/ por José Manuel Sariego /
El cadáver insepulto de mamá
Carecía de arrestos para asomarse a los ojos de los cadáveres que le salían al paso. Merodeaba en torno a los féretros con la cabeza gacha o se hacía el encontradizo con los curiosos más o menos conocidos que deambularan por las casas mortuorias. Cualquier necrófilo —que mira que abundan— le valía, le distraía.
En esta ocasión no le quedaba otra que afrontar una responsabilidad indelegable, a requerimiento de los funerarios, por su condición de primogénito de la viuda (del segundo marido, mejor no hablar; le hizo una hija preciosa y se escabulló el muy truhan). Le instaron a que revisara a la finada antes de clavar la tapa del ataúd. Así lo hizo. Levantó la mirada del suelo. La posó sobre la cara de la madre difunta. Se estremeció al observar que mantenía los ojos abiertos. Como en vida. La misma chispa. Se azoró del todo. Dio media vuelta hacia la puerta de salida, levantando el brazo derecho hacia la techumbre, y farfulló de espaldas a los enterradores.
—Está bien, procedan.
Testamento de la zorra (1)
Descubrió en el Diccionario de la lengua española que la desusada expresión del título aludía al «testamento en que se dejan en herencia bienes que no se poseen». Ese sintagma nominal le venía que ni al pelo para abordar el propósito largamente ideado de emborronar unas cuartillas que sus hijos podrían leer una vez convertido en fiambre.
Necesitaba plasmar su testimonio vital, no tanto por satisfacer la curiosidad —nada perceptible— de los dos herederos, como por justificar su particular existencia. Una existencia, la suya, resumida en intangibles nada exclusivos u originales, sino pertenecientes al procomún. Una heredad, la suya, de nulo valor (ni cuentas bancarias saneadas ni patrimonios inmobiliarios ni títulos de nobleza ni derroches aventureros). Ernesto Rodríguez Sarmiento era consciente de que dejaba a sus dos hijos la herencia del perro sin pedigrí.
Ha de acotarse, a efectos informativos, en esta primera reseña del Testamento de la zorra que Ernesto, el testador, había cumplido los sesenta y seis las vísperas del confinamiento pandémico del año 2020, justo el tiempo en que inició la escritura del documento. Los pipiolos destinatarios, ya talluditos ellos, rondaban la treintena: una, por arriba; el otro, por debajo.
Piedad
Cual vejestorio,
déjenme sentar en los
bancos públicos.
Fatalidad
Cuando me llegue,
desgarro de Camarón:
cuando me llegue.
Vetustas reclusiones
Con Marcelino
Pan y Vino pasamos
nuestro sarampión.
Con Fray Escoba
limpiamos los mocos y
la varicela.
De casa en casa,
capillitas rústicas
purgan paperas.
Milagro: aceite
hígadodebacalao
aménjesús ¡puaj!
Confesión
Topo, gusano,
perro, caballo, insecto,
mono. Soy Kafka.
K
Aquel poeta
suspiraba (de amores)
por traductoras.
Altura de miras
Elevó al cielo
los ojos y no vio más
que chimeneas.
Patriotería
De su capa hizo
bandera de odio, trapo
de tiento y furia.
Líder de pacotilla
No me cabalgues
sobre una revolución
para cagarla.
La llorona
Canta Chavela
llorona Rosalía
y viceversa.
Lole y Raphael
Que sí, olvídate,
que nadie te quiere, no,
como yo te amo.
Que no, que no, que
como yo te quiero, sí,
nadie te amará.
Descubrimiento y resignación
Se auscultó el envés
de las manos. Destapó
costras y roñas.
Evidenció a las
claras su decadencia
irremediable.
En medio de la
complicidad del virus
más mortífero.
Concluyó que adiós
muy buenas, que c’est fini,
que santas pascuas.
En fin, que el agua
que ya nunca has de beber,
déjala correr.
Triajes
Dijo a Pinocho
que contara hasta el gocho.
Un, dos, tres, ocho.
Quile Quilete
reina en su gabinete.
Cuenta y veinte son.
En un café se
rifa un pez al que toque
el número diez

José Manuel Sariego Martínez (Santibáñez de la Peña, Palencia, 1954), más conocido por su dedicación a las tareas políticas como concejal, diputado regional y dirigente del partido socialista gijonés, ha publicado dos libros en los que se entremezclan reflexiones y comentarios derivados de aquella actividad junto a textos más intimistas: La ciudad y la memoria que se me escurren entre los pliegues de la rutina (La Productora, 2004) y Desusado estuche de mi memoria (Trea, 2013). En 2015 publicó en Trea su primera, decidida, neta incursión en los inabarcables territorios de la república literaria: Los reinos tristes de Acilina.
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