/ por José Manuel Vilabella /
[MENTIRAS] Aunque nunca hablaron del tema en sus veintisiete años de matrimonio, se sintió un poco decepcionado al comprobar, en la noche de bodas, que su mujer no era virgen y cuando ella le preguntó si para él era la primera vez, sonrió con petulancia y se echó a reír como un hombre de mundo y le dijo la primera mentira de un largo y sinuoso rosario de falsedades.
[PESADILLA] Degolló a su mujer y a sus cinco hijos con un afilado cuchillo de plata y después, desesperado, apoyó el cañón del revolver en la sien y apretó con decisión el gatillo. El ruido estruendoso del disparo le despertó y durante una porción de tiempo que no podrían medir ni los sofisticados relojes atómicos, se sintió feliz porque todo había sido una pesadilla, aunque su sonrisa se convirtió en un rictus amargo cuando intuyó que lo único real era la bala dorada que venía de camino.
[TRASATLANTICO] Cuando se despertó comprobó que el enorme trasatlántico estaba vacío y que pasajeros y tripulantes habían desaparecido. «¿Hay alguien ahí?», gritó como un poseso y solo escuchó el aleteo de unas gaviotas y el ruido de sus pasos sobre la cubierta encerada del barco. La sala de máquinas, el puente y las cocinas estaban vacíos, pero en orden. Todavía humeaban algunas tazas de té y se percibía el perfume suave de las damas que momentos antes habían estado en aquel salón; se diría que todavía resonaban el eco de las conversaciones y en el techo las volutas de humo de los habanos hacían y deshacían figuras de formas caprichosas. En un espejo le pareció ver, una vez más, la silueta de un perfil huidizo, las cicatrices de su rostro marchito. Continuó buscando por todas las dependencias del barco y durante quinientos años no dejó de hacerlo con el entusiasmo y la curiosidad del primer día, y siempre le pareció oír el eco de unas voces y en todo momento tuvo la sensación de ser observado por unos ojos invisibles que imaginó burlones y despiadados.
[PIEDAD] El toro era negro, bragao, alto de cuerna, bizco del izquierdo y tenía cara de niño y, cuando mató al diestro de un cornalón que le rompió el pecho, sintió una piedad infinita y se echó a llorar con tal desconsuelo que hasta los del siete tuvieron que reconocer que, además de brava y noble, se trataba de una bestia compasiva. Durante muchos años, muchos, muchísimos, Jacinto el mayoral, la mano derecha de don Álvaro, cuando se emborrachaba los viernes por la noche, decía que Chorreao era el toro raro de la manada, el poeta, el distinto, el que nunca se pareció a la jodía casta de la casa y «¿sabe usted?, tenía como una querencia extraña a la misericordia, a la melancolía. Misterios que da el campo. Se lo noté en la mirada cuando solo era un eral juguetón, como un crío que enviste a las amapolas y se come las margaritas. Era un toro con sensibilidad de mujer. Entiéndame lo que quiero decir. No con sensibilidad de vaca. No. Con una delicadeza como femenina. Como la que tenía mi Rocío, mi hija, la chica, la que se me fue, la que se llevó por delante aquel borracho, la que en gloria esté».
[MISTERIO] Dios inventó palabras, puso ejemplos, hizo comparaciones, dibujo criaturas en la arena, gritó hasta exasperarse, amenazó a la pareja con el puño cerrado. Dios, fíjese usted, querido don Raimundo, hasta blasfemó. Les echó a patadas de su presencia y les llamó burros, zopencos, torpes. Y, pesaroso y arrepentido por sus malos modales, les volvió a convocar a la sesión matinal de los jueves. Ellos, desnudos e inocentes, temblaban de pavor, se miraban con amor, se cogían de la mano y se preguntaban con desconcierto: «¿Qué quiere decirnos este buen señor que grita como un loco?». Todo resultó inútil. Ni Eva ni Adán pudieron entender lo que era la muerte. «Señor, ¿qué podemos hacer?», preguntó el primer hombre a su creador y Dios les dejó marchar. «No tiene importancia; la reconoceréis, cuando llegue y os mire a los ojos sabréis que es ella». Y la pareja se fue del jardín aterrorizada por el porvenir, con la desconfianza y el temor en la cabeza, con el futuro a cuestas.
[NEGOCIO] Don Andrés del Moral siempre fue un caballero fino, algo cursi, católico ferviente y andarín. Sobre todo, andarín. Decía, como si la frase fuese de cosecha propia, que el que movía las piernas movía el corazón. A don Andrés le gustaban los lugares comunes y los refranes corrientes. «Como yo digo —aseveraba el caballero—, al que madruga dios le ayuda y como decía mi padre, que era bachiller por Salamanca: No por mucho madrugar amanece más temprano». Otra de sus lindezas era decirle a las señoras orondas y tetudas: «Amiga mía, menos plato y más zapato». Y las señoras orondas, que son algo picajosas, le mandaban a la mierda y le odiaban para toda la vida. Don Andrés padecía de estreñimiento. Y presumía de ello como si eso tan molesto fuese un distintivo signo de nobleza añeja: «Nosotros, los del Moral, somos estreñidos. Lo nuestro es épico, espectacular, heroico. Mi padre solo podía obrar una vez cada diez días. Lo llevaba con enorme resignación cristiana. Y mi madre, que obraba divinamente cada día, a la misma hora y con las heces justas, le decía: “Atilano, ofrécele tu sufrimiento a la Virgen del Camino para que te lo tenga en cuenta el día de tu muerte. Tienes el cielo ganado, cariño mío”». Don Adolfo, el abuelo, conocido pedicuro de El Ferrol del Caudillo, a quien el vulgo conocía por el mal nombre de Cagómbrando, era un caso mucho más heroico si cabe. El doctor Fresno, médico internista, poco discreto y algo botarate, decía de él, en el Casino Militar, que se trataba de un caso clínico. «Señores les aseguro a ustedes que lo que puede retener el zascandil que nos ocupa en sus intestinos es algo espectacular. Para que no le dé un cólico miserere mi ayudante, la señora de López, tiene que ponerle una lavativa cada veinte días para que el hombre evacue, evacue y siga evacuando». Cómo a un hombre estreñido, de familia conocida, andarín y refranero como don Andrés del Moral pudo darle un apretón inoportuno un nefasto 12 de octubre, día del descubrimiento de América, es un hecho constatado que ninguno de sus cinco hijos pudo explicarse nunca; eso jamás había ocurrido en la noble y antigua estirpe de los del Moral. «Pero, papá, dinos cómo, ¿cómo pudo suceder ese hecho singular, ese milagro, ese acontecimiento?». Don Andrés tomó la palabra y pronunció un discurso, una plática, que sus retoños nunca olvidarían, algo que iría pasando de generación en generación de forma oral. «Hijos míos, caminaba por el centro de esta bella ciudad de Alcantarilla y, de pronto, un retortijón me advirtió que si no acudía urgentemente a un inodoro me iba a rilar por la pata abajo como un vulgar menestral. Reaccioné como un hombre de recursos, como un caballero español, como un del Moral legítimo. Me acerqué al domicilio de doña Consolación Garcibáñez, pulsé el timbre de la menesterosa viuda y le dije angustiado: “Amiga mía, abra la puerta, por favor, porque tengo una colitis horrenda y necesito utilizar su excusado”. Y la bondadosa dama me pidió cien euros de estipendio. Remuneración que yo satisfice a la buena mujer para aliviar las necesidades materiales de esa pobre vergonzante que para sobrevivir tiene que revolver en las basuras como los sintecho. Y yo os digo, hijos míos, que ayudar al menesteroso es propio de caballeros católicos y que tu mano izquierda nunca sepa de las caridades que hace tu mano derecha. He dicho».
[DESCONCIERTO] Iba de ventanilla en ventanilla y, en todas, un ángel burócrata, encargado de la información, le decía que sus apellidos no figuraban en las litas, que no había ninguna localidad reservada a su nombre. Tenía un rostro atribulado y un aire desvalido y blandía un papel amarillo y ajado en el que alguien, una autoridad de su lugar de residencia, respondía por ella y certificaba que había sido buena y generosa con el prójimo. Los vigilantes, después de leer el documento, negaban con la cabeza y no le concedían ni la caridad de una sonrisa. A media tarde la vimos hacinada en el autobús que la llevaría al Infierno; estaba acurrucada en el asiento y con el papel amarillo en la mano, ensimismada y tratando de recordar qué pecado había cometido, en qué había fallado para no tener el derecho de sentarse a la diestra de Dios Padre.
[AGONIZANTE] El agonizante comprobó que a su alrededor todos sus familiares se habían quedado dormidos y que algunos, incluso, roncaban sin el menor recato. Estaba hecho unos zorros y no se encontraba nada bien; tenía escaras en el trasero y llagas en la espalda y el brazo unido a un árbol donde colgaban las botellas de suero, los botellines de antibióticos y los botellones de calmante. Una enfermera rubia le secaba el sudor de cuando en cuando y echaba una ojeada a la parroquia que esperaba en la atestada habitación de hospital; ya no acudía la morenita que le había medido la tensión y la señora bajita que preguntaba si don Manuel había hecho de vientre. Se levantó como pudo y se desprendió del catéter y dejó a un lado la mascarilla del oxígeno. Su nieto de tres años se despertó y le miró divertido y él le guiño un ojo y le susurró al oído: «Duérmete, Manolín; duérmete tranquilo, hijo mío». El niño le sonrió y se quedó observando con los ojos muy abiertos las idas y venidas de su abuelo, después se acurrucó junto a su padre y volvió a conciliar el sueño. Localizó su ropa en el armario empotrado del fondo y se vistió con parsimonia. Se miró en el espejo y su aspecto le pareció pavoroso; era un enfermo grave, pero eso sí, un agonizante bien vestido, con buena facha. Abrió la puerta de la habitación y echó a andar por un largo pasillo en penumbra y pasó ante la supervisora que contestó a sus «buenas noches» con un «hola» desabrido y sin levantar los ojos de los papeles que revisaba. El portero le abrió la puerta y le preguntó si quería un taxi y él le contestó que no, que prefería caminar. La noche era fría y una fina capa de rocío le daba a los coches aparcados una apariencia fantasmal. Respiró profundamente y sonrió con agrado al recuperar las imágenes y los sonidos de la madrugada: el trajín de los barrenderos, el eco de sus propios pasos, el frenazo de un coche, la carcajada pavorosa de una vieja… Nunca lo volvieron a ver y sus familiares le dieron por muerto y, aunque no dijeron nada, diez años después recibieron una postal desde Montevideo que decía: «Estoy bien. Abrazos. Manolo».
[TREGUA] Volvió en sí cuando notó que unas manos suaves le curaban las heridas. No quiso abrir los ojos y dejó hacer a la mujer que le trataba las llagas con ungüentos y le ponía pomadas en donde sus torturadores habían apagado los cigarrillos. La mujer actuaba deprisa y con delicadeza de experta, ponía apósitos y vendas y utilizaba el mercurocromo para desinfectar las partes tumefactas de su cuerpo que habían recibido peor trato. Le habían arrancado una a una las uñas de los pies y ella ahora cuidaba sus dedos con mimo, los envolvía con algodones y los vendaba con esmero. Abrió los ojos y acertó a decir «gracias» con una voz que le salió ronca y profunda, como de canta jondo, como de martinete. La mujer se volvió y le sonrió con simpatía. Tardó unos segundos en reconocerla; era Sagrario, su sobrina, la hija mayor de su hermano Andrés. Recordó vagamente que era ATS y que había ganado unas oposiciones muy buenas, que estaba muy contenta en el Ministerio del Interior, que se casaba en octubre con un compañero de oficina.

José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.
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