Creación

Vamos, niña

«Ah la niñita impubescente, víctima propiciatoria de la balumba profesoral que ha decidido, a modo de condigna compensación, que la chiquilla sirva de modelo al profesor de manualidades...». Un relato de José María Pérez Álvarez

/ por José María Pérez Álvarez /

(De tal palo…)

Ah la niñita impubescente, víctima propiciatoria de la balumba profesoral que ha decidido, a modo de condigna compensación, que la chiquilla sirva de modelo al profesor de manualidades, el cual, dotado para la ornitología pero no para las artes, viene de realizar en un tiempo récord una talla de la muchachuela, un talla humilde, muy de chichinabo, en madera escueta de pino, ya que, pues hemos hablado de chichinabo, años atrás manufacturó con material de esta crucífera, de afamada resonancia culinaria en territorios hostiles a la gastronomía, hayqueserbrutos, una reproducción patética de uno de los cachorrillos de los ciento un dálmatas: aparente quedó la escultura, muy de ingenio clasicón y disney y lució espléndida en el aula durante cuatro días hasta que las calores estivales que llegaron en primavera, poco después que los vencejos, comenzaron a hacer menguar el perronabo igual que apetito tras pitanza y al cabo de ese plazo el chucho se fue

arrugando y arrugando y arrugando

y arrugando y arrugando y arrugando

y arrugando y arrugando

y arrugando

hasta transformarse en una especie de oruga irreconocible, sin manchas ni nada. Una mierda de escultura, seamos objetivos. Así que ahora, monsieur le professeur acaparó unos brazados de pino calculados para una reproducción a escala de la niña y obtuvo, tras laboriosa entrega, la alquimia de algo aparente y rudimentario que nadie reconocería como tal, es decir, como representación de la vejada

(refresquemos la memoria con recurrente flash-back: a instancias de fortachudos colegas de colegio, la alevín accedió a bajarse las bragas y enseñar su culillo lechosovirginal y su rajita delantera inmaculada al público discente que agradecía el gesto con sonoras carcajadas y un algo de atroz deseo en el caso de un degenerado precoz con apellido compuesto y rimbombante, al que bautizaremos Jacobo, que se desbocó cuando la purísima fue obligada a desnudarse y mostrar sus carnes prometedoras)

ni siquiera cuando vistió al engendro con galas similares a las que la niña llevaba y lucía el día de autos de ingrato recuerdo en la memoria colectivacadémica. Colegio laico. Cómo mudan los tiempos y las mores. Colegio laico. Bilingüe. Concertado. Sin flores a María, sin flores a porfía y, por tanto, sin madre divina y celestial, ¿qué será de los retoños que carecen de tutela, protección y teta cuando el hambre (o la sed) aprieten? Nadie, ni siquiera Dios en su infinita sabiduría, puede saberlo: Dios, por lo tanto, no es tan sabio como se fabula. No es omnisciente. Ni omnímodo. Ca, no es tan sabio el Señor como lo pintan, no. Ni de lejos. En Pasapalabra no se llevaría el bote ni décadas atrás ganaría Un millón para el mejor. La selectividad, por los pelos. No podría elegir ser Dios sino aspirar únicamente a convertirse en un apóstol secundario.

La niñita, ¿ya se dijo?, fue arrumbada a una esquina del patio, entre tachos de basura tan altos como ella, y en presencia de gañanes matones que frisaban la grave decena de años, conminada por estos a subirse la falda plisada y bajar las bragas floridas en tanto alguno de los asistentes masajeaba el gusanito aleve y asimismo imberbe que se abrumaba en la bragueta: todos ignoraban, los niños y la niña, lo que hacían: había más de espanto que de transgresión en ese estriptis que hubiese pasado inadvertido y ni en casa comentarían de no ser por la aparición extemporánea de una hermana de la maculada que vio como ésta emprendía un gesto de somera y lánguida desnudez que repugnaba a sus costumbres intachables transmitidas en su familia de generación en generación y dio la voz de alarma por el colegio y el patio del colegio y el cielo del colegio y las aulas del colegio y los despachos del colegio. Y aunque se tomaron medidas disciplinarias rotundas, la telaraña del olvido se extendió al poco por el colegio y el cielo del colegio y las aulas del colegio y los despachos del colegio. Silencio. Silencio. Áureo silencio. Pero, a modo de tardío desagravio, el director conmina al de manualidades: Hágame usté una repro de la niñita mancillada y la colocaremos en pedestal u hornacina para que nunca más suceda algo que perjudique no sólo el buen nombre de este templo del saber (¡sagerao!) sino la afluencia de los correspondientes maravedíes a nuestros paupérrimos bolsillos, ¿de acuerdo, monstruo? ¿Hornacina en colegio laico? Pudiera ser. Porque si hornacina es “Hueco en forma de arco, que se suele dejar en el grueso de la pared maestra de las fábricas, para colocar en él una estatua o un jarrón, y a veces en los muros de los templos, para poner un altar” (DRAE dixit), no es indispensable coqueta capillita para hornacina como no es indispensable pareja para el sexo.

El laborioso orfebre, maguer trabajase piedra y no metal precioso ni aleaciones propincuas porque el arte lo pondera el resultado final y no la materia sobre la que se faena, obtuvo pues una repro(ducción) somera, apañadita y que en nada, pero nada, se parecía a la niña maltratada, vejada, vilipendiada, ultrajada, menoscabada y visualmente sobada, de forma que si la madre de la víctima viese la talla de mal talle, no podría reconocer en ella a su angelillo que unos desalmados obligaron a comportarse de forma demoníaca, a saber, tapándose el rostro avergonzado con la falda en alto y descendiendo el pudor de las bragas hasta los tobillos de forma que algún vidente masajeó su cantimpalo de pimpollo sin maldad ni dotación genital sorprendente. La experiencia, no lo sabremos nunca, acaso le sirva al chavó en un futuro, tal vez no muy lejano, para adentrarse en el tórrido y tenebroso mundo del sexo. Sex o no sex. (Comedia española de 1974, no recomendada a menores de dieciocho años, dirigida por Julio Diamond y protagonizada, entre otros, por Agata Lys, mmm, José Sacristán y Antonio Ferrandis. Una joya). O tal vez lo sepamos si algún escribidor discreto, coge el asunto aquí farfulleramente pergeñado por pudor y prudencia, y saca al mercado una obra de enjundia que avale la precocidad de esos gurruminos que, unos años más tarde, con pelos y granos y la mala hostia adolescente habitual, se hunden hasta las cachas en el ámbito vulgar de la vulgar sexualidad más torpe y sangrienta. Esperemos, ansiosos, la aparición del capolavoro.

Flujos, humores, sudor, saliva. La mejor definición de orgasmo masculino: la lástima. Eso dirá uno de los muchachos lascivos la primera vez que se corra con una prima segunda (por tanto, incesto venial) y ella le pregunte ¿ya? (inquisición rastrera y mal intencionada y bastarda) y él responda “es que me vino la lástima” para significar que una vez resuelto el asunto de la espermatorrea, lo aniquila una tristeza indiscreta y fagocitaria que lo deja entre feliz y alelado, como un trankimazín. La lástima, ¡eso es! Ningún sexólogo definirá mejor el orgasmo. La lástima. Esa lástima a destiempo. Insolente. Católica. ¿Fronteriza de la muerte? Hombre, no exageremos: hipérboles, las menos. La madre, pues, no reconocería en el pedazo de pino a su vástaga virginal aunque ya no tan virginal merced a la irrupción de aquellos compañeros cabrones que la obligaron a mostrar el culo recién florecido y el pliegue coñero y soportar el escarnio de una actuación más propia de una vedete cuarentona que de un hada inocente.

Volvamos a la repro de la niña que el profesor de manualidades ha concluido en tiempo breve y arte menor: aderezada con algo similar a una falda confeccionada con papel cebolla debidamente pintada de rojo y una especie de blusa de color azul que no casa ni remotamente con la falda y que le da un aire de muñeca putona de mercadillo, he ahí la talla rematada: sin firma, tal vez porque el autor se avergüenza de la obra que aún hay artistazos que conservan el mínimo de pudor indispensable para considerar apócrifas ciertas excentricidades salidas de su ingenio. Pero acaso se deba a que, la primera vez que el de manualidades y tecnología, dos por uno, realizó una exposición en el centro cultural del pueblo, el longevo jesuita Aguirre, que siglos atrás había bendecido el recinto y asperjado debidamente con lluvia celestial cada rincón de lo que entonces no era centro cultural sino cineclub (¡viva CurroJiménez! ¡viva Crónicasdeunpueblo!), al analizar los cuadros y las esculturas del que por entonces ejercía de delicado estudiante de magisterio, comparándolos con esculturas y cuadros divinos (piedades y cristos y ángeles y vírgenes y querubines y tronos y potestades y mártires y demás parafernalia ad hoc), hizo un aparte con el entonces discente y futuro profesor y le susurró con somera beatería al oído, para evitarle el ludibrio nacional, que “stultorum infinitus es numerus, según dice el Eclesiastés, I, 15 y usted es uno de ellos, quizá el mejor de todos, vaya mierda de obras” y el artistazo quedó mohíno porque él pensaba que la frase, mutatis mutandis, pertenecía a un tal Einstein (pronúnciese Ainstain) y ahí se derrumbó jericomente su vanidad de escultor en ciernes proyectado a un futuro prometedor y decidió dedicar todos sus esfuerzos a obtener una plaza en el colegio donde actualmente, y ya a punto de jubilarse, ejerce de metódico profesor con ciertas veleidades artísticas como lo atestigua la escultura de la niñita que no prefirió, rastrera, morir antes que perder su sagrada castidad, siguiendo el ejemplo de san Tarsicio.

Así que en cuanto colegio laico no hay hornacina en cuca capilla pero sí en la fachada, a la derecha de la puerta, donde, en años anteriores, reposaron, sucesivamente: una imagen de la virgen María (magníficat, por cierto), un busto de Franco, otro del alcalde, del primer alcalde democrático, que conste, del pueblo; después, fallecido el primeralcaldedemocrático, un jarrón con flores que reponía la señora de la limpieza y posteriormente ornamentado con desastrosos claveles de plástico procedentes de un bazar chino y actualmente un vacío inexplicable y anacoreta. Vacío lunar, de materia oscura. Ahí, en esa hornacina hueca y solitaria, carente pues de sentido, se colocó la talla de la niña (40 estilizados centímetros de alto) un día de enero, cuando aún las huellas de las pezuñas de los camellos de los reyes magos de oriente (deplorable procesión de preposición de repetida hasta el hartazgo) se marcaban en el suelo húmedo, ahí se situó la escultura de la niña empinada (entiéndase el audaz neologismo como árbol de la familia de las abietáceas) en un acto conmovedor al que asistieron los padres de la víctima y de los verdugos que promovieron y jalearon la tropelía. (¡Más! ¡Súbela más! ¡Hasta arriba! ¡Las bragas hasta los pies!) Y una banda de música.

Pero ¿para qué tal parafernalia si lo que el claustro del colegio deseaba era que un silencio marmóreo cubriese el acto deplorable y no apareciese reseña alguna en el periódico local que podría menoscabar el prestigio añoso del centro público? ¡Eso en un privado no pasaba, me cago en todo! ¿Por qué aquel homenaje reparador con tanto ringorrango si lo que pretendía el centro público era pasar de puntillas (para algo están las frases hechas aunque algún alumno mal hablado señalase que en acontecimiento tal sería mejor decir “pasar de putillas”, dada la edad de la víctima pasiva) y guardar oneroso silencio que protegiera a la prestigiosa institución escolar donde otrora había impartido clases de literatura un poeta que había sido Premio Nacional De Lo Mismo? ¡Ahí es nada! Dejo en el aire invernal la pregunta para quien responderla sepa que el que esto escribe, oh, donoso lector, no tiene ni idea ni piensa perder dos minutos reflexionando acerca de tan contradictoria actuación.

Allí están: los padres, los alumnos, la banda de música, el concejal de cultura y educación, tres mesas con refrescos, cava, cerveza y vino, restos de los turrones navideños, pasas, polvorones, aceitunas rellenas, mortadela, queso y una docena de gambas tristes y evidentemente a punto de pudrición de color cetrino y olor sospechoso, más que probables sobras de los extintos ágapes navideños, dos camareros fúnebres y un frío del carajo que el día anterior la nieve había convertido el pueblo en un hermoso decorado navidul y aún flotaban en el aire gélido los ecos de los villancicos y olía el ámbito a los excrementos de los camellos mágicos que habían dejado presentes de distintas categorías, valor y practicidad en las casas de los niños que habían sido buenos e incluso en las de los pequeñosbestias que conminaron a la dulce chiquilla cuya talla acaba de descubrirse a airear el trasero blanquecino y la rajita de hucha de Domund delante de sus compañeros de clase. ¡Grande es el océano del perdón!

La ocasión lo requiere: el director del centro habla: poco y mal. Que el acto no es reivindicación alguna, que todo fue una travesura infantil que no volverá a repetirse, que sirva como desagravio la hermosa escultura amañada por don Benigno y, a la vez, como ejemplo de lo que jamás, jamás deberá suceder bajo ninguna circunstancia: y que allí queda el adorno de la dulce Clarita en su hornacina como paradigma de quien sabe arrostrar un desmán sin por ello alimentar ansia de venganza, lenta en la cólera, actitud que agradezco asimismo a los padres de la mancillada por no interponer denuncia alguna y limitarse a coger los seis mil euros que escotaron los progenitores de los alumnos salvajes que obligaron a la modelo a desembarazarse de la ropa en tanto los asistentes proferían las groseras palabras que se escuchan en las películas porno si es que alguien atiende a los diálogos de las películas porno. Cuánto pervertido de Dios puebla este mundo que es un valle de lágrimas. Así que comamos y bebamos juntos estos manjares para cerrar, suturar, restañar, cicatrizar y cauterizar las heridas antañonas que desde hoy serán olvidadas, yepa.

Fanfarria, alboroto y el revoleo procaz de unas palomillas alguna de las cuales fue a posarse encima del pesebre del bebito celestial sito en la plaza mayor anunciando al mundo la nueva buena o viceversa. El director del centro, circunspecto, glabro, delicuescente, amanerado, envarado como un maniquí de escaparate, hace un aparte torticero con la madre de la agraviada cuya representación a escala adornará la hornacina del edificio por los siglos de los siglos si es que no se transforma el noble colegio en infiel madrasa, con los tiempos que corren; ambos caminan ausentes de todo y de todos como si estuviesen llegando a un acuerdo o planeando negocio turbio. Un balón anarquista impacta en la calva del dire, que se gira hacia el grupo de jugadores, señala a uno de ellos que sonríe con sorna haciendo una peineta y le grita aquello tan famoso de “niñoooo, deja ya de joder con la pelota” meneando el índice enhiesto de la mano izquierda mientras pasa la derecha por la diana del pelotazo alopécico y la patulea infantil se dispersa en busca de otras ocupaciones más regaladas, como cuando uno da un zapatazo en el suelo y las palomas se esfuman hacia lugares plácidos y seguros.

Los alumnos parecen haber olvidado antiguas rencillas y desacuerdos, los padres formalizan la paz oficial entre conversaciones pachangueras y cigarrillos y alcoholes servidos en vasos de plástico aunque alguno difiere el ofrecimiento porque después de estas épocas festivas en las que siempre se cometen excesos, mejor es depurar el flujo sanguíneo de tóxicos componentes y prepararse para iniciar un año empreñado de buenas voluntades y mejores proyectos que se rompen en cuanto llega la primavera y hace brotar en el rayado tronco del olmo alguna hojilla verde tras el regadío de las lluvias de abril y con el aporte del sol de mayo. ¡Qué antiguo este Machado, Antonio! ¡Qué poco postmoderno! ¡Cuán carpetovetónico!

La troupe musical se atrinchera al lado de una de las mesas y sopla y tamborilea y rasca y resopla un polisíndeton que alberga una canción popular que, si alguien de entre los presentes quisiera recitar la letra, habla de un pobre desgraciao que abandonó su patria y su familia para buscar fortuna al otro lado del mar sin especificar geografía: bien puede ser Mediterráneo, Atlántico, Tirreno, Pacífico, Índico o Mar de Dudas. No importa. Nadie presta atención y hasta resulta molesta la musiquilla que sube como grácil enredadera por la fachada ornamentando la imagen de Clarita (¡magníficat, verdaderamente magníficat, tú!) que sonríe desde el baúl de la hornacina como si por fin fuese feliz en la medida de lo posible si es que la felicidad posee posibilidades y no quimeras. Quien más sabe de la felicidad no es un filósofo sino Palito Ortega. Ja ja ja. ¡Buen chiste, campeón! Benigno contempla su obra con actitud que denota experiencia en museos (cabeza ladeada, mano al mentón, pasito para atrás, pasito para adelante, mi vida, una gestualidad de cumbia o vallenato pasado de cubatas en una discoteca) y no queda descontento del resultado. No, claro, no se parece nada a la modelo pero la evoca: y eso es lo importante en el arte: la evocación. Ni Bacon ni Picasso clavaban a sus modelos y ahí los tiés: grandes entre los grandes. Yo (él, don Benigno), un humilde amateur, un diletante sin ambiciones, un aficionado nomás.

Insertemos un verso tópico: declina la tarde; pues bien, declina la tarde y dada la fecha (principios de enero, cielo gris, frío del copón) poco antes de las seis es necesario encender el alumbrado del patio para que se puedan distinguir los rostros y sobre todo la naturaleza de las consumiciones. Los alumnos corretean entre columpios, porterías de balonmano, tableros de baloncesto y el hastío de tener que compartir aquellas horas con adultos serios, cariacontecidos y capitidisminuidos por la ingesta de alcohol y el tedio de unas horas, repetimos, que -piensan los adultos a su vez- podrían emplear en partidas de cartas, en sus negocios, en los sofás, en los cines o…, y no aguantando a aquellos gilipollas adolescentes e infantes en pantalón corto. Todas las fiestas terminan en desastre, está científicamente comprobado, según encuesta del CIS. El director y la madre agraviada de la niña agraviada charlan, sombra contra sombra. Para no redundar en el cargo, digamos que don Segundo (de qué otra forma llamarlo después de haber consignado “sombra contra sombra”) le dice “aguarde un momento, madame”, sonríe untuoso, amaga zancadas que casi lo hacen desplomarse dado su lamentable estado físico, se acerca buscón a la mesa de las bebidas, coge dos vasos de plástico, llena el de la buena mujer de cava y lo mismo el suyo pero en el trayecto de regreso hacia donde permanece aquietada su contertulia, extrae del bolsillo interior de la chaqueta reluciente petaca artera que aparenta plata sin ser tal y vacía en ambos recipientes un lagrimeo bastante ostentoso de whisky cuya nacionalidad no se aclara dado que la noche se regodea en el tejado del edificio y se derrama como ramaje de sauce llorón, amén de que en la petaca vaya usté a saber qué marca de alcohol almacena el dire.

Ya no hay personas en el convivio sino fantasmas que pasan y se pierden en la oscuridad. La charanga hace tiempo que desertó de la latría de Euterpe y uno a uno se fueron marchando procesionalmente camino de la furgoneta municipal que los transporta en actos de tan alta ingravidez artística. El jefe de estudios y tesorero deslizó, minutos antes, un sobre marrón en el bolsillo del barenboim de la banda: doscientos miserables euracos para aquellos diez componentes que llegarán a sus casas, dejarán el uniforme colgado en la percha hasta que vuelvan a ser reclamados, se ponen ropa de abrigo adecuada y cenan tranquila y humildemente delante de los televisores. Nada especial en ninguna cadena: concursos, cotilleos, reposiciones de películas antiguas y un programa presuntamente cultural que aburre a los muertos. Razones de sobra para abandonar un hogar y dedicarse a la trashumancia pero es mucha la pereza y poco el afán de aventura: hay en el mundo más acomodado Charles Bovary que intrépido Ulises.

Clarita, la real, está rodeada de alumnos de su edad y cuenta con pelos y señales cómo de amarga era la vergüenza de su deshonor. Los circunstantes sonríen o ponen cara de asombro y de asco, naturalmente fingidas. El que se la había meneado secretamente observando las evoluciones de la estriper jura que cuando crezca se cepillará a la Clarita empleando las artes más viles que se le ocurran: drogas, violencia, engaño, amenaza, seducción. Va a chupar hasta perder los dientes, esa zorrilla. Sin que nadie se aperciba, se acerca a la hornacina y, zas, suelta un escupitajo que llaga la falda de la imagen, justo a la altura del ombligo.

El padre de la vejada acaricia el tierno parietal de su hija y le pregunta por mamá. Hablando con el dire, argotea Clarita. Y el padre de la vejada se pone en tres zancadas en la mesa del refrigerio, chorretea el cuarto vaso de vino, enciende un cigarrillo y se mete en un grupo que está hablando de la posibilidad de organizar una capea en los carnavales que este año caen pronto, allá por finales de febrero, a la vuelta de la esquina, como quien dice o como aquel que dice el verso azul y la canción profana, ya que se está hablando de una profanación.

Don Benigno aprovecha su soledad para perpetuarla, regodeándose en ella como en un yacusi: camina despacito y cabizbajo hasta la verja de entrada del patio donde luce esplendoroso el letrero Colegio José María de Pemán (¿laico? ¿y esa de antepuesta al apellido? ¿quién fue el cursi?), mira hacia atrás, busca su coche, se enclaustra en el interior como en vientre de cetáceo y reposa la cabeza en el asiento. Cierra los ojos y ve lucecitas de colores. Meteorismo. Como fuegos artificiales en las fiestas del poblacho. 15 de agosto: la Asunción. Una pasada: orquestas, bailongos, comida comunal, procesión presidida por el achacoso jesuita Aguirre Iturralde que cualquier día la diñará en el trayecto. Tómbolas, churrerías, coches eléctricos, la noria, el túnel del terror y una obra de teatro fuenteovejunesca representada por los vecinos. ¡La hostia! Nadie le ha comentado la excelencia de su manufactura. Asín es el arte: ingrato, solitario, adverso.

Como si siguieran sus calcas, algunas familias empiezan a abandonar el recinto: ya no hay nada que rascar y las convenciones sociales amargan a cualquiera. El mundo y la verdad están al otro lado de los muros de un colegio, es cosa sabida por todos o al menos por cualquier persona sensata. Nada hay más triste que una fiesta cuando va decayendo, como si alguien hubiese introducido un cadáver y fuese necesario pasar de fiestorro a velorio: las corbatas se aflojan, las chaquetas pierden prestancia, los tirantes de los vestidos de las mujeres resbalan por los brazos, las copas tienen restos de carmín, un pañuelo sudado va de la frente al bolsillo, la pintura de los labios se descoloca, el rímel se vuelve borroso y hasta la carne de los integrantes parece pudrirse, descomponerse, agruyerarse y uno espera ver asomar un gusanito por el túnel de la nariz del envarado registrador de la propiedad o por el hueco del ojo de aquel tarzán que hace unas horas bailaba un rock&rollex que me río yo del primer Elvis, tan elástico pero menos humano que el tonelete de Las Vegas con sus capas blancas y sus carrillitos de grasa porcina, digresión que nos aleja (¡herejía!) de la reunión que decae una vez que el bustito o más bien talla de Clarita ha sido reintegrada a la santidad de la hornacina de donde nunca debió haber salido de no intervenir aquellos malandrines mozallones de diez y pocos años que obligaron a la casta virgencita a enseñar el trébole pudibundo de sus dos rajitas imberbes en tanto uno de los mirones, que si no lo hemos hecho ya, bautizaremos ahora mismo con el señorial y cristiano nombre de Jacobo, in nómine patri, se la cascaba en vano frotando el secarral de su entrepierna novata. Tiempo habrá para reparar la pertinaz sequía.

De todos cuantos abandonan la academia del conocimiento, uno por uno, a veces emparejados, a lo sumo en trinitaria compañía, el más triste de todos es (don) Benigno apalancado en el coche: estudiando el resultado de su escultura llegó a la conclusión de que era un artista frustrado, el número uno del número múltiple de estúpidos citados en el Eclesiastés y que de no ser por las clases que imparte, aburrida, tediosa, mantecosamente, jamás sobreviviría ejerciendo labores menestrales de artista y cuando un sueño así se viene abajo, cuando la clarividencia de nuestro porvenir se nos muestra relampagueante y cruel, lo mejor es meterse en el vehículo y derivar hacia el embudo nocturno, que siempre habrá puticlú, prado, amigo o accidente que nos eche una mano para arrostrar tamaño fracaso. El arte es siempre destructivo. Eso hace el profe, con dignidad, sin venirse abajo, recibiendo el castigo con heroica donosura.

Cuán horra de sagacidad es la historia, cómo se repite una y otra y otra vez, cómo después de acordado da pero no citemos una vez más la clásica composición tras la muerte, guay de mí, del padre del poeta sino las graciosas coplillas de la poesía amorosa de don Jorge Manrique quexándose del dios del amor, y cómo razona el uno con el otro, en diciendo: te torno y te restituyo / en lo que tanto deseas, / y te do todo lo tuyo / y por bendición concluyo / que jamás en tal te veas, alarde poético jactancioso, innecesario y superfluo que no viene a cuento ni aclara la situación que ahora tiene lugar en la pared oeste del colegio, ya revenida de sombras cuasi nocturnas, en la cual se apoya la espalda del director del centro de enseñanza pero no sólo la espalda sino asimismo su nuca, el prolapso de sus glúteos y las palmas sudorosas de ambas manos: asoma por la jaula de la bragueta monstruo apenas reconocible entre el ir y venir de los labios de la madre de Clarita, un leve trayecto -pero más que suficiente- de la cabeza, apenas de unos cinco o diez centímetros, que se acerca y se aleja del vello púbico del magister cuyos ojos entrecerrados alcanzan a ver paradisíacas playas caribeñas, palmeras cuajadas de cocos, estremecedoras huríes cuarteronas, olas de una blancura incandescente porque la señá Mercedes opera con mucha más sabiduría que su afamada hija (la experiencia es un grado, colega) y consigue ciertas contorsiones linguales que denotan largo entrenamiento, afición prolongada y práctica habitual, razón por la cual, de vez en cuando, la mano derecha del dire aferra el cabello de la buena samaritana y empuja el melón de la chupante contra su verija, acción innecesaria ya que ella se aplica fervorosamente sin que sea menester cooperación, ayuda o dopaje: se ve que le gusta tanto como a él. Si el hombre abriera los ojos (pero ni de coña) distinguiría una bandada de estorninos, una bandada escueta, no una de las innúmeras de septiembre sino una bandada de miembros desperdigados, perdidos en el aire, extraviado el rumbo, que vuelan sin vocación, tal como imparte las clases don Benigno pero no sólo él, sino la mayoría de los integrantes del cuerpo docente a quienes les falló la energía, aquella fuerza, aquel empuje con que iniciaron las prácticas tanto tiempo atrás que en algunos casos aún presidían las aulas los retratos de los reyes católicos y los crucifijos y se rezaba el rosario.

Si retrocedemos unas páginas, la encantadora escena no es sino un remedo mejorado (por una vez la copia supera al original), la repetición de la que meses antes había tenido lugar en el recreo entre Clara y sus mirones rijosos: a estos les podía la vergüenza y el miedo (para todos los públicos) y a Mercedes y Dire (mayores con reparos) los exacerba, más a uno que a otro, una pasión volcánica fraguada en la ingesta de varios alcoholes que debidamente metidos en la coctelera de los cuerpos y agitados comme il faut con un par de bailes, meros amagos de articulaciones achacosas y huesos crujientes y vértebras anquilosadas, produjeron esa explosión de terrenal afecto entre el hombre y la mujer, el hombre que decidió erigir una estatuilla de Clarita en una hornacina de la fachada y la mamá de la chica vejada y mancillada por una pandilla de gamberros de mierda condenados a una próxima prisión después de haber consumido todas las sustancias prohibidas del mundo, hacerse un tatuaje, robar un supermercado y levantarse un coche que así de rutinaria es la aventura: más fácil resulta inventarse la biografía de un delincuente de este jaez que la de un mísero oficinista. A veces la imaginación es redundante. Y, en ocasiones, aburrida. La realidad, simplemente obscena. (Frase para la profe de literatura).

Arrodillada sacrílegamente delante de la figura energúmena del director, la reverenda madre de Clara, a veces, sin dejar de faenar en su lucha contra el chipirón del hombre, alza los ojos transidos por la emoción para ver si detecta en el impasible rostro del pasivo icono algún parajismo, rictus, gesto o tic que indique que ya, coño, que ya me estoy viniendo porque la pobre mujer lleva la friolera de diez minutos dándole caña al calamar y éste, aunque no mengua y sigue resultando aparente e incluso apetitoso si se le añadiese especia de procedencia oriental, mizmamente, sin descartar alguna de americana estirpe, no se desprende de la tinta nívea y las mandíbulas de la oferente empiezan a chascar, chic, chic, como cuando alguien se casca los nudillos, tric, tric, tric, como sus vértebras cuando se levanta de la cama o se somete a la tortura del pilates tres veces por semana, pero le da pena dejar el trabajo a medias (¡una perfeccionista!), más por él que por ella. Ganas tiene la Mercedes de ponerse en pie y decirle ahí te quedas, por vago, que no colaboras, pero hay de por medio jugosa negociación: el aprobado de la niña mientras ella sea alumna del colegio y él ejerza de director, así que durante los siguientes cinco o seis años, hasta que -puta realidad- abandone los estudios y se incorpore como cajera de un súper al odioso mundo laboral, Clarita va a poder rascarse la barriga y más abajo impunemente porque nadie mancillará su libreta de calificaciones aunque no dé palo al agua pese a que, piensa la mujer, ¿podrá fiarse de un docente aunque sea bajito, regordete, bien dotado y ojiprieto que hace promesa tal en un trance que a cualquier hombre de honor dejaría trastornado y sin saber lo que firma? Porque a lo mejor cuando ella acabe la extracción del flujo del manantial él olvida la promesa académica y la niña suspende y no hay pruebas de lo que está sucediendo. (¿Que yo le prometí qué, señora? ¡Jamás un miembro de este claustro se avendría a semejante trapisonda! ¡Cuánta infamia tiene que escuchar el noble director de un colegio laico!) Debería haberle dicho a su marido que le hiciera una foto con el móvil y así, si el dire reculaba en lo referente a las notas de Clara, ella podría subir a twitter o a facebook o a la prensa local la actividad manducatoria que están sosteniendo aunque, entre tanto, el hombre sigue soñando con edenes ultramarinos y la mujer dándole vueltas al posible gatillazo (escolar, entiéndase) de Dire o Director, hombre de fiar, de pocas palabras pero directas, firmes, lo mismo que un contable o un marinero o un juez, a saber por qué se inmiscuyen tales profesiones en el cerebro de Merche para las amigas y así podría seguir todo si una voz masculina, bastante ebria, al parecer, no gritase varias veces le nom de guerre de la madre de Clara.

Mercheeee, Mercedes, Merce, Mercedeees, Merchiiii, voces que se alzan torpes como los vencejos supérstites, haciendo un dúo de escaso interés musical con una voz femenina, torpemente infantil, que grita mamá, maaaaaa, mami, mamaaaá. ¡Híjole! ¡Qué velocidad en la mano diestra del director para subirse la cremallera de la bragueta casi hasta la nuez como una corbata y sin pillarse de milagro el glande! Qué elegancia romana la de la mujer irguiéndose, colocándose el pelo en revulú, deshaciendo las arrugas de la falda y yendo a sentarse con actitud de sílfide al pie del árbol, a unos cinco metros del maestro, para que cuando doblen la esquina la recién ascendida a beata y el titubeante progenitor que en pleno éxtasis dipsómano perdonó a los que empujaron a Clara a hacer lo que no quería hacer mostrando sus partes pudendas a los colegas (cosas de niños, por Dios, quién no lo ha hecho alguna vez, o algunas veces, je je je, el que esté libre de culpa, venga, un abrazo y todo olvidado, ¿otro vino?), parezca que ambos están disertando acerca de plantas o pájaros o, ¿de qué hablabais, ahí, tan lejos de todos?, y la mujer se aproxima a su hija, le acaricia el cabello piojoso, besa en la mejilla a su marido y dice de Clara, el director está encantado con su comportamiento y con el ejemplo que da a todos después del duro trance por el que ha pasado, pobrecita. La pobrecita asiente con la testuz y esboza una sonrisa más falsa que. Lo cierto es que el director no sabe a dónde mirar, no porque tema que el marido sospeche algo sino porque jamás creyó que una persona, en este caso mujer, que le estaba chupando la polla y la mitad de su alma podrida dos minutos antes sea capaz de fingir con desparpajo tal que Hollywood ha perdido a una seria candidata al Oscar, Mercedes Sarandon, Mercedes Streep, Mercedes Lange, y en la gala de los Goya, la Verdú y la Gil y la Montaner y la Suárez y la Machi y la Paredes, envidiosas, se quedarían de piedra con sus modelos de marca viendo cómo citaban el nombre y el apellido artístico de la mujer, y la ganadora es… ¡Mercedes Mamona!

En fin, que ya es la noche una bóveda compacta, un artesonado sin estrellas, un alquitrán hediondo y el director, erecto, acompaña como trujamán a los tres supervivientes de la kermés hasta la calle donde está aparcado el coche y mientras el paterfamilias abre la puerta y la niña trapisondista busca lugar para acomodarse en la trasera, cansada ya de su breve éxito, le susurra al oído a Mercedes el bolero de “me debes una, guapa” y ella sonríe picarona, le estrecha la mano clavándole la uña del dedo medio en los rolletes cárnicos de la palma directriz, y decide, siempre piensan en todo, que mejor que maneje ella porque su marido anda ligeramente emocionado por la ceremonia y la escultura de la niña y el compañerismo demostrado por todos así que Mercedes asume el mando del vehículo, arranca después de dar señales con el intermitente, después, como mandan las normas de la DGT, de abrocharse los tres los cinturones de seguridad, de decirle adiós con una mano volátil que asoma por el vidrio de la ventanilla al dire, que tiene la pirula adornada con los restos del carmín de los rojos labios de la mujer.

Decimos que arranca después y al poco tiempo se pierde en la lejanía no tan lejana. Sólo se ven dos luciérnagas rojas detrás del volvo que se van empequeñeciendo. El pulcro director se coloca los huevos desobedientes, da media vuelta y se dirige hacia el escenario vacío de la fiesta, entre vasos de plástico caídos, cascos a medio vaciar, platos voladores, serpentinas que culebrean a causa del viento, palomas que acuden a comerse los restos del festín y los toldos de las carpas que hacen un ruido de escena de película de terror. ¡Cuán presto se va el placer, Jorge, cuánta razón tenías! Le sobreviene (al director, aclaramos) la lástima, esa lástima posterior al gaudeamus (que muchas veces recibe el nombre de resaca) y al sexo y se encamina hacia al edificio escolar, empalmado y caliente como un chimpancé, pero no deja de lanzar una mirada indiferente al espantajo de la estatuilla que compuso el profe de manualidades que es un verdadero inútil, esa tallita virginal que más parece muñeca de vudú que imagen de santa o de heroína, un verdadero horror pero que va a quedar ahí, por lo menos, hasta que la madre de la modelo concluya la faena interrumpida, como Rafael me llamo, gracias a lo cual descubrimos el nombre del director del colegio. Rafael, ese arcángel rijoso. Pero ¿no se llamaba don Segundo? ¿En qué quedamos?

(…tal astilla)

[EN PORTADA: Niña pequeña sobre el hielo, por João Teixeira (2020)]


José María Pérez Álvarez (O Barco de Valdeorras, Ourense). Entre sus obras figuran novelas como Nembrot (DVD Ediciones, 2002 y reeditada por Editorial Trifolium en 2016 con capítulos que el autor había desechado en su momento), considerada por Juan Goytisolo la mejor novela española de aquel año (Times Literary Supplement), La soledad de las vocales (Bruguera, 2008), con la que obtuvo el Premio Bruguera de Novela, Examen final, Predicciones catastróficas (2014 y 2018, ambas en Editorial Trifolium) y El arte del puzle (2019, Ediciones Trea).

Acerca de El Cuaderno

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