El peligro de la deriva autoritaria

Pedro Luis Menéndez escribe sobre el dictador que todos llevamos dentro.

/ De rerum natura / Pedro Luis Menéndez /

Poco a poco empiezan a surgir en España voces críticas no contra el confinamiento de la población en sí, decretada por el Gobierno en el mes de marzo a raíz del COVID-19, sino con algunas de las pautas, instrucciones u órdenes que concretan la aplicación real de las medidas teóricamente sanitarias.

Nos guste o no, todos llevamos un alma de dictador dentro que, por suerte, en la mayoría de nosotros se reduce al control de las mascotas (¡sentado, quieto!) o en ocasiones de los hijos (te tomas la sopa porque soy tu padre o tu madre). El de la obediencia es un tema difícil y complejo cuando se entiende ésta como condición necesaria que permite la gestión de situaciones familiares, laborales o puramente organizativas: la tripulación de un barco obedece a su capitán, los soldados obedecen a sus mandos, los alumnos a sus profesores. El riesgo que todos conocemos se produce cuando la deriva autoritaria toma posiciones más allá de la frontera de lo necesario. Y ¿quién y cómo decide esa frontera? Por supuesto, el quid está en el cómo.

Aunque podría parecer que el relato que sigue procede de algún guion de una conocida serie televisiva, garantizo su veracidad y estoy seguro de que bastantes lectores podrían contar episodios similares (como testigos o, no lo deseo, protagonistas). Vivía yo hace años en un piso de alquiler situado en una torre de catorce plantas y cuatro viviendas por planta. El presidente de aquella comunidad era un buen hombre, un jubilado que dedicaba su tiempo con afán a solucionar las pequeñas averías y desperfectos que cada día surgían. Un hombre amable, cariñoso con sus nietos, y con quien mantenía bastante trato porque era uno de mis vecinos de puerta. Y sin embargo recuerdo como si fuera hoy el momento de su transformación el día de mi mudanza, sí, el día en que la empresa contratada vino a por mis cosas. Oí primero las voces y más tarde descubrí el asunto. Nuestro buen presidente, sabedor del riesgo de sobrecarga de los ascensores (que necesitaban una reforma evidente), pretendía que los operarios de la mudanza realizaran ésta a través de la escalera, a lo que estos se negaron —yo vivía en la planta doce— produciendo un enfrentamiento que el buen jubilado intentó zanjar con la frase: «¿Dónde dice que no se pueda usar el ascensor? Lo digo yo que soy el presidente».

Las derivas autoritarias que en estos días se producen en los pueblos, en las carreteras y en las ciudades de España podrían parecer minucias comparadas con la gravedad del problema sanitario, económico y social que se va agravando, pero tengo claro que justamente esas minucias son las que distinguen una democracia real, que pasa, entre otras cosas, por el respeto absoluto también a las disidencias. Me abruman las lealtades absolutas. Y me dan mucho miedo.

Cada alcalde y cada alcaldesa se han lanzado a regular la letra pequeña de los decretos gubernamentales, a veces con buen sentido y otras no tanto: un paseo con la mascota en un radio de doscientos metros alrededor de la vivienda, quince o veinte o treinta minutos para la música insoportable del vecino DJ, distancias aceptables o no al supermercado y un largo etcétera que las fuerzas de seguridad controlan. Un país convertido en multitud de aulas escolares en las que cada maestro, según sea su forma de ser, utiliza más el palo o la zanahoria. Como no podía ser menos, es el caldo de cultivo perfecto para que aflore el alma autoritaria.

También en las redes sociales. Quienes alaban el estilo chino a la hora de combatir la pandemia olvidan —o, peor aún, están de acuerdo— que su régimen político es una dictadura feroz y despiadada con su población, como todas las dictaduras. Ai Weiwei, el conocido artista chino hoy confinado en Gran Bretaña, declara en El País:

«Visto desde la superficie, China ha logrado controlar rápidamente la epidemia. Pero ha pagado un precio que no es visible: la salud emocional de toda su gente, a quienes encerraron en jaulas como animales, obligados a la fuerza a estar confinados durante más de dos meses. Una sociedad que vive bajo un régimen autoritario funciona como un ejército y las personas son como animales cautivos. Después de haber vivido bajo fuerte control por más de 70 años, han perdido el valor de rebelarse. Si Occidente cree que mantener esta situación es beneficioso, se deberá a la estupidez o a motivos subrepticios».

También en el diario El País, la periodista e historiadora francoalemana Géraldine Schwarz, a la pregunta de si en estos momentos está a prueba la libertad en Europa, responde:

«La libertad hay que aprenderla, no es algo que siempre se sepa. No es un valor absoluto. Esto es lo que nos demuestra la pandemia de una manera brutal: que la gente es muy capaz de decir no a la libertad. Yo no pensé que, en nuestra época, la gente dijera con tanta facilidad no a la libertad en nombre de la seguridad. Eso me asusta mucho. Estas leyes de confinamiento han sido aprobadas por casi el 100% de la población y en los medios apenas oigo críticos del confinamiento. Nadie lo pone en duda. Y, como en España, las reglas son muy estrictas, a veces del todo ridículas. No puedes nadar en el mar, aunque la playa esté desierta, no puedes ir sola al monte… Es ridículo. Pero la gente obedece de un día para otro. ¿Son reglas proporcionales a la amenaza?».

Recomiendo la lectura de la entrevista completa porque me parece una reflexión muy afortunada sobre nuestros conceptos básicos de convivencia, desde un enfoque comparativo entre la realidad francesa y la alemana (el tema español sólo aparece de forma indirecta); una entrevista que culmina así:

«Aquí escucho a Bach en la televisión, mientras que en Francia lo único que hay es coronavirus… Hay una espiral de información que crea un pánico existencial. Es innecesario y en realidad es muy peligroso. Puedes sentirlo, puedes estar muy preocupado, por ti mismo o por tus padres, pero no hace falta este pánico existencial alimentado por los medios constantemente, o por leyes demasiado estrictas. La gente se está volviendo loca. No acabará bien. No es una forma apropiada de lidiar con esta situación la de meterle miedo a la gente. Uno de los desencadenantes para que Alemania se volviera bárbara y criminal en el Tercer Reich fue el miedo. El miedo desata lo peor de los seres humanos. Leo que hay vecinos que denuncian a sus vecinos porque puede que tengan el virus… No sé si pasa en España. El miedo saca lo peor de nosotros. Y por eso se puede repetir la historia».

Sumen ustedes las anécdotas que quieran: bronca de un agente de la Ertzaintza a un trabajador que se desplazaba en bicicleta a su puesto de trabajo; la policía revisa la bolsa de la compra; la Guardia Civil de Alicante elabora el listado de productos básicos que justifican ir al supermercado; una madre, abroncada por vecinos al pasear con su hijo autista. Sé que son anécdotas aisladas, pero me preocupa mucho la docilidad de la población, porque me hace pensar en esa misma docilidad aplicada a otras circunstancias. Sí, me abruman las lealtades absolutas. Y me dan mucho miedo.


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016), la novela Más allá hay dragones (2016), y el libro de prosas cortas Postales desde el balcón (2018). Recientemente ha dado a la luz en Trea el libro de poemas La vida menguante (2019). Desde 2017 mantiene una sección semanal sobre poesía y cuentos en el programa La buena tarde de la Radio del Principado de Asturias.

0 comments on “El peligro de la deriva autoritaria

Deja un comentario

Descubre más desde El Cuaderno

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo