no menos importante relación del juego oferta-demanda alterado por exportaciones a zonas con restricciones comerciales hacia determinados productos españoles, o políticas proteccionistas o bloqueos comerciales de motivo estratégico más amplio (como la relativamente reciente campaña del calabacín y el mercado ruso, por ejemplo) va a permitir el abuso mayorista y especulación de precios que no benefician al productor (que ya soporta un IVA reducido del 10% en semillas, productos fitosanitarios y fertilizantes, por ejemplo), generando una bruma de precios que explica los altibajos, en ocasiones escandalosos, de los precios de venta final.
En tal caso no es responsable el productor, ni el mayorista ni el detallista, sino el intermediario especulador; pero como cada salto en el precio genera una detracción tributaria, la ausencia de un cierto mecanismo de limitación o control, sin precisar mecanismos suicidas de control regulador férreo (no estamos en los afortunadamente pasados tiempos del Servicio Nacional del Trigo, extinto vía INAGA en los años setenta del siglo pasado) traslada el abuso comercial al consumidor final, que pierde y la Administración, que gana. El caso de la patata, que se ve en la tercera columna por la izquierda, resulta especialmente escandaloso. Si miran lo ocurrido en los años 2014-15, no piensen que están ante una errata, sino ante un desafuero comercial masivo; la política de modificación de precios por parte de especuladores mayoristas, con importaciones masivas de patata francesa y en parte alemana (seguimos dependiendo mayoritariamente de la importación de patata francesa), que produjeron subidas intolerables de precios y simultáneamente la ruina de multitud de productores españoles, muchos de los cuales acabaron renunciando, y para siempre, a la producción del tubérculo, vendiendo a pérdidas al tiempo que el precio final al consumidor y el IVA consecuente se disparaba.
El salto del IPOD
La cosa es muy simple: cuantos más eslabones tenga la cadena que une producción, comercialización y consumo final, más saltos de ganancia para la Administración y para los mayoristas especuladores. Todos ganan más, con un límite: cuando el monedero se vacía, aparece el trueque, la pobreza y el hambre. Y el automantenimiento de la Administración acaba recurriendo inevitablemente al aumento en la presión fiscal. No derivemos a la política, pero el proceso es invariable, aunque lo vistan de solidaridad, crisis internacional o políticas sociales ineludibles.
Al tiempo, la situación del productor de nivel medio o modesto empeora cada día (hace poco hemos visto, y seguiremos haciéndolo, manifestaciones explosivas de productores que se han controlado físicamente por medios policiales y argumentalmente por cínicos agentes sociales que han vejado calificando como terratenientes a agricultores modestísimos). Los gastos fijos del productor aumentan paulatinamente por el incremento de los precios de recursos sanitarios, fertilizantes, semillas y combustible para maquinaria agrícola y ganadera, que devengan un IVA del 10% en promedio. Pero si aumenta la producción, el precio de lo producido baja y consecuentemente la rentabilidad baja para el pequeño y mediano productor (no hablo de los grandes cultivos o el caso paradigmático de empresas que controlan y son dueñas del proceso casi integro de la cría de animales de abasto). Las tractoradas, manifestaciones masivas, interrupciones de tráfico, abundancia de desmesuradas expresiones ofensivas y otras iniciativas similares carecen de utilidad para el pequeño productor; son el pataleo de la impotencia que además irrita a la población general, tan víctima como ellos de los gravámenes especulativos y administrativos.
La carcoma de la desunión y de los grupos pseudosindicales de matiz claramente seguidista de opciones políticas hace que el pueblo en general seamos cada vez más dependientes de decisiones comerciales y administrativas que de ningún modo podemos controlar y que la oscuridad del futuro aboque a la destrucción de la iniciativa laboral y empresarial agropecuaria, esa expresión cínica y estúpida que ahora se concreta como España vaciada. Andan por ahí sueltos próceres que creen que poniendo banda ancha en todas las aldeas el vacío rural se colmará; algunos pocos de ellos incluso lo creen de buena fe. Vuelvan a mirar, por favor, la tabla. Imaginen que están cultivando lechugas y que el intermediario le va a pagar cada una de sus plantas a 30 céntimos (ya sé que es puro optimismo) y luego vayan a la verdulería pagando 3 euros por esa misma hortaliza. ¿Por qué caminos se ha desviado la ganancia generada en el largo proceso producción-comercialización-tributación?
La sisa medieval
La sisa era uno de los muchos impuestos que los dirigentes nobiliarios y eclesiásticos imponían a los súbditos, que no ciudadanos, con especiales matices en el caso del enriquecido pueblo judío, ya detestado por reyes y pueblo llano en tiempo del rey godo Sisebuto (segunda mitad del siglo VI). La cosa está clarísima: cuando te arrebato el dinero, con excusas de guerras por sufragar, obras públicas que acometer, defensa del territorio y del orden, etcétera, limito tu libertad y en la misma medida aumento la mía. Y eso se puede hacer con distintos objetivos. Por ejemplo, la dotación de un bien público como la traída de aguas por la construcción de un acueducto, requiere un esfuerzo fiscal general, decretado, pero revierte en forma de bien para toda la población que ha contribuido a ello. Pero la construcción de un castillo señorial y mantenimiento de unos pretorianos que protejan al señor que ordena un impuesto especial, o la compra de medios especiales de comunicación (antaño no existían los Falcon) aumenta la capacidad de disponer de los súbditos por el recaudador y simultáneamente disminuye la capacidad de autodefensa de estos. Claro como el caldo de un asilo.
Sin contar con la sobrecarga fiscal de los combustibles para automoción (mayor del 50% del precio de venta) o la energía eléctrica (fluctuante alrededor del 40% del precio pagado), ni los impuestos municipales, autonómicos y de todo tipo de actos documentales y administrativos (me limito a la alimentación), es bien conocido que los ingresos por Valor Añadido de la alimentación suponen, no solo en nuestro país, más del 30% de los ingresos fiscales de la Administración. Me limito a contárselo, porque las soflamas político-fiscales se quedan para la barra del bar; ni siquiera saldrán en las pantallas televisivas, controladas por quienes manejan los hilos de un poder que los propios ciudadanos (más bien súbditos) le han servido en bandeja. Por favor, vuelvan a mirar la tabla; y de paso, si tienen un ratito, la factura detallada de la luz y el desglose del precio del combustible para el utilitario. Ahórrense las lágrimas, que emborronan la pantalla.
Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
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