/ El viejo que pasea por el barrio / Sergio Gaspar /
Un fantasma recorre Occidente y la mayor parte del mundo. No es el comunismo. Ni siquiera la COVID-19. Es la resurrección de la muerte.
La muerte ha resucitado: esta es la noticia más precisa que no dan los diarios ni las radios ni las televisiones. Y, con la muerte, ha resucitado paladinamente nuestro miedo a la enfermedad, al dolor, a la desaparición. Un miedo que ninguna filosofía, ningún psiquiatra o psicoterapeuta, ningún panfleto de autoayuda, pueden curar. Seguimos enfermos de miedo a morir.
Sólo la resurrección de la muerte logra explicar este espectáculo tan sublime al que estamos asistiendo sin necesidad de pagar entrada. Centenares de millones de personas confinadas en sus viviendas (sí, he escrito viviendas) por el mundo. El PIB cayendo en el abismo en el segundo trimestre del año: el 11,7 % en la Unión Europea, el 9,7 % en Estados Unidos, el 23,9 % en la India. Un millón de muertos en el planeta, según las últimas estadísticas; muertos que han fallecido mayoritariamente en soledad y sin dignidad. Quinientos millones de personas que engordarán el paro y la pobreza en los próximos meses, según informes de la ONU. En palabras del FMI, «el hundimiento de la economía más brusco y profundo de la historia contemporánea». No es la tercera guerra mundial. Es la resurrección de la muerte.
Las sociedades occidentales, desde los albores de la modernidad, han intentado matar a la muerte con mayor o menor dedicación y convencimiento.
Terminada la segunda guerra mundial, instaladas en los felices y rebeldes años sesenta, las sociedades occidentales pisaron a fondo el acelerador de la historia para consolidar su objetivo de borrar del ámbito público a la muerte y confinarla en la intimidad familiar. En suma, de transformarla de hecho social en (des)hecho individual. La muerte debía ser cada vez menos pública y cada vez más privada. Se trataba de privar a la muerte de su carácter público.
Así, con este ocultamiento, con este fingimiento, se aumentaría el confort de una sociedad y de una clase media cada vez más amplia (la construcción de esta clase media ha sido el verdadero y gigantesco work in progress de la modernidad, una construcción que se tambalea peligrosamente desde hace años), compuesta de familias que por fin podrían comprarse casas, pisos, coches y electrodomésticos, a plazos y con hipotecas casi siempre, mientras algunos de sus hijos accedían a la universidad, bailaban al ritmo del pop o del rock y unos cuantos incluso arrancaban adoquines en las calles de París, deseando ser libres o pasárselo bien, que viene a ser lo mismo que la libertad, mientras los menos afortunados tenían aún que matar y morir en Vietnam.
El final del siglo XX y el inicio del XXI, como dos ángeles vanguardistas, descendieron a derramar en nuestras mentes todavía torpes y analógicas la epifanía de la revolución digital. Estos ángeles, dos marinettis de alas imponentes e hiperbitioveloces, nos han recitado durante cuarenta años, acompañados de un ejército creciente de expertos cada vez más expertos, el Manifiesto del futurodigitalismo. ¿Cómo no ilusionarse ante tanta belleza y grandeza prometidas?
En esta atmósfera emocional de optimismo tecnológico, no me sorprendió encontrarme en la prensa titulares como estos. Me hubiese sorprendido no leerlos.
«En 2045 el hombre será inmortal»
«La muerte será opcional en 2045 y será posible rejuvenecer, según ingenieros»
«La inmortalidad está más cerca de lo que crees»
«El envejecimiento es una enfermedad que se puede curar»
«Yo no voy a morir. No solo eso, sino que dentro de 30 años voy a ser más joven»
Sonaban bonitas, también creíbles para algunos, siguen sonando aún creíbles, palabras como las de José Luis Cordeiro, Aubrey de Grey y otros científicos vanguardistas. ¿Se puede ser más vanguardista que oponerse a la tradición de morir…? En apenas treinta años, no existiría ninguna enfermedad que pudiera matarnos. En apenas treinta años, la muerte estaría muerta.
No pensé que tales pronósticos resultasen increíbles. Pensé: «En 2045 seré seguramente un difunto. Lástima que no pueda rejuvenecer a mis 94 años. Sería toda una experiencia volver a tener poluciones nocturnas».
Y de pronto la muerte resucitó socialmente.
La muerte vino a llamar a la puerta de nuestras sociedades, diciendo: «Damas y caballeros, dejad el mundo engañoso de la inmortalidad y sus halagos. Preparaos. Bastantes de vosotros vais a morir, y no sabréis ni cuántos ni cómo ni por cuánto tiempo».
Y de pronto la muerte ha resucitado como hecho social y no como simple (des)hecho individual y ocultable. Porque no hay una muerte más social que la de morir por una pandemia, morir por contagio planetario, morir por culpa del cuerpo enfermo del otro y no por culpa de nuestro cuerpo. Morir socialmente.
Y la COVID-19, para acabarlo de estropear, no es como el sida. No basta con usar condón, con mantenerse casto. No se transmite por el semen o la sangre. ¡Si hasta resulta que se transmite por el aire! Es en verdad una enfermedad digna de signos exclamativos. ¿Existe algo más incontrolable y social que el aire? Todos somos peligrosos para todos. Actuar socialmente, cualquier contacto, puede significar contraer la enfermedad.
La COVID-19 nos ha recordado con brutalidad dos verdades incómodas: a) sufrimos, enfermamos, morimos; b) no queremos morir, ni enfermar, ni sufrir.
Eso es todo. Eso es mucho. Eso puede detener y cambiar el mundo.
Y, como fui profesor de literatura española, cosa que se nota en este texto, acabaré con una estrofa de Juan Ruiz, arcipreste de Hita:
¡Ay, Muerte!, ¡muerta seas, muerta y malandante!
Matásteme a mi vieja, matases a mí enante.
Enemiga del mundo, que non as semejante,
de tu memoria amarga non sé quien non se espante.
Dejemos de lado la intención burlesca de Juan Ruiz. Dejemos de lado los tópicos medievales. En la estrofa, se muestra nuestro viejo deseo de matar la muerte (es llamativo que el título del ensayo de David William Wood y José Luis Cordeiro, científico visionario mencionado antes, sea La muerte de la muerte), igual que se la describe como la mayor enemiga del mundo. No una más, sino la mayor.
Creíamos haber enterrado a nuestra vieja enemiga, al menos socialmente, y ha resucitado. Esto explica lo que pasa, además naturalmente de la ineptitud y soberbia de los políticos, de la ignorancia de los expertos, de la idiotez de la mayoría de nosotros, empezando por mí, el idiota más próximo que conozco.
No obstante, no temamos. Morirán y sufrirán bastantes millones de cuerpos. Habrá más paro, más pobreza, más conflicto social. Tal vez me moriré yo o lo pasaré putas en una unidad de cuidados intensivos. Tal vez desaparecerán personas que quiero. Pero no cambiará nada. O casi nada, que equivale a nada. Dentro de un rato más o menos largo, volveremos a hacer turismo por el ancho mundo en aviones, aunque tal vez eléctricos, a bailar y ligar y emborracharnos en las discotecas, a trabajar o a cobrar el paro sin mascarilla, a seguir sufriendo y muriendo, como los que ya han muerto y sufrido en estos meses que llevamos de 2020.
Quizá sea esto lo terrible: el tiempo futuro poscovid se parecerá al tiempo pasado precovid.
[EN PORTADA: Bodegón con una calavera y una pluma, de Pieter Claesz (1628)]

Sergio Gaspar nació en 1954 en Checa, provincia de Guadalajara. Se licenció en filosofía y letras en la Universidad de Barcelona. Ha publicado los libros de poesía Revisión de mi naturaleza (1988), Aben Razin (1991), El caballo en su muro (2004) y Estancia (2009), reeditado en formato digital por Uno y Cero Ediciones (2013). Es asimismo autor de la novela Viento de tramontana (2014). Fundó en 1996, junto a Maria Fortuny, la editorial DVD Ediciones, aventura que dirigió hasta su cierre en otoño de 2011, tras haber publicado más de doscientos títulos de poesía, narrativa y ensayo. En la actualidad, es un jubilado y pasea.
Este texto inteligente demuestra que la poesía habla de la realidad, que no es ninguna novela. Nada podemos hacer contra el Covid, pero pudimos hacerlo para salvar el planeta y no lo hicimos, lo que ha causado ya diez veces los muertos a causa del coronavirus. Sólo tiene miedo a la muerte quien ya la tiene encima. Al resto qué le importa que los muertos sean un millón, o diez. En algún momento no lo fuimos, pero hoy somos más gregarios que los gatos pero más cobardes, más traidores, más cómplices de los asesinos.
Estoy del todo de acuerdo con lo que dices, Jordi. “Sólo tiene miedo a la muerte quien ya la tiene encima”. “Somos más gregarios que los gatos”. Grandes verdades.
Este párrafo “Terminada la segunda guerra mundial, instaladas en los felices y rebeldes años sesenta, las sociedades occidentales pisaron a fondo el acelerador de la historia para consolidar su objetivo de borrar del ámbito público a la muerte y confinarla en la intimidad familiar. En suma, de transformarla de hecho social en (des)hecho individual. La muerte debía ser cada vez menos pública y cada vez más privada. Se trataba de privar a la muerte de su carácter público” explica toda nuesta incertidumbre, nuestra no comprensiión.ni aceptación de lo que pasa. La muerta en nuestra merodea nuestra casa como si no supiera lo listos que hemos llegado a ser en el siglo XXI. Qué buen texto, Sergio, al que llego a través de tu paisano. Los que que pasean te saludan.