El marketing político y la representación de la tragedia en los personajes de Ayuso y Casado

¿Qué hay detrás de la imagen de feminidad doliente, de madre que no ha podido proteger a sus hijos ante la inmensidad de la tragedia, que trata de proyectar Isabel Díaz Ayuso? ¿Qué en la doliente masculinidad de Pablo Casado, remitente al Cid Campeador que, soberbio, orgulloso, sería un gran vasallo si tuviera un buen señor? Pedro Luis Menéndez analiza dos polémicas fotografías mercadotécnicas de los dos líderes derechistas.

/ De rerum natura / Pedro Luis Menéndez /

Somos un público que necesita emociones fuertes, y durante este confinamiento no las hemos tenido. Apenas unos aplausos, apenas unos crespones, apenas unas velas, casi nada emocional en unos medios informativos que han escogido la fría asepsia de los datos científicos. La emoción no es reflexión, y el Gobierno español eligió en sus comparecencias una imagen de reflexión, para ellos y para nosotros. Nada de descargas emocionales, porque las descargas emocionales producen estampidas, y aquí se trataba de caminar todos muy disciplinados, en fila india.

Pero esto ha creado en el público (hace mucho tiempo que la ciudadanía se ha convertido en público) un hueco; un vacío en el relato que corre ahora a llenar la oposición con las imágenes muy bien construidas de Ayuso y de Casado. Aunque, en realidad, tuvimos unos primeros apuntes en Cataluña con algunas declaraciones maximalistas sobre la España que nos mata, pero no pasaron de ahí. Ahora Ayuso y Casado han decidido (no han sido ellos quienes han decidido, por supuesto, pero es un modo de hablar) entrar en el juego de los arquetipos dolientes y emocionales, unos modelos de representación escénica que nadie del Gobierno central ha adoptado por ahora. Otra cosa será cuando lleguen las honras fúnebres de Estado, los trajes negros del luto en ellas y en ellos, y toda la parafernalia añadida.

Portada del diario conservador El Mundo de 10 de mayo de 2020
Pablo Casado se muestra compungido por la crisis del coronavirus en una imagen difundida a través de su cuenta de Instagram

Los franceses saben mucho de esto. Tras el atentado de Niza, la interpretación escénica en el Elíseo (Marsellesa incluida) fue magistral. Pero todo esto lo traemos aprendido de hace mucho, al menos ya desde los griegos. El espectáculo es mímesis porque lo representado imita modelos que pueden generar a su vez el propio deseo de imitación en el espectador. En España, además, a esas raíces de la tragedia griega podemos añadir las nuestras propias, tan magníficamente desarrolladas en el drama procesional del barroco español: las lágrimas de la Verónica, el estallido dionisíaco del salto a la verja en El Rocío o el dolor lacerante de una saeta que llega a lo más hondo de cualquier mortal.

Por supuesto, lo de ahora es todo más cutre porque es más comercial, más vendible. Los mayores aún recordamos las descargas emocionales que supuso en Occidente la publicación de las primeras fotos de los niños del Biafra. Las publicaron periodistas, pero los expertos en marketing se dieron cuenta enseguida de que aquello funcionaba como herramienta para vender, y no han dejado de utilizarla hasta hoy mismo. Lo emocional sacude, como sabía y utilizó en sus representaciones La Fura dels Baus, o como hacen los hakas del rugby neozelandés: grandes o pequeñas descargas que ayudan a producir determinados estados de ánimo.

Ahora se trata de una representación light para un público light. Todo el mundo utiliza el procedimiento; nadie se queda atrás en esto: algunas campañas de Tráfico, los antitaurinos y sus performances callejeras con sangre incluida, los ataúdes en algunas manifestaciones laborales, el vídeo feminista chileno que se viralizó hace sólo unos meses. Estos son sólo algunos ejemplos para que entendamos la magnitud del fenómeno y cómo no se ciñe a ideologías concretas, porque no se trata de generar ideas, sino de despertar emociones.

Frente a tragedias como la guerra en Siria o la inmigración en el Mediterráneo, en que nos atiborraron y saturaron con imágenes de un dramatismo sobresaliente, porque era lo que entonces interesaba a algunos medios y a algunas agencias (el morbo vende, y si no, haga el favor de recordar el tratamiento que muchos medios dieron a la desgraciada historia del niño Julen), estamos viviendo ahora en nuestras propias carnes una tragedia descomunal (cualquier plumilla diría dantesca: otro adjetivo que ya nos resbala), pero que se nos ofrece sin imágenes, porque por razones políticas muy bien pensadas se nos ha privado, por ahora, de esas imágenes, para potenciar la efectividad y no la falsa compasión; una efectividad médica que no esquiva el susurro del miedo, pero que escapa del falso alarido de las películas de terror.

En consecuencia, no resulta sorprendente que algunas mentes pensantes intenten ahora construir en su propio beneficio el relato del dolor; ese luto hacia fuera que en nuestro imaginario representa tan bien la Bernarda Alba con las doscientas plañideras; ese luto que es sólo representación. Así, para Ayuso han decidido una pretendida feminidad doliente: la de la madre que no ha podido proteger a sus hijos ante la inmensidad de la tragedia, o la de la huérfana compungida y traspasada por la pérdida, una Evita Perón de andar por casa (por cierto, un personaje bastante parecido al que Cristina Kirchner acostumbraba a usar en Argentina). Mientras que para Casado han preferido subrayar la masculinidad doliente, el mito de ese Cid Campeador, soberbio, orgulloso, que sería sin duda un gran vasallo si tuviera un buen señor.

Si ese dolor fuera cierto, no habría nada que objetar porque, al fin y al cabo, cada cultura ha seguido siempre unos modelos determinados en las muestras públicas de su luto. Lo obsceno, lo inmoral, casi lo pornográfico, sin embargo, de todo esto es que se trata de una campaña de imagen; de una campaña de ventas. Sus asesores saben que estas imágenes van a multiplicarse hasta el infinito, aunque sea para criticarlas (como yo mismo estoy haciendo ahora, darles cancha), así que compensa cualquier crítica si se consigue el objetivo, y vaya si se consigue.

Es cierto también que tiene un punto débil, el peligro de cruzar la línea muy fina que separa la tragedia del esperpento, pero asumen el riesgo porque saben que, para detectar el esperpento, se necesita una manera determinada de ver el mundo que no abunda, y en cualquier caso esta campaña no va dirigida a ese público. Y en definitiva, en un mundo que lo vende y lo compra todo, ¿qué importa vender el dolor si con ello se obtienen buenos beneficios? Los mercaderes son así: no les pidamos que sean de otra manera, porque entonces no serían mercaderes.


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016), la novela Más allá hay dragones (2016), y el libro de prosas cortas Postales desde el balcón (2018). Recientemente ha dado a la luz en Trea el libro de poemas La vida menguante (2019). Desde 2017 mantiene una sección semanal sobre poesía y cuentos en el programa La buena tarde de la Radio del Principado de Asturias.

Acerca de El Cuaderno

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