/ por José Manuel Vilabella /
[ELECCIÓN] «¡Me han elegido papa, Leonor!», exclamó con horror el viejo cardenal nicaragüense a su barragana; y solo cuando percibió la emoción en la voz de su mujer a través del teléfono y escuchó, como ruido de fondo, los gritos, vivas, «¡qué grande el abuelito!», y el bullicio de su prole, accedió a brindar con champagne con sus colegas por el brillante futuro que esperaba a la cristiandad.
[OFENSA] Noé obligó a los cuatro centauros a bajarse del arca y los dejó abandonados en un peñasco cuando más arreciaba la tormenta. Los monos les hacían cortes de manga y los gorilas les echaron a empujones; los elefantes aprovecharon la ocasión para herirles gravemente con sus trompas y los caballos, cainitas y canallas, cocearon sin misericordia a sus hermanos de pesebre, a sus parientes cercanos; las hienas se reían como mujerucas, los loros decían: «A mí que me registren!», las gallinas les picoteaban con saña los cojones y Noé, el capitán Noé, les arrancó los ojos con sus manos porque no se puede blasfemar impunemente y gritar a los cuatro vientos que Dios es un centauro enloquecido que galopa sin sentido por el universo.
[COMPRENSIÓN] El presidente del tribunal, magistrado del Supremo y jurista de prestigio pasó por alto los minúsculos fallos y las evidentes omisiones que había detectado en las respuestas de aquel opositor que sudaba copiosamente y se frotaba las manos sin poder remediar los nervios, e incluyó su nombre en la lista de los admitidos y le felicitó calurosamente por su éxito. Se trataba de una cuestión de conciencia que, como era obvio, no explicó a sus subordinados, los otros miembros del tribunal. Era la quinta vez que aquel muchacho se presentaba a las oposiciones, le constaba que había trabajado duro y que sería un buen juez y, además, la noche anterior, Carmelina, su hija menor, le había pedido llorando a moco tendido que le aprobase o se iba a quedar para vestir santos, «que ya llevamos once años de relaciones y el jueves, papá, tuve la segunda falta».
[GARANTÍA] El banquero no supo, de momento, qué hacer con aquella oferta de asesoramiento que le pasaba el antiguo atracador de bancos. «Soy el que más sabe de seguridad bancaria —decía con cierto cinismo el antiguo delincuente— y una autoridad en el comportamiento de los hombres cuando son asaltados y alguien les amenaza con un arma cargada. Sé del sudor del vigilante, del pavor del ventanillero, del miedo irreprimible del cliente ocasional, de la fuerza paralizadora del grito amenazador y destemplado». El banquero decidió contratarlo porque el solicitante aportaba magníficos informes, certificados de buena conducta y un impecable currículo, y, como le había ocurrido a él, tenía suerte y no había caído jamás en manos de la justicia.
[INSPIRACIÓN] El galardonado poeta de los sonetos anacrónicos no le decía a nadie que se pasaba las horas muertas delante del ordenador —un IBM de última generación— amodorrado, aburrido y mirando las manchas de humedad del techo, esperando el e-mail que venía de las estrellas y que las musas le enviaban solo de tarde en tarde.
[SUBVERSIVO] Como era un subversivo y creía en la revolución, se sentó en la puerta de la casa de su adversario político para acelerar el proceso y convertirlo de un pistoletazo en un cadáver. Después huyó y esperó pacientemente en la puerta de su domicilio para ver pasar, delante de sus narices, el cadáver de su enemigo.
[ASESINATO] Solo el anciano de pelo blanco le decía que no, que no se puede vivir de ilusiones, que la literatura no es un asunto serio para un perito mercantil de avanzada edad, que está feo enamorarse todos los días, que es bueno moderar las pasiones y no es aconsejable acudir cada sábado a las casas de lenocinio. Solo aquel viejo le decía, cada mañana, que estaba malgastando su vida y que el vino peleón de las tabernas y los seis habanos que se fumaba cada día iban a mandarlo al otro mundo. Por esos motivos y otros que el pudor me impide confesar, decidí asesinar al anciano latoso y enterrarlo en el jardín, y lo hice de forma cruel: no volví a mirarme en el espejo y a partir de entonces me afeito cada mañana con los ojos cerrados.
[DESTINO] Sabía que había una bala de plata que tenía su nombre grabado y que venía de camino, una bala que periódicamente anunciaba su llegada, informaba de que estaba más cerca, deletreaba su apellido, repetía su dirección y pedía aclaraciones sobre su código postal. Alguien había disparado el arma hacía más de medio siglo y él sabía que, hiciese lo que hiciese, el proyectil llegaría puntualmente a su destino y le rompería el corazón.
[GASTRÓNOMO] Era un hombre elegante que llevaba con desenvoltura los trajes de Armani y hablaba con fluidez media docena de idiomas. Me lo encontraba en las reuniones de Bruselas, en los seminarios de Berlín o en las pesadísimas reuniones de París, pero en Nueva York era donde nos veíamos con más frecuencia. Solíamos hablar de literatura y, por cuestiones obvias, no tratábamos nunca el tema de los diálogos norte-sur y de la pobreza del tercer mundo. Charlábamos, sobre todo, de gastronomía. Era un experto, tal vez la primera autoridad mundial en las múltiples cualidades del aceite de soja y creía que el lujo estaba en los aderezos y hablaba de los vinagres con pasión; opinaba que para las carnes rojas el más apropiado era el procedente del Cabernet Sauvignon, detestaba los procedentes de Italia, concretamente los de Módena. Hablaba bien, yo creo que por cortesía, de los de Jerez y pedía siempre al camarero una botellita de vinagre de Orleans para aliñar las ensaladas. Era un gastrónomo completo que entendía de arroces, de marinados, sabía de patés y distinguía con precisión las catorce formas de degustar el foie de oca, negaba el poder afrodisiaco de las ostras y describía con todo detalle cómo hacer un carpaccio con lonchas de buey crudo muy delgadas, servidas frías y con una salsa elaborada a base de mahonesa y mostaza de su invención. «Yo, si de algo entiendo, es de solomillos», me dijo una noche cenando, y después puntualizó que los africanos eran los seres más carnívoros de la creación. «Ustedes los europeos y también los americanos, apenas consumen media docena de tipos de carne: cerdo, cordero, vacuno, pollo, conejo; nosotros pasamos del centenar y las distinguimos al primer bocado. Un negro ignorante de mi tierra, un descargador de muelle de Zimbabue, tiene más paladar que un crítico de la Guía Michelín», aseguró con una petulancia que me sorprendió y que se apartaba de su forma de ser, normalmente tan mesurada y agradable. Me observó con una sonrisa irónica y a continuación hizo una erudita disertación sobre el mono guisado, el asado de león y las morcillas de elefante y cuando le pregunté cuál era su carne preferida, contestó sin dudarlo: «La carne humana, por supuesto». Después me habló de su infancia en un alejado poblado de Umtali donde su abuelo era un cacique importante y de los hábitos culinarios del anciano. «Comíamos carne humana con frecuencia y puedo asegurarle que es deliciosa». Y el caníbal describió, cómodamente sentado en uno de los restaurantes más elegantes de Manhattan, las características del hombre considerado como res, el sabor peculiar del lóbulo de las orejas, los dedos salteados con alcachofas, las nalgas braseadas al Oporto, los sesos al limón, los riñones con cebolla y terminó sus confidencias hablando con nostalgia «de las manos guisadas de aquel misionero joven que había venido de Rávena, creo recordar, y que unas horas antes había celebrado la santa misa con unción». Después de aquella conversación nunca volvimos a tener confidencias y jamás nos tomamos una copa juntos; le saludaba con una inclinación de cabeza y el africano me observaba con una sonrisa, y si unas veces yo pensaba que todo había sido una broma de mal gusto, en ocasiones sentía en mi espalda la mirada del cazador y en mi piel el terror telúrico del antílope indefenso y tenía que hacer un esfuerzo para no echar a correr como una bestia acosada, para no aullar de pavor en las negruras de la noche ante la inquietante presencia de los depredadores.
[DESESPERACIÓN] Se quejaba con amargura por haber perdido la inspiración; decía una y otra vez que se le había agotado el talento, que su época de esplendor se había terminado y que nunca, jamás, volvería a componer una historia divertida que entretuviese a su escasa pero fiel clientela. A aquella docena de incondicionales que antaño le saludaban por la calle con una reverencia y le miraban con la admiración que el lector ágrafo siente por el hombre de letras. Estaba desesperado y sudaba copiosamente. Melchor, su compañero de celda, escuchó una vez más su larga retahíla de desgracias e infortunios, el muestrario de su mala suerte, la crónica de sus sinsabores. «Para escribir es imprescindible la tranquilidad y el equilibrio interior; las musas huyen de los tristes, le niegan sus favores a los desdichados. Las musas, amigo Melchor, son unas putas rastreras que se van con el mejor postor», decía el poeta exagerando la nota porque le gustaba compadecerse de sí mismo. Zacarias, el carcelero misericordioso, no pudo contener el llanto ante tal cúmulo de infortunios y, dadivoso, le regaló varios sucedidos para que el escritor los convirtiese en literatura contante y sonante, y don Fidel, el alcaide de la prisión, se compadeció del inquilino y le hizo un minucioso detalle de sus amores espurios, hasta ese momento secretos, y de sus pasiones marchitas de mariquita vergonzante. Sus compañeros de infortunio, los otros reclusos, le obsequiaron con un amplio muestrario de historias variadas, unas chuscas y divertidas, y otras trágicas. Melchor, un asesino que había apiolado con su navaja más de un centenar de cristianos y algún morisco, varios húngaros, docenas de judíos y algún francés que otro, le escuchaba siempre con devoción y le enjugaba las lágrimas y se ponía en su lugar y pensaba para su coleto: «Gran desgracia es para un escritor que se le seque el ingenio y pierda la gracia. Es, mal comparado, como la manquedad para el asesino, el no saber dar gusto para la ramera y la falsa bondad para el santo». Todos se quedaban acongojados al contemplar su desconsuelo. Los asesinos y los ladrones, los traidores a la patria, los monederos falsos, los descuideros, las remendadoras de virgos, las trotacaminos, los curas trabucaires, las alcahuetas y los solados de fortuna hicieron un fondo común con lo más florido de sus aventuras y le entregaron una a una en un rosario que parecía que no se terminaba nunca, jirones de su propia vida y crímenes inconfesables para que el poeta compusiese con aquellas historias lo que estimase menester y le volviese a manar la inspiración que en aquellos momentos parecía seca sin remedio. Las gentes del bronce sienten un respeto reverencial por la palabra escrita y si alguien ama la copla, respeta el romance y se emociona ante el prodigio de la farsa son precisamente ellos, la hez, esos monstruos de maldad que se quedan embobados ante el romance de ciego o el teatro de títeres. Dadle a un rufián, a lo peor de las Españas, una historia rocambolesca o un drama cursi y habréis llegado a su corazón y lo veréis llorar como un niño. Todo resultó inútil, el poeta había perdido la gracia, el encanto se había esfumado, las metáforas carecían de brillo, los eufemismos languidecían y los adjetivos, antaño tornasolados y cantarines, apenas servían para hacer un retrato desvaído de aquel grupo de damas y caballeros que le entregaban a manos llenas las crónicas de sus infortunios con la esperanza de convertirse en personajes de ficción, redimir sus deudas y pasar algún día a la historia de la literatura. «Inténtelo», dijo un desorejado asesino que más tarde sería el caballero del verde gabán. «No se dé por vencido, hermano», susurró una vieja prostituta que respondía al nombre de Aldonza y que las generaciones venideras tendrían en la mayor estima. «Hágalo por nosotros, caballero», rogó el gordo carcelero sin sospechar que el azar le convertiría para toda la eternidad en escudero leal y sacrificado. La canalla aquella no sabía que tenía la inmortalidad asegurada, pero, acaso, intuía que el hombrecillo desmañado de rostro macilento conocía, después de haber vivido y penado lo suyo, el secreto del laberinto. El poeta, abrumado por las peticiones y el entusiasmo de toda aquella multitud, hizo un gesto de asentimiento y pidió recado de escribir, y los reclusos le trajeron plumas y tinteros y un pliego de papel de barba, una banqueta seminueva, una mesa desvencijada pero limpia y un secante inmaculado. El poeta, consciente de su fracaso, se sintió impresionado por la devoción de sus amigos y miró con simpatía al puñado de rufianes que lo observaban con curiosidad; los rostros patibularios de sus compañeros parecían recuperar la belleza ante los chirimbolos de la literatura y los semblantes de los pícaros se alegraron ante el milagro de la creación. Todos habían recuperado la inocencia salvo el poeta que, sin inspiración ni ganas, fingía escribir, porque no tenía nada que decir, una historia que se convertiría en humo. El autor se rascó la cabeza, se atusó el bigote, sonrió al personal que lo observaba y escribió sin esperanza: «En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…».
[ÁCAROS] ¿Sabe usted algo de los ácaros? Es un mundo fascinante del que lo sabios prefieren no hablar porque no quieren aterrorizar al personal ni quitarles la fe a los creyentes. Los ácaros, los ácaros, la gusanera. Ya me entiende ¿no? Hay miles de clases de ácaros pero yo me estoy refiriendo, concretamente, al ácaro compañero del hombre, al parásito, al que vive a su costa y le acompaña desde la cuna a la tumba, al que nace con él y le habita por dentro y le rodea por fuera. El ácaro es un ser vivo diminuto que tiene los mismos genes y la misma sangre que el hombre en el que vive. Hay, no obstante, algunos ácaros que son animalillos viajeros; le da usted la mano a don Cipriano y le transmite unos cuantos ácaros y se queda, en justa correspondencia, con otros de su viejo amigo. Intercambiamos ácaros con una prodigalidad digna de encomio. Hay otros ácaros caseros, que no les gustan las aventuras y se quedan a vivir en nuestro cuerpo porque les da pavor abandonar el barco. Esos ácaros suelen ser muy picajosos, se quejan por todo y son muy alarmistas —ellos dicen que son patrióticos— y afirman que el cuerpo de don Segismundo Díaz es para los ácaros que se parezcan a don Segismundo, que sean bizcos como él, que tengan boca y orejas de gorrino y que luzcan un gran bigote desde la primera infancia. Los ácaros patrióticos tratan de eliminar a los foráneos con todo tipo de trucos. Hay, no obstante, algunos ácaros heroicos que se enamoran de los foráneos y se casan con ellos y procrean los mundialmente famosos ácaros mestizos. Los ácaros foráneos son conquistadores y mucho más divertidos que los caseros porque han visto mundo, han ido de cuerpo en cuerpo y algunos han habitado en mondongos principescos. Yo mismo tengo en mi cuerpo, concretamente esos los conservo en el páncreas, ácaros de Marilyn Monroe, de Rasputín y dos de Napoleón Bonaparte. Hay que tener mucho cuidado con los ácaros estafadores, los que dicen que provienen de Picasso y no saben ni hacer la o con un canuto. A mí, y mira que soy cuidadoso, uno estuvo a punto de colarse en mi anatomía y vivir como un príncipe instalado en el páncreas. Menos mal que me di cuenta y lo eliminé por vía rápida. Lo defequé y lo mandé vaya usted a saber dónde. Nuestro cuerpo no deja de generar ácaros, produce millones cada día; ácaros que tienen nuestra misma cara, que son nuestro vivo retrato y que, conscientes de su deber, nos devoran concienzudamente. Los ácaros, ¿sabe usted?, suelen convivir entre ellos apaciblemente. Unos están en nuestros pies, otros en la barriga y otros en los testículos y en el pene. Estos últimos son los conocidos por el apelativo insultante de ‘los cojonudos’; son viciosillos y les gusta la coyunda, las orgías y el cachondeo. Los ácaros que no tienen ningún prestigio son los desgraciados del ojete, que huelen una cosa mala a pedo, pero a pedo apestoso; el cuerpo, que es muy sabio y astuto, trata de librarse de ellos y cada vez que soltamos un cuesco, una bufa o un silencioso, salen disparados un buen montón de ellos y que se apañen como puedan. Al final, como usted sin duda habrá adivinado, aniquilan el edificio que los acoge y la casa se viene abajo con estrépito. Eso es la vejez, eso es la muerte. ¿Que qué ocurre con los ácaros de cada uno cuando el hombre muere? Se van, huyen, se las piran, se separan y se produce la diáspora, la dispersión del archivo, la gran explosión. Cada muerto se convierte en cientos de millones de vivos que se llevan su historia a cuestas. Ahora mismo, en esta celda, están pululando en las paredes ácaros de Picasso, Calígula, Cervantes. Esta diminuta celda acoge a media humanidad por eso, un servidor, nunca se siente solo, ni le da miedo quedarse dormido. Mis ácaros me protegen, me miman, me admiran y me quieren. Es fascinante, ¿verdad que lo es? Pues si viene a visitarme otro día y me trae tabaco y un bocadillo de chorizo le contaré la verdadera historia de las angulas. ¿Sabía usted que las angulas nacen todas ellas en el mismo pueblo, en el Mar de los Sargazos, y van a morir al río de sus mayores?
[RELEVO] Vigilaba de cerca a su primer amor sin que ella pudiera sospecharlo. La seguía al mercado a una prudente distancia, observaba su sonrisa de felicidad cuando llevaba a su nieto a la parada del autobús, se quedaba embobado por la camaradería que tenía con sus hijos y la vida equilibrada y armónica que había conseguido. Analizaba especialmente a su marido y comenzó a vestir como él y a utilizar la misma peluquería, igual tipo de zapatos, camisas y ropa interior y a leer el mismo periódico; se hizo socio del Real Madrid y le copió las opiniones políticas y la forma de decir adiós. Cuando estimó que había llegado el momento y que estaba preparado lo asesinó de acuerdo con el plan previsto. Lo atropelló con un coche robado y se dio a la fuga y, como es natural, nadie sospechó nunca de él y el crimen quedó impune. Decidió prudentemente dar tiempo al tiempo y espero seis meses antes de irrumpir, como por casualidad, en la vida de Amparo. Y siempre fue consciente de que era un asesino, eso sí sumamente rico, y una mala persona, pero se consolaba pensando que los monstruos, los pervertidos, los canallas también tienen derecho a una segunda oportunidad y a ser felices con la mujer que aman.
[HORROR] El enfermo de amnesia que llevaba recogido quince años en el hogar de ancianos desamparados de Albacete, recobró la memoria cinco minutos antes de morir y se dio cuenta de que tenía en La Coruña una mujer, tres cuñadas, seis sobrinos y una suegra que se llamaba Consolación y que tenía una mala leche tremenda, y quiso ponerse en contacto con ellos para decirle lo mucho que les quería. Las monjitas le acercaron el teléfono, marcó el número con emoción y cuando escuchó la voz de su esposa, el «dígame» desabrido y altanero, y recordó cómo habían sido las relaciones con su compañera, colgó sin pronunciar palabra, dijo que estaba comunicando y se fue al más allá a la francesa, sin despedirse.
[CONFESIÓN] Reconoció en la angustia de aquel rostro marchito y maltratado por el tiempo la cara de la mujer a la que había violado hacía más de medio siglo y a la que había buscado infructuosamente para pedirle perdón. La mujer tardó algún tiempo en comprender su petición y quiso, en principio, negar la evidencia, pero ante sus lágrimas accedió a hablar del asunto; él le dijo que el arrepentimiento le había cambiado la vida y había sido lo que le hizo escoger la profesión que ahora tenía y ella le confesó que aquella espantosa violación había sido su tabla de salvación: tenía una hija, consecuencia de la agresión, y disfrutaba de la compañía de cinco nietos y ocho biznietos que la habían hecho muy feliz. Ella, con las últimas fuerzas, le perdonó su crimen y le dio las gracias por su maldad y él, sin la pesadumbre de todos los días en el corazón, le absolvió de todos sus pecados y durante unos minutos se miraron en silencio mientras su numerosa prole esperaba angustiada en el pasillo. Al salir de la habitación de la difunta la familia no lograba entender la emoción del sacerdote que había confesado a su abuela y el abrazo apretado, como de despedida, que le dio a todos y a cada uno de los presentes antes de marcharse para siempre dejando tras de sí un rastro de lágrimas anacrónicas, un surco inútil de desesperación tardía.
[LITERATURA] Decía que vivía de la literatura y como vestía como un bohemio pasaba por ser un intelectual. No mentía pero tampoco decía toda la verdad. Vivía de los libros, de sus libros, de los más de 30.000 volúmenes de la selecta biblioteca que le había dejado su abuelo, un desconocido y culto bibliógrafo. Hoy se desprendía de una primera edición de Lorca, y al mes siguiente de un Quijote del siglo XVIII. No aclaraba nunca que él era el dueño del continente pero que el contenido pertenecía a los autores de los textos. Se movía en la ambigüedad de los malentendidos, en el terreno de los «yo pensaba que», en el universo onírico de lo que pudo haber sido y no fue. Cuando se desprendió de las ediciones príncipe y de los libros dedicados, se retiró a Ibiza y allí la gente le llamaba el viejo escritor jubilado que fumaba en pipa, el ilustre poeta que no escribe una línea. Con los años logró convertirse en un personaje de ficción, en un anciano y cínico caballero con un sentido del humor cáustico y amargo. Todo era falso en él, incluso la nostalgia, incluso la tristeza. Lo único verdadero era el amor que sentía por la literatura, el respeto profundo que le infundían los contadores de historias.
[ANGLÉS] El comisario que tenía como misión buscar al violador de las niñas de Alcácer por todo el mundo miró exultante al juez de instrucción y le dijo con un respiro de alivio: «Esto se acabó. Anglés ha muerto». Una semana después llegó el paquete de Brasil y con las debidas precauciones lo desenvolvieron y el forense lo depositó con cuidado exquisito en la mesa de operaciones. El brazo estaba en buen estado y el Rolex de oro funcionaba correctamente; tal vez y por el trajín de la aventura y el viaje, retrasaba apenas cinco segundos. El forense tomó las huellas dactilares de la mano tumefacta e hizo una primera comprobación visual con las huellas de la cartulina. «No hay ninguna duda, son de nuestro hombre», dijo con una radiante sonrisa. Al día siguiente la noticia salió en la primera página de todos los periódicos del país: «Anglés ha muerto devorado por los cocodrilos del Amazonas». Después se describía la brillante operación policial, la colaboración con la justicia brasileña, cómo le habían perseguido por medio mundo hasta que consiguieron cercarle en una zona selvática infestada de cocodrilos y su desaparición repentina cuando estaba a punto de ser apresado. «Creíamos que habíamos perdido su rastro una vez más —decía el inspector Silveira— pero tres días más tarde un cazador de cocodrilos al abrir un ejemplar que había abatido descubrió en el interior el brazo del asesino». Aparecía la fotografía del cazador, el inspector brasileño, un señor muy bajito, calvo, gordo y con una enorme cabeza apepinada, que señalaba la panza abierta del cocodrilo y un niño mulato que sujetaba con las dos manos el brazo de Anglés. El articulista finalizaba su trabajo con un mensaje moral: «El criminal, por mucho que lo intente, nunca gana». Veinticinco años más tarde, y ante el estupor y la indignación de unos pocos y la indiferencia general, Anglés regresó a España. Se había convertido en un hombre maduro de sienes plateadas que lucía, sin ningún tipo de complejos, una prominente barriga cervecera. Su crimen había prescrito hacía tiempo y no tenía ninguna deuda con la justicia española. «Ahora soy un hombre honrado y he logrado amasar una fortuna; me dedico al negocio de las maderas nobles y quiero hacer negocios con los industriales de este país, porque yo me siento orgulloso de ser español». Solicitó y obtuvo la devolución del Rolex de oro y se lo puso con la ayuda de un brazo postizo que manejaba con notable habilidad. No dijo, pudoroso, que al cocodrilo que le cercenó el brazo lo estuvo entrenando a base de paciencia. Era un bicho muy zalamero que con una buena alimentación y muchas horas de trabajo, algunos ensayos fallidos que dejaron inválidos a algunos lugareños y cariño, mucho cariño, lo había logrado amaestrar hasta convertirlo en un habilidoso cirujano, en un experto mutilador de extremidades superiores.
[20] Me despertó el silencio. Mi boca reseca y las ganas de vomitar me recordaron los excesos de la noche anterior. No tengo perdón. Mi madre está en lo cierto, soy un perdulario, un golfo, un vago, un borracho. Ahora tendré que enfrentarme con las miradas acusadoras del viejo y las malas maneras de toda la familia. Y Lucía, mi hermana, es la peor. Me llama el señorito del pan pringao. Salí de debajo de la cama y me tumbé encima a descansar y a flagelarme. Siempre la misma cantinela. Tenía que romper el proceso, dejar el vino y la droga, evitar la caída, cortarme las greñas, ponerme la corbata y buscar trabajo. «Coño, eres ingeniero industrial y hablas tres idiomas. Abandona este infierno, lárgate a Francia, espabila». Vuelvo a quedarme dormido y cuando abro los ojos siento la sequedad en la boca y un intenso dolor de cabeza. Bajo las escaleras y la casa está desierta. No hay nadie. El sol, en todo lo alto, invade parte de la cocina. Abro la nevera y bebo, a morro, media botella de agua fría. El plato de macarrones de la cena no tiene buena pinta. Cojo los restos de una barra de pan casi duro y lo mordisqueo con poco apetito. ¿Dónde se habrán ido? Grité: «¡Lucía, Lucía!». Esperaba, quizás, oír un «¿qué?» desabrido pero mi hermana no contestó. Mis padres estarán en misa pero mi hermana no va ni en broma. Bueno, se habrá marchado con Julián a pasar el día por ahí. Miro por la ventana y no se ve a nadie. Una bandada de gorriones emprende el vuelo y se posa en otro árbol. Me voy antes de que regresen; no quiero oír más reproches. Entro en el baño y empiezo a lavarme las manos. El agua sale sucia; la dejo correr un rato y va cambiando de color. Se vuelve pardusca, casi negra. Imposible asearse. Me visto deprisa y salgo a la calle. Solo se oye el vientecillo entre los árboles. Pulso el timbre de la casa de Paco, el vecino, y nadie contesta. Qué raro. Aquí siempre hay bullicio. Sus hijos son muy ruidosos. El presentador de televisión, Jacinto Varquizo me interrumpió con un gesto y al observar que mis ojos se llenaban de lágrimas, sonrió y bisbiseó una pregunta: «¿Se puede superar un hecho tan atroz?». Yo le dije que sí, que yo lo había logrado, pero que las secuelas son inevitables; algunas pesadillas recurrentes y el miedo. E hice, sin saber el motivo, una confesión íntima, personal, que había ocultado, hasta entonces, a mi mujer y a mis hijos: «Yo lloro con alguna frecuencia. Siempre por las noches». Estoy resacoso y me duele el cuerpo. Los domingos los jóvenes se van, huyen y en Villastín quedan cuatro gatos. La gente sale y aunque estamos lejos de todo, en mitad de un páramo, el ausentarse una hora o dos mitiga la desesperación cotidiana. Desde el hundimiento de Calzados Finos Ribelles quedamos solo los despojos, los niños y los viejos. La fábrica de zapatos centenaria era un anacronismo y la cuarta generación de propietarios fueron unos insensatos, unos vivalavirgen. Pero siempre hay algún chavalín jugando por las calles; no son muchos y también tienen un aire melancólico; son niños tristes. Hay dos pandillas y solo se animan cuando se pelean a pedradas. Aquí no hay secretos ni intimidad; todos llevamos una etiqueta en la frente. Aurora es la ligerita de cascos; don Adolfo, el párroco, el mirón que ve crecer la hierba; la familia de mi madre es, somos, los Manivela, porque mi bisabuelo había sido chófer del primer don Joaquín y lo pusieron en la calle, lo echaron, por perder la manivela de cambiar las ruedas. Yo no soy el borrachín porque los bebedores formamos legión, pero ya tengo mi leyenda negra, mi mala fama. «Para qué le sirven a ése los sacrificios de los Manivela; es un bala perdida». En la casa de Remedios oigo risas. La puerta está abierta. Grito: «¡Remedios, Remedios!». Nadie contesta. Entro y en la salita no hay nadie, pero la radio está encendida. Salgo. El ruido de coches es ensordecedor. Al final se han sumado todos al evento. En cuanto el monarca confirmó su asistencia, el presidente, tres ministros y representantes de todos los partidos han invadido lo que queda de Villastín. Jacinto Varquizo formula, al fin, la última pregunta: «¿Nunca había regresado a este lugar?». Dije, claro, la verdad. «No, no. A los pocos días emigré; me fui directamente a Francia». Estoy cabreado. Dónde se han metido. Echo a correr por el pueblo desierto y grito «¡Lucia!, ¡Lucía!». ¿Dónde están todos? Entro en la iglesia y siento primero sorpresa y después un temor vivo e intenso. Carreño, el inspector Carreño, fue el primero que me interrogó. Recuerdo que era un hombre comprensivo y amable, de ojos oscuros que me dejó hablar con libertad. Apenas preguntaba nada por temor a herirme y todo se convirtió en un largo monólogo. Me quedé, ¿sabe usted?, como pasmado, mirándolo todo con desconcierto, sin entender lo que pasaba. El templo estaba desierto y desordenado. Miré a San Tiburcio, a un San Tiburcio bizco que era la risión de los descreídos. En nuestro pueblo no era Picio el más feo. En Villastín se decía: «Te pareces a san Tiburcio». San Froilán no tenía cabeza; alguien le había decapitado y comprobé con horror que su testa estaba en el suelo. Era solo un cabezón de escayola inquietante, un descabezado que parecía gritarme un mensaje que no lograba descifrar. Algunas prendas de vestir estaban encima de los bancos. Las vinajeras y el cáliz en el suelo y las hostias desparramadas. Lo he contado en mi libro y en algunas entrevistas. La resaca se esfumó. Y una extraña tranquilidad me hizo actuar con sigilo. Corrí a la sacristía para buscar el teléfono. ¿A quién llamo? ¿Quién puede ayudarme? Lo descuelgo y compruebo que no da el tono; es un aparato inservible. Después, más tarde, supe que habían cortado las líneas. El rey y su esposa acaban de llegar con la parafernalia de rigor. El pueblo, vamos lo que queda de él, está tomado por la Guardia Civil. Solo las personas afectadas pueden estar hoy aquí. Jamás, en cientos de años, había venido tanta gente a Villastín. Qué ironía. Ahora que no existe se llena de autoridades. Hay un cierto caos hasta que se organiza el acto. «¿Dónde se colocan los familiares de las víctimas?», oigo que alguien pregunta. «A continuación de las autoridades, detrás de los subsecretarios». Un señor muy amable nos dice: «Ustedes, no. Ustedes marcharán al lado de Sus Majestades». Margot me sonríe y me susurra. «No te preocupes. Mañana se habrá acabado todo; me alegro de que no hayan venido René y Brigitte». Me moví con lentitud, procurando ocultarme y no hacer ruido. Mi cabeza era un caos. La desaparición de todos me enfadaba; era como si estuviesen jugando conmigo al escondite. Iba del miedo al estupor y después al enfado. ¿Adónde han ido? ¿Quién se los ha llevado? ¿Presentí en aquel momento lo sucedido? No lo recuerdo bien. El horror llegó lentamente, se coló en mi cerebro poco a poco, pero la revelación fue como un mazazo, una especie de fogonazo me iluminó: ¡Mi familia ha muerto! Al intuir ese hecho caí desvalido en un rincón. El miedo y el desamparo me atenazaron. No podía ser de otro modo. Y sin embargo no había signos de violencia; excepto, sí, la cabeza del santo. Todo debió de ocurrir muy temprano. ¿Antes o después de mi llegada? Tal vez ocurrió al alba, al amanecer. ¿A qué hora llegué a casa? Sobre las tres y muy borracho. Trato de poner orden en el caos de mi cabeza, ordeno los pensamientos y las horas. Aparecí debajo de la cama. Me hice una pregunta absurda: ¿Y si todo esto es un secuestro de criaturas de otros mundos, de extraterrestres? Imaginé las noticias: «Los ciento treinta y tres habitantes de un pueblo de Castilla desaparecen misteriosamente». Hay más periodistas que dolientes. Hay que dejar testimonio de que la violencia atroz no es solución, que es una guerra en que todos perdemos. Absurda como todas las guerras. El mundo está loco. Recorremos lentamente lo que queda de Villastín. Parece, lo es, un pueblo en ruinas; la destrucción que deja un bombardeo. Se hicieron intentos para recuperar la vida perdida pero los deseos de las autoridades resultaron vanos. Los depredadores, los ladrones, llegaron y se lo llevaron todo lentamente; dos parejas de guardias civiles no impidieron la destrucción del pueblo y cuando alguien dio la voz de alarma ya era tarde. Era un caso sin precedentes. Los miserables se llevaron primero los muebles, después las cañerías de plomo y el cobre de las instalaciones eléctricas; desaparecieron las campanas de la iglesia, los bancos, todo, todo. Se llevaron incluso a san Tiburcio. La rapiña fue total y la naturaleza hizo el resto. Una voz neutra, sin acento, sin dramatismo, me llamó a Francia para decirme que la casa en que había nacido ya no existía, que el pueblo era una enorme ruina. Qué absurdo era aquel desfile, parecíamos la santa compaña. El rey Felipe intentó ser amable con el único superviviente de la tragedia. «¡Esperemos que no llueva!», dijo el hombre para darme conversación y me pasó el brazo por encima del hombro en un gesto de simpatía. Letizia y Margot se entendieron mejor. La reina sabía que mi mujer era francesa y que vivíamos en París y se interesó por los estudios de nuestros hijos. El recorrido era de 300 metros y la comitiva tardó en ponerse en marcha. Allí se había ido con una misión concreta y todo tenía un aire de farsa. Los medios tenían que hacer su trabajo. Se acercaban por turnos y nos fotografiaban una y mil veces. Era una noticia de interés universal y hasta que los cientos de periodistas gráficos no hubiesen tomado imágenes de todo y de todos estábamos allí parados. Había que proclamar que el terrorismo no podría con nosotros, que no nos doblegaría. No pude moverme, me quedé sin fuerzas y me acurruqué en un lugar oscuro y después de un tiempo me dije, como si hablase con otro: «Piensa, razona, no te dejes llevar por las apariencias; tal vez estén todos vivos. ¿Se los habrán llevado las autoridades por algún motivo que desconozco? Es posible que vaya a ocurrir algo en el pueblo y han decretado su evacuación inmediata». Eso me dio un respiro, un hilo de esperanza. Al fin, lentamente, la manifestación se pone en marcha con paso cansino. Al poco rato los familiares de las víctimas comienzan a cantar un himno religioso. Pienso en lo injusta y absurda que ha sido mi vida. Solo el golfo del pueblo, el drogata, el borracho, había sobrevivido. En el cine se mueren los malos y se salvan los buenos, pero en la vida no. Y, además, para más inri, era feliz en Francia con mi mujer y mis hijos. Qué paradoja. Llegamos a la iglesia en ruinas y allí, creo, finaliza el acto. Primero los discursos manidos. Desconecto, tantas emociones juntas me fatigan. Añoro mi casa cómoda de París; el anonimato, la rutina tranquila de mi vida. El señor presidente habla del 20 aniversario de la tragedia, grita enardecido: «¡20 años 20!» y menciona mi nombre. Oigo que se grita «¡Viva la libertad!» y «¡Viva Villastín!». Un obispo de voz meliflua reza un responso, dirige las oraciones y dice que mi pueblo es un símbolo. Un símbolo roto. Después se produce cierto desorden. Hay docenas de guardaespaldas y varias personas tratan de evitar el caos. El rey me abraza y la reina me sonríe y me tiende la mano, pero yo la beso en la mejilla. Llegan los coches oficiales, estrecho muchas manos; varios políticos me abrazan y algunos me dan palmadas en la espalda. Por fin nos llega el turno, nos meten en un automóvil oficial y abandonamos Villastín. Vi la puerta abierta de la casa de los Bilardo y me metí en ella. Tenía, como fuese, que calmar la sed. En la cocina había un botijo y bebí hasta vaciarlo. Al querer lavarme las manos ocurrió la revelación. ¿Cómo no me había percatado antes en mi casa? El agua salía turbia y después rojiza. La dejé correr espantado. Era sangre. Salí corriendo, estaba extenuado, pero no dejé de correr. Tropecé y me caí al suelo. Notaba que las lágrimas me salían a borbotones. A pocos metros del depósito subterráneo de la traída encuentro las primeras víctimas. Están degolladas. El resto está dentro. Solo me acuerdo de que grité como una bestia, que aullé como un lobo herido, que me mesé los cabellos, que blasfemé.

José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.
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