¿Dónde está nuestro pan? es un libro compuesto por tres novelas cortas en las que Abel Aparicio se sumerge, desdibujando la frontera entre realidad y ficción, en la crudeza de la guerra civil y en el desolador ritmo marcado por el franquismo en la posguerra. Tres historias que se adentran, en parajes ensombrecidos por la soberbia de los vencedores pero iluminados por el valor, la tenacidad y la perseverancia de los derrotados. El autor construye su territorio literario sobre la realidad de unas comarcas en las que ubica un amplio abanico de personajes que le sirven como altavoz de la memoria. Seres que han dejado un legado de dignidad que ahora, en la más rabiosa actualidad, es recogido por jóvenes que continúan la lucha por el mantenimiento de una sociedad mas justa y libre.
Dos nexos conectan los tres relatos: por un lado la mina, motor económico de la tierra leonesa y caldo de cultivo de un vínculo obrero que trascendía más allá del tajo, y por otro la incuestionable importancia de la mujer en contextos como el medio rural, las políticas de cercanía o la preservación de los ideales que el régimen aplastó salvajemente. Mujeres que plantan cara a la hostilidad, que se dejan la piel en trabajos de extrema dureza, que son capaces de unirse, ayer y hoy, para crecer y para vencer.
La línea
/ por Abel Aparicio /
Los capataces de la mina, sabedores del liderazgo de Avelino, lo hicieron llamar. Las oficinas se situaban a escasos metros de la reguera del valle, donde, anexo a estas, se encontraba el economato, y, lindando, el lavadero, los cargueros y la línea de baldes. Como era habitual en él, entró sin llamar.
—Aquí me tenéis.
—Estamos observando cierta actitud que no nos gusta —comentó uno de los encargados con displicencia.
—Sabéis que nos estáis tocando las pelotas y eso a nosotros nos gusta menos —respondió Avelino sin amedrentarse lo más mínimo.
—Avelino, la producción está bajando nuevamente, mucho, y esto no es casual.
—Pues cumplid lo acordado y volverá a subir —zanjó Avelino dando un portazo.
Estas palabras le sonaban repetitivas y cansinas. En la huelga del treinta y tres la producción de carbón bajó drásticamente. Según los datos que le facilitaron, a causa de aquellas jornadas de huelga, se extrajeron cien mil toneladas menos que en el año anterior. No fue fácil, pero la organización obrera dio sus frutos. Los comités de zona se pusieron de acuerdo y tanto en Villaseca como en Matarrosa o Torre las jornadas de paro tuvieron su repercusión. Alertados por si aquello se repitiera, desde el sindicato decidieron echar toda la carne en el asador.
Mayor que su hermano Martín y con un ideal comunista muy marcado, Avelino empezó a trabajar desde joven como barrenista. Destacaba por su altura y su tez morena, la cual se pasaba cubierta por el polvo del carbón la mayor parte del día. Pero, sobre todo, Avelino despuntaba por su faceta de batallador. Lo que más les fastidiaba a sus jefes era la capacidad negociadora que poseía, por eso, en los momentos complicados, se ofrecía para mediar.
Una semana después de aquella primera reunión, mientras ejercía su trabajo, un capataz lo mandó llamar de nuevo. Recorrió la galería de punta a punta más el kilómetro que separaba la bocamina de las oficinas. Abrió la puerta y, muy a su pesar, no pudo evitar mostrar cara de sorpresa. Allí se encontraba, rodeado de su séquito, el dueño de Antracitas Bercianas, la empresa propietaria de la mayor parte de las explotaciones mineras de la zona. Fue el primero en tomar la palabra, adelantarse era clave.
—Esto me huele a encerrona y sabéis que no tengo precio.
—Todo es negociable, Avelino —comentó Arsenio, jefe de la empresa—, dinos qué deseas.
—Lo que venimos reclamando desde el treinta y tres. Que se nos pague lo que nos corresponde, que se respeten las horas y que se aumente el jornal.
—Todo se puede negociar, menos el sueldo. Las cuentas no salen.
—¿Me ves cara de gilipollas? —protestó Avelino tensando su cuerpo.
—Vamos a zanjar esto. Te ofrecemos el puesto de vigilante y la parte del carburo correspondiente a tus compañeros será tuya.
—He dicho que no me vendo. No lo acabáis de entender —respondió resignado.
—Todo se andará, Avelino. Todo se andará —añadió de nuevo el dueño sacando un importante fajo de billetes de su bolsillo.
—Amenazas, las justas. Para esto no me llaméis —dijo mientras abandonaba la oficina.
Cuatro meses más tarde, la era de Almagarinos estaba atestada de gente. Las lluvias de la primavera y un calor idóneo para el cereal provocaron que la cosecha de ese año fuese abundante, algo que, por otra parte, se veía como imprescindible, viendo el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. Elvira y Martín se disponían a realiza su habitual descanso de las diez. El calor ya apretaba y en las frentes se mezclaban sudor y paja seca. La parada no era por capricho. Al cabo de quince minutos, cuando la pareja se disponía a dar por finalizado su almuerzo, vieron como un grupo de cinco falangistas se adentraban en la era. Después de pasar por delante de varias familias y bordear sus respectivos montones de paja y grano, el que parecía llevar la voz cantante se dirigió a Martín:
—Llevamos dos semanas detrás de tu hermano. ¿Dónde está?
—No lo sé. Sabéis perfectamente que estoy muy ocupado recogiendo el pan y que mi hermano lleva varias semanas desaparecido.
—Eso es lo que nos dices siempre, pero tenemos informes de lo contrario. Ándate con cuidado, Martín, te vigilamos muy de cerca.
Mientras los falangistas marchaban y el silencio empezaba a asolar el valle, Martín y Elvira miraban a ambos lados, intentando adivinar en qué parte se encontraría Avelino. Las dos laderas ofrecían buenos lugares para resguardarse. A esto había que sumar que el entorno era desconocido para unos falangistas que en su mayoría llegaban de otros emplazamientos. Por el contrario, las gentes de la zona dominaban cada rincón como su propia casa. Río abajo, la carretera finalizaba en el siguiente pueblo, esa salida estaba controlada. Otra vía importante, el camino de las Bárcenas, utilizado por los camiones que subían parte del carbón extraído de las minas con destino a la estación de Brañuelas, también estaba protegida. Los camioneros simpatizaban con Avelino y con el resto de mineros. Solo quedaba una vía, río arriba, pero por ahí también sabían que Avelino y los suyos estaban a resguardo. No obstante, esa era la dirección por la que podrían venir los problemas.
Aquella mañana de domingo, único día de descanso en las minas, Martín y Elvira la pasaban, como buena parte del pueblo, majando el pan. Ni un día de descanso, ni un día de tregua. Sus huesos cansados y sus manos curtidas daban buena cuenta. Cuando el sol se ocultó detrás de las montañas que daban a la hoya berciana, Elvira regresó al hogar al que previamente había acudido su pareja. Pablo, con seis años, Nieves, con cuatro, y Ángeles, con dos, los estaban esperando. Su vecina, ya jubilada, les echaba una mano siempre que lo necesitaban, pero no querían abusar de su confianza.
Cuando sus tres criaturas ya estaban en la cama, sintieron como alguien picaba en la ventana que daba a la parte de atrás de la casa. Por la forma de tocar, Elvira sabía que era su cuñado Avelino. Se levantó, abrió la ventana y le hizo entrega de una pequeña tartera. Avelino la recogió a la vez que se despedía. Elvira esperó a que el silencio se apoderara de la casa para hablar con su marido.
—Mira, Martín, las cosas se están poniendo muy feas. En la mina te tienen vigilado, hoy viste que los falangistas también, y, si tu hermano no aparece, al final vendrán a por ti.
—No te preocupes, mujer. Mañana mismo hablo con él. O que se entregue o que marche de estas tierras —dijo Martín lamentando pronunciar esas palabras.
—Espero que haga lo último. Esto tiene pinta de convertirse en un infierno —pensó en voz alta Elvira mientras miraba para el cuarto de sus hijos.
—Lo que les pasa es que no soportaron que no pudieran comprarlo.
El lunes entraron a la mina a las siete de la mañana, hora en la que empezaba a clarear, aunque a ellos eso les daba igual. Dentro siempre era de noche. Martín trabajaba de entibador y sabía que tenía que estar concentrado todo el tiempo que pasara allí. Tanto su seguridad como la de sus compañeros dependían de la habilidad con la que colocara los cuadros. Mientras llegaba el último pedido de madera, Martín retrocedió hasta aquel día de abril. Solo habían transcurrido cuatro meses, pero parecía una eternidad. Sentado sobre su boina, empezó a recordar las reuniones que su hermano tenía con el jefe y los capataces de la empresa.
La hoja del mes de agosto fue arrancada de los calendarios y con la entrada del otoño Avelino decidió dar un paseo por Almagarinos a pecho descubierto. La noticia llegó a casa de su hermano Martín y este salió a acompañarlo. Juntos recorrieron las calles empinadas, la fuente, la plaza de la iglesia y la salida del pueblo en dirección a las Bárcenas. Pasaban varios minutos de la media noche. No se oía ni un ruido en la calle, salvo el ladrido lejano de un perro. Durante el paseo se encontraron con un vecino afín a las ideas de los golpistas y, al situarse a la altura de los hermanos, se dirigió a ellos:
—Avelino, el río está deseoso de recibir tu sangre.
—Pues le va a tocar esperar —dijo Avelino con voz muy calmada.
Dieron la vuelta al llegar a la salida del pueblo, allí Martín le habló a su hermano.
—Si la pistola que llevas la llego a tener yo, ese ya no respiraba más —protestó Martín ante la suavidad de la respuesta dada por su hermano.
—Por eso es mejor que tú no lleves armas. ¿Qué conseguiría con matarlo?
—Imponer respeto —insistió con la misma actitud.
—Y que al día siguiente llegase una partida de cuarenta falangistas y nos mataran a todos.
Martín sabía que Avelino tenía razón. Era consciente de su temperamento y de su nervio, por eso sabía que no debía llevar un arma ni estar en las negociaciones. Tenía sus ideas y sabía que podían contar con él para lo que hiciera falta, pero no para dialogar, para eso no.
Las semanas pasaban con una calma tensa. La actividad en la mina volvía a desarrollarse con cierta normalidad y las labores del campo empezaban a tocar a su fin. Fue uno de esos días, a la salida de la mina, cuando Martín y Elvira decidieron sacar los diez surcos de patatas que sembraron en primavera. Estaban inmersos en sus tareas cuando una camioneta con varios falangistas llegó de Espina. Detuvieron el vehículo, se bajaron y se acercaron a ellos. Martín se quitó el gabán que le protegía de la fina lluvia que caía sobre el valle del río Tremor y agarró con fuerza la azada. Elvira hizo lo mismo y se puso al nivel de su marido. Al ver la actitud desafiante, los falangistas detuvieron sus pasos y comenzaron a hablar.
—Sabemos que últimamente tu hermano se deja ver demasiado por el pueblo.
—No tengo noticias —explicó mientras negaba con la cabeza.
—Mira, Martín, esto va a ser rápido. O aparece Avelino durante esta semana, o los dos siguientes en caer sois tú y ella —señaló uno de los falangistas perdiendo la paciencia.
—Ella tiene nombre —dijo Elvira con la frente alta— y creo que lo conocéis.
—No tenemos nada más que añadir.
Esa misma noche, la última del mes, Martín hizo llegar a través de un enlace la noticia a su hermano. En menos de dos horas, empapado, Avelino llegó al pueblo. La lluvia, acompañada por un leve vendaval, había empezado a caer hacía un par de horas y la noche no era la más propicia para caminar. Sin embargo, Avelino sabía que aquello no podía esperar. Entró en casa de su hermano y su cuñada, se acercó al cuarto de los niños para ver cómo dormían y se sentó al calor de la lumbre. Elvira tomó la palabra:
—Avelino, esto no puede seguir así. Si te entregas, te fusilan. Si no te entregas, a nosotros dos nos cogen presos. Creo que lo mejor es que esta misma noche, sin perder más tiempo, Martín y yo huyamos al monte —aclaró mirando a su marido.
—No nos precipitemos —quiso tranquilizarla su cuñado—, vamos a esperar. Los falangistas saben que aquí somos un grupo fuerte y que no pueden campar a sus anchas como en Noceda o en Bembibre. Vamos a darnos un poco más de tiempo.
—¿Un poco más de tiempo? Hace días fusilaron cerca de Bembibre a José, a Marcelino en Ponferrada, y a Ángel y Emilio en la curva de la Retuerta, ahí arriba, en el puerto de Manzanal, ¿y tú me pides un poco más de tiempo? —preguntó nervioso Martín, levantándose de la mesa.
—Nada tienen contra ti, el asunto es conmigo. Estate alerta, nada más.
Esas palabras convencieron a Martín y a Elvira, decidiendo hacer vida normal dentro de lo que permitían las circunstancias. Avelino se despidió sin revelar su paradero. Era un acuerdo al que habían llegado el día que subió de Ponferrada al ver que la zona había quedado en manos de los golpistas. Antes de ir a la cama, el matrimonio se acercó a la habitación donde, ajenos a todo, descansaban sus descendientes. Nieves y Ángeles lo hacían en una cama y Pablo, en otra.
El ambiente en el pueblo era tenso, pero dentro de la mina todo cambiaba. La complicidad entre compañeros era absoluta, algo que sacaba de quicio a los caciques. Sabían que hasta allí no llegarían, por eso usaron sus artimañas con el objetivo de detener a Martín y, con ello, conseguir a Avelino. No demorarían mucho la cita. Una mañana de sábado, como cualquier otra, Martín se acercó a por su lámpara de carburo. El encargado de la lampistería lo puso en alerta, le habían dado el chivatazo.
—Martín, hoy van a ir a por ti. No te preocupes, todos están al tanto.
—¿Que no me preocupe? —dijo con las venas del cuello hinchadas.
—Hazme caso —le comentó en voz baja, pasándole una nota escrita—. El traidor es Leandro, lo tenemos controlado.
La jornada transcurría sin el más mínimo altercado, lo que dejó descolocado a Martín. Fue a la salida del tajo cuando Leandro le apuntó por la espalda.
—No des ni un paso más, llegó tu hora —dijo Leandro sacando su pistola.
—Creo que te equivocas, traidor. Mi reloj solo marca una hora y es la de tu sentencia.
Tras un rápido forcejeo, el arma de Leandro cayó al suelo y varios compañeros los rodearon, algo que Martín aprovechó para salir corriendo de las instalaciones mineras y echarse al monte sin pasar por casa. Dentro, en la mina, a Leandro lo pusieron contra una pared. Cuando este, arrodillado, con lágrimas en los ojos y el pantalón orinado, pidió clemencia, los mineros entendieron que era suficiente y lo dejaron marchar. El día estaba llegando a su fin y sabían que a la mañana siguiente la casa de Martín y Elvira iba a estar vigilada, por eso fueron a avisarla. Esta, con una calma inusual dada la situación, dio de cenar a sus hijos mientras preparaba una pequeña maleta. Una hora más tarde, con la ayuda de los que hasta ese momento eran compañeros de su marido, recorrieron los cuatro kilómetros que separan Almagarinos de Tremor de Abajo. Allí residía Máximo, su padrino. Las dos niñas eran demasiado pequeñas para entender nada. Pablo, que apenas alcanzaba los seis años, fue el encargado de cuidar lo mejor que pudo de sus hermanas. Elvira, en cuclillas y agarrando las manos de Pablo, habló con él.
—Tienes que ser fuerte, como tu padre, tu madre y el tío, ¿me lo prometes?
—Sí, mamá. Pero vuelve pronto —dijo entre lágrimas.
Al ver sollozar a su hijo, Elvira no pudo contenerse y rompió a llorar sin que este la viera. Sin perder tiempo, salió de casa de su padrino, al que besó y agradeció la ayuda prestada. Este le metió en el bolsillo algo de dinero. Sabía que lo iba a necesitar. A la una de la madrugada Elvira y Martín se encontraron en el lugar que habían acordado. Intuían que esto ocurriría tarde o temprano y por eso se anticiparon. Serrucho, un amigo maderero que Martín tenía en Pobladura, les facilitó un refugio. El plan era estar allí el día siguiente y, cuando anocheciera, partir hacia Espina, el emplazamiento más seguro para huir al monte. Martín y Elvira se abrazaron, sentían que estaban abandonando a sus hijos, unas criaturas inocentes pagando las consecuencias del levantamiento militar. Dos niñas y un niño, como tantos en el país, serían desahuciados. Al menos, los suyos tenían con quien quedarse. Elvira era dura, pero que la separaran de sus hijos era demasiado. Pedía venganza, pero era consciente de que tenía que actuar con inteligencia.

Abel Aparicio
Marciano Sonoro, 2020
256 páginas
18€

Abel Aparicio González (San Román de la Vega [León], 1980) es escritor y poeta. Colaboró en el fanzine Creatura de Illescas (Toledo) y en el medio digital Astorga Redacción. Algunos de sus poemas aparecen en los libros Versos para derribar muros (2010), Versos a Oliegos (2010-2014), Poesía en los bares (Groenlandia, 2012) o Lletres lliterariu. En 2011 vio la luz su primer poemario en edición bilingüe leonés-castellano: Tintero de tierra; y en 2012 coordinó la antología de poesía social Esto no rima (Origami). También es autor de La ruta del Tuerto, libro de versos enraizados sobre la historia y la memoria y a la vez dotados de alas capaces de sobrevolar fronteras y cordilleras. Su primera novela es ¿Dónde está nuestro pan?
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