/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana Mestre /
Yo quería estudiar geología, pero me interesaba igualmente la historia. Un azar me hizo estudiar arqueología, y luego me pasé a la historia. No les cuento esto porque tenga particular interés, sino para que se comprenda que yo era entonces un adolescente optimista, que veía el final de la dictadura pensando siempre que las cosas irían mejor. Después de tantos años de miedo y de silencio, amenizado con algunas ejecuciones, todos necesitábamos creer en un país diferente del que habíamos tenido, y la historia parecía un instrumento poderoso. Los restos de la dura posguerra eran todavía evidentes y mucha gente tenía vivas las heridas de la guerra civil. La imagen de los emigrantes procedentes de Extremadura y Andalucía, llegados en vetustos trenes a la barcelonesa estación de Francia, con sus maletas, el cántaro y los fardos, formaban parte de nuestra memoria reciente. Nadie —ni los franquistas— quería volver a los terribles años cincuenta.
Desde entonces, ha transcurrido el tiempo, y, a lo largo de los últimos treinta años, la competencia económica por los puestos de trabajo ha creado o hecho revivir sentimientos racistas en una parte importante de la sociedad europea y española. Las clases medias, hoy columna vertebral de Europa, se han vuelto más conservadoras; y entre octubre y noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín y con él se desmoronó todo el sistema socialista que había detrás. Recuerdo que experimenté una gran alegría al ver caer el muro;. De mis amigos, sólo Carlos Barral, que murió aquel mismo diciembre, se mostró pesimista ante el previsible hundimiento de los países del Este. Le sorprendió que no hubiera ningún debate de fondo ante semejante cambio en la historia. El llamado socialismo real, que había alimentado las esperanzas de la izquierda en Europa y España, se evaporó sin grandes debates de historiadores. Yo recuerdo que visité Berlín poco después de aquellos hechos y me sorprendió la mísera situación del Ejército Rojo y la carestía de casi todo entre la gente. ¡Y Berlín era el escaparate del socialismo real! Norteamérica y la derecha se habían quedado sin enemigo. Todo aquello, ustedes lo saben bien, fue el prologo de lo que vino después, con el hundimiento de las izquierdas.
Pero de aquel mes de diciembre de 1989, hay un detalle que a menudo se olvida cuando se quiere recordar la historia reciente. Estados Unidos invadió a un país soberano: Panamá (Operación Causa Justa). Era presidente de Estados Unidos George Herbert Walker Bush. Pocos protestaron. Aquello fue un tanteo; el primero tras el desastre que había sido Vietnam. Los halcones del Pentágono querían verificar la capacidad de respuesta de la izquierda, y no la hubo Bush había heredado una economía prospera, pero se había quedado sin enemigo exterior. Para el asalto final a la izquierda mundial, necesitaba un enemigo más creíble que el pequeño país centroamericano. Buscó desesperadamente a su enemigo e intentó convertir en él a la China ascendente, pero fue difícil. Sería el atentado del 11-S en Nueva York el que salvara en este sentido a su hijo, George Walker Bush, que declaró una guerra al terrorismo que era una abstracción, un absurdo, pero iba a funcionar a golpe de buscar cabezas de turco concretas: los talibanes afganos, Sadam Husein, Mohamed Morsi, Muamar el Gadafi, etcétera.
El capitalismo, ahora sin freno ni miedo del comunismo, fue transformándose una máquina feroz. En los últimos años se ha producido la concentración de capitales más grande de la historia. Sólo en Estados Unidos, los salarios, en 2006, habían descendido en un diez por ciento respecto a los de principios de los años sesenta. Al mismo tiempo, el uno por ciento de los ciudadanos ganaba una quinta parte de todo el dinero generado y poseía un tercio de toda la riqueza de la nación. Pero no fue sólo Norteamérica la que sufrió este percance: su capitalismo salvaje nos arrastró a nosotros. Todos los mecanismos de control de los sistemas democráticos tradicionales han ido cayendo uno tras otro; no sólo el capital se ha concentrado. La prensa, la industria editorial y las grandes cadenas de televisión están en manos de unos pocos conglomerados de empresas. Ha desaparecido el cuarto poder, que ha sido absorbido o domesticado; aquí no se han implementado leyes antitrust, y hoy estamos derribando uno de los últimos diques: el estudio de la historia. Los sistemas educativos de casi todos los países, empezando por Estados Unidos y siguiendo por los países europeos, intentan transformar la historia en una materia inútil, incapaz de servir como acicate de la mente. La pérdida de la memoria es sin duda alguna la fórmula más eficaz para anular la personalidad.
Y por esto es posible la era Trump. Ahora ya no necesitan máscara. Los enemigos externos pueden inventarse y da igual si son reales o imaginarios: ¿es la China roja la que nos ha infectado con su arma secreta del coronavirus? ¿Son las compañías de comunicaciones no controladas por el Departamento de Estado las amigas de terroristas? ¿Es la OMS, organismo infiltrado de enemigos de América, el causante de la Pandemia? Como ven, da igual el enemigo concreto; en el fondo es una cuestión menor. Lo importante es que la gente lo crea. ¿Entienden por qué es muy difícil hoy que triunfe una izquierda en Estados Unidos? Obviamente, todo esto beneficia a aquel pequeñísimo porcentaje de norteamericanos que ya se han beneficiado de las crisis y de las catástrofes de los demás; a aquellos ciudadanos norteamericanos a los que la política de Trump ha disminuido los impuestos. Pero ¿y nosotros? Yo entiendo a la llamada nueva derecha —eufemismo de extrema derecha— norteamericana, porque se están beneficiando. Pero me resulta imposible comprender a la ultraderecha europea y particularmente a la española. Ellos, para esa nueva derecha norteamericana, son simplemente una pandilla de estúpidos que no merecen más que las migajas que caen de su mesa durante los festines. A veces me recuerda esta historia a la de los pocos regimientos cipayos de la India que fueron fieles a la Compañía Británica de Indias: esperaban que les premiaran con ascensos y emolumentos, y tan sólo lograron su disolución y aniquilamiento.

Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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