Estudios literarios

Borges, Cortázar y la metaliteratura

Alberto Wagner Moll analiza la literatura vuelta sobre sí misma en la obra de los dos grandes escritores argentinos.

/ por Alberto Wagner Moll /

La literatura argentina es una metaliteratura, al menos en dos de sus exponentes más notorios: Borges y Cortázar. La obra entera de Julio es una reflexión sobre el sentido, el significado. Si la literatura, en sus formas narrativas al menos, es una creación humana cuyo objetivo es defender unas ideas, expresar unos sentimientos, es decir, esclarecer un sentido para el mundo, si la literatura es esto, digo, los cuentos de Cortázar indagan sobre qué sea esto que llamamos sentido. Desde Rayuela, donde se hace hincapié en que la forma de leer una novela es una convención establecida por el autor y en que, donde hay una, puede haber varias normas contrapuestas, hasta Ómnibus, en que podemos ver cómo la aceptación de normas sociales no viene de una universalidad razonada, sino de un impulso de miedo y agrupación, Cortázar pone el objetivo en la búsqueda misma de objetivo.

Voy a ejemplificar esto mediante el relato suyo que acabo de mencionar. En el mismo, se cuenta la historia de una joven argentina que se sube a un bus. Sin embargo, cuando entra en el mismo, todos los pasajeros la miran con extrañeza, con hostilidad incluso. Al fijarse en el resto de viajeros, Clara, que así se llama la muchacha, ve que todos portan flores podridas excepto ella. Las miradas que al principio interpreta como curiosas, quizá por algún descuido en su maquillaje o su ropa, comienzan a ser entendidas como rechazo. Clara no sabe qué ha hecho mal, qué norma social ha incumplido. Al pasar de las paradas, se sube otro joven que tampoco lleva flores y al que también miran mal. «Clara midió su acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. “Y el pobre con las manos vacías”, pensó absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de todas partes». Lo que antes de subirse al bus hubiera sido un reproche absurdo, como el que alguien no llevara flores en un ómnibus, se convertía ahora en una ley clara de discriminación, asumida por los integrados y por los desplazados. En cuestión de minutos, y debido a un rechazo tan pronunciado, Clara ha interiorizado la culpa de no tener un ramo. ¿No es igual de absurdo, por ejemplo, darse la mano al saludar a alguien? No lo es porque todo el mundo lo acepta y el no hacerlo produce un grave rechazo, al igual que en esta ocasión. Cortesía, amabilidad, cordialidad… se expresan en gestos absurdos, absurdum, fuera del sentido, y en este limbo habita la literatura de Cortázar. El relato avanza y la tensión va in crescendo, cuando llega el punto de que el conductor les intenta incluso increpar y atacar. «—Tengo miedo —dijo, sencillamente—. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa. Él la miró, miró su blusa lisa. —A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en la solapa —dijo—. Hoy salí apurado y ni me fijé». Clara y el muchacho se excusan y se alían ante una situación que parece estúpida, pero que les produce un temor muy real. Es esta la base de las normas sociales: el miedo, el amor, la base irracional. El resto es norma que sustenta y coordina este acervo de emociones. Finalmente, escapan furtivamente del conductor que deseaba cazarlos y vuelven al mundo habitual, aunque un resto de la sociedad pretérita les queda. «El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos de pensamientos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento». Ahora, ambos estaban felices de llevar, por fin, un ramo entre los dedos, como todos los pasajeros del ómnibus que acaban de abandonar.

Un correlato de la convención del sentido lo encontramos en el breve texto de Borges Borges y yo:

«Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario bibliográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y lo infinito, pero esos juegos son de Borges y ahora tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página».

Se me permita poner íntegro este texto. El mismo pensamiento, pero aplicado a la fama y a la pose del escritor, que antes vimos en las costumbres más mundanas, como es el atuendo.

La convención alcanza en ambos escritores el carácter de realidad ontológica: Dios, el tiempo, el espacio… La literatura es la llamada de atención a este hecho. En otro relato de Cortázar, La continuidad de los parques, vemos cómo un hombre comienza a leer la historia de dos amantes que traman asesinar al marido de la mujer, marido que es, finalmente, el propio lector de la novela. Finalmente, texto y realidad se entrelazan y no sabemos muy bien si el hombre forma parte de la novela o la novela de la realidad. Si el sentido es un modo de delimitar una realidad omniabarcante, del mismo modo que el reloj y los metros ordenan un espacio-tiempo que nada tiene que ver con ellos, es completamente plausible que el mundo ficticio tenga consecuencias en el otro y viceversa. Otros ejemplos de esto son Axolotl y La autopista del Sur, donde las personas acaban convirtiéndose en los objetos que abarca su pensamiento. En Axolotl, por ejemplo, el hombre, ahora larva, recuerda: «Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto todas las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas». Y finalmente, toma consciencia de la relación entre el axolotl que era ahora y le rostro humano que fue y que le miraba en el acuario: «Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre». Inclusive el propio Cortázar forma parte de su literatura, como en Apocalipsis de Solentiname, para preguntarse «pero por qué los cuadritos primero, por qué la deformación profesional, el arte antes que la vida, y por qué no, le dijo el otro a éste en su eterno indesarmable diálogo fraterno y rencoroso, por qué no mirar primero las pinturas de Solentiname si también son la vida, si todo es lo mismo». Todo es lo mismo: la ficción, Cortázar frente Cortázar, Borges frente a Borges, y la realidad entrelazada según los usos del escritor. En una entrevista concedida por Julio Cortázar a RTVE, afirma claramente que «el problema conmigo, ya te lo cuentan, es que cuando me piden explicaciones es a pura pérdida, porque a mí me cuesta mucho explicar cosas que no me las explico yo mismo» (A fondo, 1977). Si su literatura trata acerca de lo inexplicable que está debajo de toda explicación, como una conciencia sobre lo inconsciente, es imposible pedirle explicaciones.

Retomando a Jorge Luis, la literatura es la última pregunta a todas las cuestiones; nunca hay una última respuesta, porque la respuesta es algo posterior a la pregunta, y la pregunta se dirige a algo que nos es inalcanzable.

«Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios, detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?»

No creo, sin embargo, que en estos pensadores lo que encontremos sea una postura cínica ante todo aspecto convencional: el escritor falsea y magnifica, y las corbatas podrían ser flores podridas en la mano, pero lo que ayudan a sustentar no es intercambiable. El hombre, su amor, sus sentimientos, el lugar y el tiempo de los sucesos imborrables de su vida… Eso es lo que la convención debe ayudar a manejar. Y no todas las sociedades son válidas, porque hay algunas que hacen más daño al hombre o le llevan en mayor medida por el camino del odio. No es de extrañar que Borges afirmara sobre Schopenhauer que «si tuviera que elegir a un filósofo, lo elegiría a él. Si el enigma del universo puede formularse en palabras creo que esas palabras están en su obra». Efectivamente, solo en el autor del irracionalismo romántico puede encontrar el poeta un pensador que se aproxime a la Verdad. Creo que Cortázar propondría un juicio similar sobre este filósofo. Si no lo hizo, al menos sí podemos encontrar una profunda similitud. Schopenhauer tampoco valora de igual modo las sociedades: cree que son mejores aquellas en que se evita en mayor medida el dolor de la existencia. No hay utopías ni grandes edificios idealistas, pero tampoco indiferencia. La responsabilidad, que es la base de una sociedad justa, nace de la conciencia que Cortázar desvela en sus relatos de que es el hombre el culpable de las injusticias. En Grafiti, por ejemplo, donde un joven que pinta en la calle se da cuenta de que una mujer le está respondiendo a sus dibujos con nuevos grafitis, vemos esta toma de conciencia cuando detienen a ésta al intentar pintar al lado del nuevo grafiti que él le ha dejado específicamente para que responda. Sabe de su culpa: «Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más que a morderte las manos, a pisotear las tizas de colores antes de perderte en la borrachera y el llanto». Así pues, Cortázar es un profundo crítico de la Argentina de su época, y en la postura crítica, la postura de una literatura vuelta sobre sí misma y, desde su apariencia, hacia el mundo, intenta sacar a relucir los pilares convencionales del mundo entero que se construye el hombre.


Alberto Wagner Moll es estudiante de filosofía en la Universidad Pontificia de Comillas. Publicó el poemario titulado Jaima en la editorial Ars Poética en el año 2018 y fue segundo premiado en el certamen Florencio Segura del mismo año.

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