/ una reseña de Carlos Alcorta /
La palabra confinamiento ha sido una las más pronunciadas en los últimos meses; una palabra que, sin embargo, resulta familiar para ciertos grupos de personas que se confinan, digamos de forma voluntaria (los presidiarios, obviamente, no entran en esta categoría), como son, por ejemplo, los trabajadores de una plataforma petrolífera, los marineros, los miembros de ciertas órdenes religiosas o los pastores y los ganaderos que hacen de la trashumancia su modo de vida. Un confinamiento, es verdad, que poco tiene que ver con esa reclusión a que nos hemos visto obligados por la pandemia. Sejos del confinamiento tituló el ya fallecido Emilio de Mier una novela en la que narraba la vida en Los Sejos, un conjunto de praderías situadas a casi 2000 metros de altitud en la vertiente norte de la sierra del Cordel, en Cantabria, que, además, alberga un excelente conjunto megalítico, adonde trasladan el ganado durante el verano. Se trata de un confinamiento en contacto directo con la naturaleza, precisamente una de las cosas que nos han sido vetadas durante el estado de alarma. Muchos han aprovechado dicho confinamiento para dar cuenta de las impresiones que tal enclaustramiento ha propiciado, bien en forma de diario, novelando las circunstancias o versificándolas, pero Juan Ignacio González (Mieres, 1960) ha llevado a cabo un proyecto diferente. No ha escrito de, sino para; y en ese para ha reunido, en las cuidadas ediciones de Heracles y nosotros, un conjunto de veinte poemas que engloban los temas predilectos que han venido desarrollando en libros como Otros labios acaso (1985), Contra la oscuridad, en colaboración con José Carlos Díaz (2003), La vieja música, en colaboración con Javier Cellino (2004), El cuaderno de la ceniza (2013), Los nombres de la herida (2016), El cuaderno de la guerra y algunas notas sobre la paz (2017) o Los jardines en ruinas (2019).
Pero, ¿cuáles son los remas recurrentes a los que hacíamos mención? El primer poema, un homenaje a Primo Levi, los resume de manera efectiva: el racismo, la insolidaridad, la injusticia, la pobreza, las «mil guerras absurdas» que provocan miles de muertos inocentes. Frente a tanta violencia, no solo física, el autor reclama la vecindad del musgo, para ser, en un guiño a Celan, «amapola y memoria». Los desposeídos, los olvidados de la historia, los nadies también poseen sentimientos, Juan Ignacio lo sabe porque ha «oído caer sus lágrimas en los aguamaniles» y sabe además de ese hambre antigua que agujerea el estómago y que escenifica en un maravilloso verso: «Mi madre es un poema sobre un mantel a cuadros». Pero el compromiso social no excluye la necesidad del amor: se complementa, como queda de manifiesto en el poema «Las calles de tu piel», uno de los que prefiero, que comienza con estos versos: «La vida es suscribir el compromiso/ de amarnos frente a otros/ para poder, así, ser el espejo/ que refleja que, algunas madrugadas,/ también vence la luz a las tinieblas».
No podía faltar tampoco la reflexión metapoética, muy presente en los libros anteriores de Juan Ignacio González, como en el poema «Todas las servidumbres de este oficio», en el que escribe: «Y si, después de todo, las palabras/ escarbaran la piel y se adentraran,/ jugando con el agua de los sueños,/ hasta el “escrito de los sueños”». Una reflexión que define su modo de concebir la poesía, entre lo confesional y lo simbólico: «Uno de los secretos del poeta/ es guardar para sí ciertos silencios,/ la luz de la herejía,/ la rosa desangrada en primavera. // Y, apenas unas sílabas más tarde,/ mostrar todas las piezas del oficio». La infancia y el paso del tiempo dejan su impronta en poemas como «Estaciones» y «Oda a la ceniza» —este último seguramente con influencia de Bousoño— respectivamente. No hay un más allá que justifique ni compense las penurias de la vida. La fe solo consuela a quienes buscan fuera de sí y del mundo físico el alimento para soportar la realidad: «No, la muerte no es dulce como anuncian los credos,/ ni hay puertas que se abran a otra vida tras ella», escribe Juan Ignacio González con palabras sencillas y con una musicalidad envidiable. El sincero latido de su corazón no podía quedar expuesto de mejor manera.
Selección de poemas
La vecindad del musgo
«Yo no soy más que un árbol que se alejó del bosque»
Joan Vinyoli
Extraño cada noche la vecindad del musgo.
Las horas en que escribo
necesitan la sed de la pulpa de un árbol,
descubrir la oquedad donde duerme el olvido
y aprender, con los pájaros, su aguda geometría.
Esos pozos lunares donde el viento del norte
deposita la lluvia al pie de los incendios,
deberán ayudarme a reencontrar
mi lugar en el bosque.
Y allí, junto a los muros de cabañas en ruinas,
construiré con sus piedras una fuente
para ser, otra vez, amapola y memoria,
junto a los campos yermos y los pueblos vencidos.
Las coordenadas
Déjame que te dé las coordenadas,
vivo en el meridiano de los días.
No soy un ser violento, amo el frío,
ese que viene de la negra sombra,
del lado norte donde impera el miedo
en la nube más densa de los sueños.
Ocupo esta cabaña del olvido,
duermo en ese jergón, junto a los prados
donde hallan su refugio los furtivos.
Tengo la puerta abierta por si un día
el vals pausado de los locos-cuerdos
quisiera regresar y te acercara
a la noche desnuda en la que habito,
por si, después del baile, aún te atrevieras
a cruzar este umbral de la esperanza.
Puede que aún no lo sepas, pero hay barcas
que llegan a la orilla de este invierno
y traen toda la sed de la memoria.
Aquí dejé la brújula hace tiempo,
en los reclinatorios de la vida.
Oda a la ceniza
Aprendimos de un dios evanescente
a no tener piedad con los vencidos.
No, la muerte no es dulce como anuncian los credos,
ni hay puertas que se abran a otra vida tras ella.
La vida es lo que late en cada amanecida,
el alba, siempre el alba, en que despierta un niño,
los ojos que se agitan frente al azul del cielo,
nombrar todas las cosas, como hacen los poetas,
para que todo siga teniendo algún sentido:
la luz iridiscente de los primeros besos,
la calle en que transitan los sueños a deshora,
el rostro que te aguarda detrás de los cristales,
la tierra en que germina el polen del deseo,
un parque, crisantemos…
El resto es esta larga caída de los años
de cuando vamos siendo, camino hacia el poniente,
«plenitud de la nada y carne desgajada»
No, no hay piedad, los dioses saben bien de la muerte,
esa desnuda llama que se apaga en silencio.
Buscando el mar
Yo no era más que un pobre pescador
rendido, a la deriva, frente a una mar sin alma.
Buscaba entre las redes saciar mi sed de inviernos,
encontrar las palabras
entre los arrecifes de coral de la vida,
y hallar sobre el tablero —entre las marejadas,
el sedal y la escarcha de las frías mañanas—
un puerto de arribada y un noray donde atar
las derrotas y el miedo.
Navegué a toda vela, repasé los cuadrantes,
los sextantes, la brújula.
Tracé todas las líneas en los mapas del sueño
de la vieja bitácora.
Me alejé de esas costas desoladas.
Puse rumbo a otros puertos y a otras aguas, muy lejos.
Y buscando ese mar, encontré tus orillas.
Saberes
Lo sé, todas las nubes
acaban olvidando su viaje en estas aguas,
y el mar hace con ellas la espuma en las orillas,
y la arena mojada recala en algún cuerpo
que libre serpentea al borde los sueños.
Y, a veces,
los sueños ateridos se hacen lágrimas
que buscan su refugio en unos ojos huérfanos.
Arroyan por las cuencas vencidas y,
en otoño,
dejan su triste huella por todos los senderos.
Con la calima, ellas, regresan a las nubes,
y así cumplen su ciclo las aguas retenidas.

Juan Ignacio González
Heracles y Nosotros, 2020
edición no venal

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
Enhorabuena Carlos por tu magnífica reseña de este nuevo libro de J. Ignacio (Mierense como yo) que desconocía y que voy a intentar comprar. Me gustan los poemas seleccionados. ¡Enhorabuena!
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