Censura, carnestolendas y redes sociales

¿Está en peligro el carnaval como reino de lo incorrecto; como un espacio en que la transgresión de lo establecido elimina algunas líneas rojas que, después, recuperan su lugar?

De rerum natura

Censura, carnestolendas y redes sociales

/por Pedro Luis Menéndez/

A riesgo de resultar cansino con el tema de la censura y de lo políticamente correcto en estos tiempos que corren, vuelvo al asunto empujado por una noticia de las que se suelen considerar menores, relacionada con el carnaval. Este, por definición, debería ser —lo fue históricamente y lo sigue siendo en algunas partes del mundo— el reino de lo incorrecto; un espacio y un tiempo en que la transgresión de lo establecido elimina algunas líneas rojas que en el resto del año, a partir del advenimiento de la cuaresma, recuperan su lugar. Por esto, cualquier poderoso (persona, gremio o institución) que se sintiera agraviado, insultado, menospreciado o ridiculizado por alguna burla o sátira carnavalesca, se aguantaba —con mayor o menor resignación— porque sabía que, tras estas fechas, todo volvía a su ser.

La burla, el descaro, la risa, el corte de mangas a lo establecido suponían la esencia de una fiesta capaz de aglutinar en tantos lugares del mundo a festejos de orígenes muy diversos, concentrados en torno a unos días establecidos en el calendario en relación con los ciclos litúrgicos, sobre todo, de la Iglesia católica. En palabras de Mijaíl Bajtín,

Allí donde el carnaval floreció convirtiéndose en el centro reconstructor de las demás formas de festejos públicos y populares, produjo el debilitamiento de las demás fiestas, al quitarles casi todos los elementos de licencia y utopía populares. Estas palidecen al lado del carnaval; su significación popular se restringe. El carnaval se convierte entonces en el símbolo y la encarnación de la verdadera fiesta popular y pública, totalmente independiente de la Iglesia y del Estado, aunque tolerado por estos.

El carnaval como profanación, como inversión de cualquier principio que los poderes públicos sustenten, casi sin más límites que los establecidos por la propia parodia, como sigue Bajtín:

En ese contexto, lo cómico está unificado por la categoría de realismo grotesco basado en el principio de rebajamiento de lo sublime, de poder, de lo sagrado, por medio de imágenes hipertrofiadas de la vida material y corporal. En el espacio de la fiesta todo lo elevado, espiritual, ideal, es traspuesto, parodiado en su dimensión corporal e inferior (comer, beber, digestión, acto sexual). El mundo de la risa se edifica a partir de las formas más diversas de groserías, de rebajamientos grotescos de los ritos y símbolos religiosos, de travestismos paródicos de los cultos oficiales.

Aunque no sé si en las sociedades occidentales modernas los símbolos religiosos y el miedo al pecado se han visto sustituidos por otros miedos, tanto científicos como sociales. El comer y el beber sin medida, la vieja gula, son hoy censurados por nuestros sistemas sanitarios en campañas constantes contra la obesidad, las sobredosis de azúcar a las que nos exponemos diariamente o las grasas saturadas, en defensa de una salud pública que se acompaña del remordimiento del consumidor por no cumplir con lo establecido como saludable, o del propósito de enmienda que suele aparecer a modo de resaca tras cualquier exceso.

¿Y la lujuria? ¿Qué ocurre con el sexo fuera de lo establecido, el no reproductivo o el que corría el riesgo de producir bastardías por doquier? Pues que también la salud pública vela por la nuestra, la privada, para que nos acerquemos con cautela al menos a prácticas que pueden suponer aumentar el riesgo de sufrir alguna enfermedad de transmisión sexual. De modo que lo orgiástico a la romana, a la manera de aquellas antiguas saturnales, queda en muchas ocasiones reducido a un espectáculo en el que son muchos más los observadores que los participantes. Lo orgiástico sublimado en una Venecia repleta de turistas, o popularizado en Río de Janeiro, en su Sambódromo da Marquês de Sapucaí, con sus desfiles hipersexualizados (en mujeres y en hombres) hasta el límite.

Pero no es la ciencia, ni la religión ni los poderes públicos quienes establecen en nuestros días una censura más o menos evidente sobre nuestros propios cuerpos, sus gustos, sus maneras de expresar o no su sexualidad y hasta nuestros modos de vestirlos y adornarlos, sino las redes sociales, esa hidra de mil cabezas a la que ningún Hércules —con sobrino o sin él— sería capaz de enfrentarse hoy.

Esta es la noticia, y este es el titular del que elimino la referencia a la empresa nombrada: «[…] retira de su web unos disfraces de carnaval denunciados por sexistas», a partir de la presión ejercida en las redes sociales. Entre los disfraces retirados, el de una astronauta en pantalón corto, una guardia civil con una corbata sobre la línea del escote o una policía en minifalda. Así el asunto, ¿cuáles son las líneas rojas de nuestros carnavales en la actualidad? Y, sobre todo, ¿quién las marca? ¿Qué fantasías eróticas son admitidas y cuáles no lo son?

Este es el tema que me preocupa (y no la hipersexualización de las mujeres, que me parece degradante, aunque sea admitida sin ningún problema para los hombres en los desfiles del orgullo gay): ¿estamos en manos de lo políticamente correcto reiterado hasta la saciedad en las redes sociales? ¿Es bueno que así sea o se trata, una vez más, de una censura moral encubierta, desde presupuestos no tan diferentes a los que Iglesias y Estados defendían? En el carnaval tradicional, el poderoso (léase el arzobispo) se ofendía por la ridiculización y degradación que de su persona se hacía, pero se aguantaba, igual que el leproso o el tonto del pueblo, que también se aguantaban y tragaban burlas, insultos y vejaciones.

¿Cuál es el destino entonces de estas fiestas milenarias en nuestros días? Probablemente ninguno, más allá de unas fiestas de disfraces autorizados, aptos para que no resulten ofensivos a los grupos de poder emergentes; unas fiestas subvencionadas y apoyadas por ayuntamientos y autoridades, es decir, por el poder. Así las cosas, siempre nos queda el consuelo de disfrazarnos de monja, porque estas no protestan y si lo hicieran, nadie les haría caso, pues no tienen poder. Puede usted degradarlas lo que quiera; hasta ahora no he escuchado a ninguna mujer (ni a ningún hombre, por supuesto) salir en su defensa. No lo harán ni las tuiteras con más influencia ni los intelectuales con aparente renombre. Y no lo harán porque en algunos casos muestran abiertamente su desprecio hacia ellas (su condición de mujer aquí no parece importar, ni lo que se pueda ridiculizar de ellas resulta sexista ni nada parecido), y en otros por miedo a la censura, sí, pánico a salir malparado en las redes sociales, nuestra muy poderosa inquisición.


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y La vida menguante (2019), así como la novela Más allá hay dragones (2016) y, en una edición no venal, Postales desde el balcón (2018).

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