Escenario

Los ojos de Celia

Jorge Praga reseña el debut cinematográfico como directora de Pilar Palomero: 'Las niñas', una película en la que unos ojos son el espejo del objetivo de la cámara; se mira a través de ellos, se dialoga con ellos y son los propios ojos de Palomero mirando desde el tiempo remoto de su adolescencia.

/ por Jorge Praga /

En la escena inicial de Las niñas, debut de Pilar Palomero en la dirección cinematográfica, el coro femenino de un colegio ensaya bajo la dirección de una monja. Es una fase del ensayo un tanto extraña, pues se pide a las alumnas que gesticulen en silencio como si estuvieran cantando de verdad. La cámara recoge primeros planos de los rostros concentrados en una suerte de muecas que provocan unas cuantas risas nerviosas. La monja pide por fin a alguna de ellas que ponga voz real a los gestos, da la entrada con el piano, y cuando esperamos oír al coro la secuencia finaliza bruscamente. Hay que esperar al final de la película para reencontrar al coro y dar sentido a esa escena inicial, cuyo aplazamiento ha dado paso a una larga exploración que llena toda la película con la vida preadolescente de una de las integrantes, Celia. En la última secuencia, en una fiesta del colegio, el coro sale al escenario. La monja da la entrada desde el piano para arrancar con un himno colegial de factura redonda, tan redonda que casi hace pensar en una música pregrabada a la que las niñas añaden la gestualidad, en recuerdo no borrado de aquella escena inaugural. Sea así o no, pues la película no lo aclara, lo que importa es que frente al silencio colectivo de todas las estudiantes en la escena de partida, ahora un doble sonido va ganando nuestros oídos mientras la cámara se centra en el rostro de la protagonista. Sobre el canto colectivo, impersonal y empastado, va creciendo la voz individual de Celia, llena de imperfecciones pero auténtica y creíble sobre el primer plano de su rostro. Esa niña a la que nos hemos acercado con perseverancia durante la hora y media anterior, ese ser fronterizo que empieza a sentir dentro de sí los titubeos y las novedades de la adolescencia, comienza a emitir en el coro una voz personal en pugna con la colectiva y ajena. Es un final metafórico, y a la vez sintético, del camino que ha ido labrando Celia: buscar su tono propio, su identidad, su diferencia, entre la gran masa de disciplina inútil y entorno religioso que ya va dejando atrás, como un uniforme escolar demasiado usado y fuera de talla.

Entre esas dos escenas extremas discurre la vida de Celia, repartida entre las aulas del colegio, las reuniones de amigas y la fría relación con su madre en un piso poco acogedor. Pero las imágenes son solo la punta del iceberg de lo que no se puede mostrar: el estado interior de la niña, sometido a cambios hormonales y vitales que la llevan a explorar otras relaciones de amistad y a preguntas sobre territorios desconocidos. Un estado para el que los guías y maestros anteriores ya no sirven; su madre, el confesor, las monjas… Solo queda buscar la complicidad de quien está como ella y finge tener algo de experiencia de ese mundo extraño y desconocido que cae del cielo como una mañana sin estrenar. El tiempo narrativo se suma al desconcierto sacrificando su progreso, amontonando jornadas de rutinas mezcladas con rupturas. Fumar, manosear un condón, mirar a un chico a los ojos, desobedecer, transgredir. Los hechos se agolpan sobre unos ojos muy abiertos hasta formar un palimpsesto desordenado y opaco.

Los ojos de Celia. Pilar Palomero, la directora, hace de ellos el espejo del objetivo de su cámara. Pilar mira a través de ellos, dialoga con ellos, son sus propios ojos mirando desde el tiempo remoto de su adolescencia. A través de ellos se instala en ese 1992 al que se invita también al espectador. Un diálogo encerrado y enredado en la femineidad que despierta y pregunta sin romper silencios ni esperar respuestas. Algún crítico ha comparado la interrogación de esos ojos con los de Ana, la niña que protagonizaba El espíritu de la colmena. Las dos, Celia y Ana, no comprenden el mundo que las rodea, un mundo que las invade y desasosiega. La Ana de Víctor Erice se enfrenta a algo terrible que su infancia no puede abarcar, el trauma de la guerra civil en el año posterior a su finalización. Sus ojos pugnan por hacer habitable «Un lugar de la meseta castellana hacia 1940…», como reza el rótulo de la primera secuencia. El cine viene en su ayuda con la proyección del Frankenstein de James Whale, y con esa ella enhebra un cuento mágico que le permita defenderse de una realidad tan torturada. La inquietud de Celia, sin embargo, radica en su revolución interior, en la apertura de una etapa biográfica que se abre como un viaje a lo desconocido. Es corporal y vital más que histórico o político, a pesar de que la directora marca su obra con precisas anotaciones de época que llegan incluso a decidir el formato de proyección, un olvidado 4:3.

No es necesario retroceder hasta la película de Víctor Erice para encontrar los ojos de Celia en el reciente cine español. Una serie de directoras han estrenado en los últimos años su primera obra con el mismo empuje y parecidos objetivos que Pilar Palomero. Y como ella, han peleado por un hueco donde instalar a su protagonista, que es una prolongación de su propio ser, un espejo donde la mujer se pregunta por sí misma después de tantos años sin voz pública. El recuento podría arrancar en Tres días con la familia, ópera prima de Mar Coll en 2009. Su protagonista, Léa, comparte con todos sus familiares las exequias de su abuelo, lo que le permite abrir un balance inesperado del pasado en el que se apoyó su formación y entrever las difíciles vías del futuro que comienza. Léa es el quicio generacional, la puerta por la que mirar, los ojos que proponen y reciben las experiencias paralelas de los espectadores. Ese estreno de Mar Coll se ha repetido en películas de los últimos años con características similares: primera obra de una directora nacida en torno a los ochenta, base autobiográfica y generacional, énfasis especular en la protagonista femenina. Incluso se reiteran rasgos accidentales, como la impregnación catalana de la producción o la acogida con premios en el festival de Málaga. Esa saga se reinicia en 2017 con la delicada Verano 1993, de Carla Simón, en la que una niña de seis años, Frida, llega a una familia adoptiva tras la muerte de su madre. En el mismo año se presenta Júlia ist, en la que Elena Martín dirige e interpreta al personaje que reescribe su experiencia de Erasmus solitaria en Berlín. En 2018 triunfa la propuesta de Celia Rico Clavellino en Viaje al cuarto de una madre, que se ocupa de la lucha de Leonor (una espléndida Anna Castillo) por romper el cordón umbilical que la paraliza en su casa. «El cine más interesante de los últimos años está dirigido por mujeres», proclamaba su directora en el estreno. Ese año la acompañó con los premios en Málaga Las distancias, de Elena Trapé, la única de las autoras nombradas que ya había estrenado un largometraje anterior, Blog, en 2010. Belén Funes fue la debutante que llamó la atención en 2019 con La hija de un ladrón, una ventana poderosa sobre Sara, la joven que arrastra lazos familiares que machacan su vida.

Son películas que se hacen cargo de una subjetividad que impregna y empapa la narración. Ya sea desde el mundo mágico de la niña adoptada de Verano 1993 o con las tormentas interiores de Celia en Las niñas, las películas renuncian en alguna medida al punto de vista exterior y descriptivo de los hechos para tratar de acceder a la intimidad problemática de la protagonista. Sugerir, mostrar, más que decir o establecer. La cámara de Las niñas es un buen ejemplo de esa pretensión: siempre encima de Celia en planos de poca profundidad, va capturando en su constancia el clima de desconcierto que se adueña de ella. La fotografía, el encuadre y su enorme fuera de campo, el montaje, son dispositivos que van dibujando un estado de ánimo. Una secuencia ejemplar de ese esfuerzo la encontramos en el día que su madre la lleva tarde al colegio tras un desayuno de muchos titubeos: la deja en la puerta, Celia le pide que no se marche todavía, que siga allí mientras ella sube las escaleras. La cámara se va tras Celia, se para con ella cuando la angustia la detiene, se gira para perseguirla cuando Celia se arrepiente y vuelve en busca de su madre. La cámara llega jadeante a las espaldas de Celia, un poco tarde, lo que permite subrayar en silencio el balance terrible de su carrera de vuelta: nadie la espera, nada sujeta su angustia. Está sola frente al vacío del otro lado de la verja.


Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999) y Cartas desde Omedines (2017), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de CastillaLa Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.

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