Mirar al retrovisor
La historia de la ‘cuestión catalana’
/por Joan Santacana Mestre/
Me dice un amigo, generalmente bien informado, que el problema de la secesión catalana ha generado un mínimo de setecientos títulos de libros publicados. Yo no lo sé, pero sí que es perceptible que, en España, todo el debate público en los últimos diez años gira en torno a este problema. Razones hay muchas, ya que el problema es grave y persistente, pero el primer problema de un problema es no reconocerlo. Y este es el caso. No, no es ni ha sido nunca el problema catalán. Siempre ha sido el problema español. Hay que conocer el pasado para darse cuenta de sus profundas raíces. Y los grandes males siempre requieren grandes soluciones: no se solucionan los problemas profundos con palos y no basta con apósitos ni con morfina.
No voy a retroceder al siglo XVII o XVIII para abordar el tema; mucha tinta se ha vertido sin aportar casi nada. Yo tan sólo me remontaré al siglo XIX, cuando se construía el Estado liberal, en medio de resistencias, conflictos bélicos y pactos. En aquel entonces, Cataluña representaba la España industrial, lo que se llamó la fábrica de España; la oligarquía que gobernaba estaba lejos entonces de comprender lo que significaba la revolución industrial. Fue Mesonero Romanos quien nos narró en sus famosas Memorias de un setentón que, cuando uno de los ministros de la Monarquía —Luis López Ballesteros, ministro de Hacienda— organizó la primera Exposición sobre la naciente industria textil española, entonces casi exclusivamente catalana, el monarca, Fernando VII, fue invitado a inaugurarla; pero que después de entrar en el recinto y estar breves minutos, dejando con la palabra en la boca a los industriales que le querían enseñar sus máquinas y sus novedades, les dijo, refiriéndose a los tejidos: «¡Bah! Todas estas son cosas de mujeres», y se largó «para irse a dar un paseo por el Retiro».
Pocos se daban cuenta entonces en España de que la industria era el auténtico motor de Europa. En Italia, la unificación nacional de múltiples reinos, repúblicas y territorios dispersos bajo una misma bandera fue capitaneada por los territorios del norte, desde Turín: allí era donde residía precisamente la burguesía industrial; ellos fueron quienes decidieron que, mediante la guerra o el plebiscito, Italia sería una, bajo la bandera de los Saboya. Aquí no ocurrió aquí nada parecido. La industria española, reducida a Cataluña y algunos otros enclaves pequeños y dispersos, no tuvo en aquel siglo, tan fértil en muchas otras cosas, la fuerza para arrastrar tras de sí a una monarquía que estaba frenada por una neoaristocracia terrateniente, salida en gran parte de las desamortizaciones, y que concebía a España como algo propio, casi como una granja sometida a su administración. Por su parte, la naciente industria catalana no concebía otro modo de afianzar su crecimiento que asegurándose un mercado español protegido. Superada la guerra carlista, el objetivo más importante era establecer políticas proteccionistas para la industria. Pero mientras en Cataluña se abogaba por el proteccionismo industrial, en zonas de Andalucía y especialmente en Madrid se combatía, etiquetando el tema como problema catalán o cuestión catalana.
Juan Prim, uno de los pocos catalanes que llegó a la presidencia del Consejo de Ministros, era obviamente un proteccionista convencido. Natural de Reus, una de las capitales catalanas de la industria textil, afirmaba: «Mis principios económicos son también muy conocidos. Impulso al comercio y levantar las trabas que tiene hoy su agente principal, la marina, que por desgracia no son pocos […] pero, sobre todo y en primera línea defender a palmos y pulgadas la tan combativa industria catalana, cuna de la industria nacional, y sin la cual no hay riqueza posible en las naciones». Prim veía el librecambismo como un auténtico ataque al desarrollo de la nación y afirmaba que «los que pretenden de buena fe que la libre competencia desarrolla las industrias, en mi concepto, deliran. Yo admitiré la competencia cuando nuestra industria esté al nivel de las extranjeras y cuando con ventaja podamos competir». Y cuando, más tarde, fue presidente del Gobierno español, proclamó en el Congreso frente a los defensores del librecambio: «Yo soy proteccionista, yo lo he sido toda mi vida, lo soy y espero que lo seré en adelante». Y buscó como rey de España a un príncipe italiano de la casa de Saboya —la que estaba unificando a Italia— por muchas razones, pero una de ellas era que procedía de la cuna de la industrialización de su tierra.
Prim murió asesinado, como es bien sabido, y con su muerte se sepultaron muchas ideas, como la de la monarquía democrática. Su pretensión era, sin duda alguna, entregar el timón económico de la nación a sus paisanos, los industriales. Fracasó y la historia funcionó en sentido contrario. Por ello quizás, el problema de España sigue siendo la cuestión catalana.
Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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