Arte

El encanto de lo humilde: construcciones secundarias en el Cerrato, Campos y Torozos

Arturo Caballero escribe sobre chozos, apriscos, palomares, guardaviñas, lagares, bodegas...; un mundo de construcciones tradicionales con el que todavía es posible encontrarse en los alrededores de los pueblos castellanos, aunque probablemente por poco tiempo, porque, como nadie les hace caso, se han empeñado en pulverizarse buscando el retorno a la tierra de la que antaño surgieron.

/ por Arturo Caballero Bastardo /

Hace pocas fechas glosaba en El Cuaderno la arquitectura modernista barcelonesa siguiendo la novela El pintor de almas de Ildefonso Falcones. Sentía la contradicción de terminar ese asunto desde la tranquilidad estival de un pueblo de la vieja Castilla ubicado en la confluencia de tres de sus comarcas más significativas: el Cerrato, Tierra de Campos y Montes Torozos. Son espacios dominados por horizontales y casi infinitos páramos que cuelgan sobre adustas campiñas y algunas —escasas— zonas onduladas de transición; territorio siempre sediento por el carácter exiguo (salvo el Pisuerga) de los ríos y arroyos que desde tiempo imposible de recordar las modelaron. Y paseando, durante los dorados atardeceres de finales del verano que terminan derivando hacia enrojecidos cielos, no pude por menos, viendo bodegas, casetas de era y chozos de pastor, que rememorar tanto mis años infantiles como, bastante más tarde, los cursos que anduve documentando visualmente, y visitando con mis alumnos, lo que denominamos construcciones secundarias vinculadas a la actividad económica del mundo rural pero desgajadas —a diferencia de cochineras, cuadras, gallineros— de la propia vivienda campesina.

Entre unas, las mansiones de la burguesía catalana de finales del XIX y principios del XX, y otros, los humildes y aparentemente intemporales espacios del trabajo rural de Castilla y León, parece existir un inmenso abismo. Tanto técnico como conceptual. Hemos separado tanto el arte de la vida, y hemos dado tanta importancia algunas veces a aquel, que Walter Gropius, con un lenguaje propio del radicalismo de las vanguardias, podía definir la arquitectura como «la expresión cristalina de los más nobles pensamientos del hombre, de su ardor, su humanidad, su fe, su religión» (1919). Si asumimos este punto de vista, poco podemos decir respecto a la arquitectura vernácula, que parece relacionarse más con la primitiva cabaña que con esa arquitectura hecha para conmemorar que decía Wittgenstein. Pero, a poco que reflexionemos, se nos hará evidente que se trata de una exageración y que la arquitectura está mucho más vinculada a la realidad, a lo contingente, que la escultura o la pintura. Y a sus condicionamientos materiales. Vitruvio parece tener más sensatez cuando apunta que la obra arquitectónica (y dejando de lado el aspecto ornamental que no sé hasta qué punto debe incluirse en el concepto de arquitectura) era una respuesta tanto teórica como práctica al problema constructivo: «Los arquitectos que han procurado adquirir destreza manual sin estudio teórico no han podido alcanzar el puesto y la autoridad que corresponden a su trabajo, mientras los que solo dominan la teoría, en definitiva persiguen una sombra y no una obra», escribía el arquitecto romano. Opiniones hay para todo; hay quienes apuntan más factores en el análisis formal con los que superar el idealismo, que no se compadece con la realidad, del que hacía gala Gropius. Louis Kahn, por ejemplo y más en la línea de las investigaciones de la Gestalt, lo explicitaba: «Un edificio cuadrado está construido según el cuadrado y la luz debe poner en evidencia ese cuadrado. Un edificio rectangular debe construirse según el rectángulo. Y lo mismo un edificio circular, y el edificio de forma aún más fluida, que siempre debe encontrar su orden, la propia ley interna, su proceso, que es un proceso realmente geométrico» (1967). O, dicho de otro modo: establecer una estricta relación entre lo que se aparenta y lo que se es; lo que, como norma de trabajo y hasta de vida, no me parece nada mal.

Así pues, nada nos impide hoy detectar el interés constructivo, aunque sea solo dentro de la categoría estética de lo pintoresco, en estos edificios de los que vamos a hablar, como lo fueron, a mediados de los años veinte del pasado siglo y en paralelo a la eclosión del funcionalismo arquitectónico, para toda una generación de innovadores arquitectos (Fernando García Mercadal quizá el más significado) que pretendían encontrar la esencia de la modernidad en aquello que de permanente reside en el espíritu humano y que desembocaron —años después— en los estudios, ya canónicos, de Carlos Flores y de Luis Feduchi. La implantación del sistema autonómico en nuestro país reactivó el interés por este tipo de construcciones dando origen a estudios —cito solo algunos de los autores que han escrito sobre Castilla y León— como los de Félix Benito, los de Juan Carlos Ponga y María Araceli Rodríguez o los debidos a Antonio Sánchez del Barrio y a Carlos Carricajo, estos dos últimos específicos sobre el tema que nos ocupa.

Habitualmente proporcionamos a estas añosas fábricas una edad muy superior a la que tienen. A mediados de los sesenta del siglo XX aún estaban en uso los barreros y recuerdo a los albañiles, con sus macales, poner a secar al sol los adobes con los que reparaban o construían estas edificaciones. Y el periódico trullado de las paredes de tapias, casetos y casas que, salvo la iglesia, el ayuntamiento y las moradas de los dos o tres ricos del pueblo (y no siempre), todo era de barro en el pueblo donde nací.

Chozos y casetas de era en Montes Torozos

Para una comunidad como la nuestra, vinculada a la actividad agrícola y, en menor medida, a la ganadera, la mayoría de las construcciones secundarias giraban en torno al sector primario. Un mundo regido por los ciclos naturales y por la tiranía del clima: El cielo manda en el suelo, sentenció el saber transmitido de generación en generación. Estas tierras, además de los predios aristocráticos (No se considere señor quien en Tierra de Campos no tenga mojón), fueron patrimonio de labradores más o menos acomodados. Bien de antiguo, bien por el desaguisado de las dos desamortizaciones. Un sector totalmente privado que hizo de la propiedad de los bienes raíces su carta de naturaleza distintiva, aunque esta propiedad fuera tan exigua que no servía ni para la subsistencia familiar. Hubo renteros y hubo mano de obra contratada, especialmente en los momentos más acuciantes del calendario agrícola, pero no se llegó, al menos de forma habitual, a los extremos de las grandes fincas que proporcionaron a nuestro Miguel Delibes la base de una de sus obras más reconocidas. A lo sumo alguna propiedad de cierto empaque que a la vuelta de dos o tres generaciones se había fragmentado por herencias que impedían una concepción moderna de la explotación agraria. Y cuando llegó la concentración parcelaria muchos ya habían abandonado y se habían convertido, a la fuerza, en la mano de obra que apuntaló la industrialización de otras regiones, especialmente Guipúzcoa y Vizcaya.

Los conflictos entre ganaderos y agricultores se habían ventilado, siglos antes, con la Mesta cuyas cañadas todavía pueden encontrarse indicadas por estos lugares. En la centuria pasada, los desplazamientos ya eran muy puntuales y habían sido sustituidos por un aprovechamiento más organizado de los pastos. Ahora son mera noticia episódica de telediarios. Mientras que el vacuno y el porcino están estabulados, en estos pagos eran las ovejas merinas y especialmente las churras (procedentes estas últimas de diferentes razas de origen norteafricano) las que se habían aclimatado hasta que nuevas razas foráneas les han venido a hacer competencia. Aunque no es propiamente una vida trashumante, las largas estancias en los páramos (a veces imprescindible cuando el cereal estaba crecido y la presencia de las ovejas provocaba no pocos problemas en los sembrados) obligaron a los pastores a construir abrigos y refugios que eran ocupados temporalmente.

De chozos de pastor y apriscos quedan restos interesantísimos en toda la zona central de Castilla y León, especialmente en los bordes de los páramos. Podían formar parte de construcciones más complejas en las que unos muros de no mucho más de un metro servían para encerrar a los animales y para separarlos en función de su utilidad: machos, ovejas parideras, ovejas de leche, etcétera. La estabulación del ganado los ha hecho inútiles, aunque pueden encontrarse todavía sus ruinas. La actividad municipal a través de diversos programas ha permitido, gracias al trabajo voluntario, la reconstrucción de algunos de ellos, como el complejo de La Cabañona que puede visitarse en la zona del monte de Dueñas (Palencia). El chozo en sí mismo es un tipo de construcción muy primitiva, semejante a otras que aparecen en zonas montañosas de toda España y que hunden sus raíces en el substrato que permitió el surgimiento de las culturas megalíticas dispersas por todo el Mediterráneo. Se levanta a base de amontonar simples piedras que se disponen muchas veces sin ningún tipo de aparejo. Los hay de varios tipos, pero sus dimensiones suelen variar entre los dos metros y los tres metros y medio. Por lo general están organizados a modo de una falsa cúpula que se alza por aproximación de hiladas. Solo hay un hueco de entrada, de tamaño reducido (no suele tener más de un metro de altura) facilitado por una gran piedra que se convierte en dintel. Puede que exista una abertura superior por donde dejar escapar el humo del hogar central. Menos común es el de cubierta vegetal apoyada en maderos que a su vez lo hacen en mampuesto.

La Cabañona (Dueñas, Palencia)

Los palomares forman parte del paisaje de Tierra de Campos, convirtiéndose en seña de identidad de nuestros pueblos. En la Edad Media se reglamentó su posesión y uso; más tarde, de ser privativos de los señores, pasaron a ser del dominio de cualquier labrador acomodado al que proporcionaban tanto un complemento en dieta cárnica (palominos, especialmente) como un buen abono rico en nitrógeno (palomina). Un palomar es una edificación cerrada al exterior que contiene una serie de muros paralelos o concéntricos, escasamente separados entre sí, donde se han practicado unos nichos (horacas) donde anidan las palomas; pueden estar excavados en el muro, generados por vasijas de barro crudo, restos de cerámica o realizados con simples adobes y tablones. Una base de piedra sirve de banco al tapial o el adobe y todo ello remata en una cubierta de teja. En este tipo de construcciones de aspecto minimal, la única veleidad decorativa queda circunscrita a los remates del tejado. Se ha teorizado sobre su tipología en función de dos variables: la planta (cuadrada; circular; rectangular y mixta) y la presencia o ausencia de patio. Los intentos de recuperación han permitido la supervivencia de algunos ejemplos dispersos, pero ahora parece que aquella fiebre hubiera pasado.

Palomares en Urueña (Valladolid)

Los cultivos cerealísticos, de los que es difícil reconstruir vivencialmente lo que fue el trabajo dedicado a ellos en un tiempo mecanizado como el nuestro, fueron determinantes en el sector primario y, en consecuencia, dejaron su huella en una riquísima paremiología base de la cultura popular: Ara bien hondo y cogerás pan en abondo o La cebada en el lodo y el trigo en el polvo servían como permanente recuerdo de cómo y cuándo había que realizar los trabajos agrarios. Junto al trigo, la cebada, el centeno, y la avena (los últimos destinados al consumo animal) una serie de leguminosas y escasos cultivos de huerta, allí donde era posible, venían a completar la dieta. En las zonas que lo permitían también se explotaba el viñedo, cuya superficie ha variado en función de las diferentes épocas. Todo ello obligaba a una serie de faenas agrícolas que tenían su correspondiente reflejo en las construcciones que les servían de apoyo.

Estas actividades, especialmente las desarrolladas a lo largo del verano, cuando se producía un auténtico desorden horario y una carrera por dedicar el menor tiempo posible a siega, acarreo, trilla (todavía se conservan eras comunitarias aunque son la excepción), bielda y almacenamiento, obligaban a largos periodos de estancia fuera de la casa. Del mismo modo, exigían el uso de una serie de instrumentos (hoces, garios, teleras, bieldos, trillos, aparvaderas, cedazos, cebaderas, colleras, etc) que no parecía lógico desplazar continuamente desde la casa a la era, situada a las afueras del pueblo. Fue ello lo que produjo la necesidad de arbitrar un lugar de no excesivas dimensiones donde poder guardar todo este tipo de utillaje al mismo tiempo que servía para los escasos momentos de descanso (comida y siesta). En algunos casos la utilidad iba más allá y, además de los aperos, podía servir para encerrar al par de mulas y al carro; en este caso las dimensiones eran necesariamente mayores y también su complejidad, puesto que a la simple estructura de tapias en las que apoyaba el tejado había que agregar pesebres. Los materiales de que se construyen son los propios del terreno y podremos apreciar casetas de era tanto de tierra (tapial y adobe) como de piedra (mampostería) sin descartar los modelos mixtos. La variante la pueden producir los tipos de planta: circular, cuadrada, rectangular y las combinaciones de los materiales. Cuando son circulares (algunas veces también cuadradas) suelen cubrir con falsa cúpula, bien sea de barro o de piedra. En algunas ocasiones pueden estar asociadas a pozos y abrevaderos, lo que conlleva la presencia de un pilón.

El mundo del vino, allí donde era posible producirlo, dio origen, también, a un complejo entramado, empezando por la protección de los majuelos, para los que se crean los guardaviñas asociados a su vigilancia y cuidado. Hay espléndidos ejemplos llenos de ingenio constructivo con materiales deleznables; quizá el más espectacular, con una extraña forma modelada (como en muchos de los ejemplos citados) por la acción de lluvia y viento, sea el de Ceinos de Campos (Valladolid), hoy en medio de un campo de cereal. También existían otros semejantes en zonas de huerta.

Guardaviñas de Ceinos de Campos, en Valladolid

El lagar y la bodega son construcciones que solemos ver unidas, pero pueden estar diferenciadas. El lagar, casi huelga decirlo, es el sitio al que se lleva la uva para obtener su zumo por medio de su pisado (si las cantidades son pequeñas) o, habitualmente, por medio de la prensa. La uva se descarga a través de un pequeño hueco situado en una de las paredes del lagar y —convenientemente amontonada— se exprime gracias a un artilugio que funciona como una palanca. Una gran viga distribuye el trabajo. Un extremo de ella se ubica en una de las paredes y en el otro se sitúa una piedra enorme que sube y baja gracias a un tornillo de madera. Entre ambos está el castillete de uvas sobre el que se genera la fuerza que produce el mosto. Este se recoge en una pila por un canalito (bocín) y de allí se transfiere a los tinos o a los carrales. La bodega, excavada en horizontal o en inclinado, suele ubicarse formando barrios en algunas zona específicas del pueblo. Es propiamente el lugar de almacenamiento del vino que era llevado —antiguamente— desde el lagar por medio de pellejos. Cuando la constitución del terreno lo exigía era preciso reforzar los techos con falsas bóvedas de piedra; la tierra generada se disponía encima de la propia bodega generando los típicos montículos. Debajo se abrían diversas dependencias de menor, sisas, o mayor tamaño siendo estas últimas (además del lagar cuando lo había) las que han salvado estas construcciones gracias a su conversión en merenderos. Para evitar el tufo (CO2 de la fermentación alcohólica causante de no pocas muertes) era necesario abrir huecos, normalmente en forma de chimenea, llamados zarceras, luceras en otros lugares, que contribuyen a crear corrientes de ventilación con las puertas, conformadas —en algunos lugares— por un entramado de madera que permite pasar el aire. Es, precisamente, en puertas y zarceras donde pueden encontrarse algunas alegrías constructivas logradas a base de piedra no excesivamente trabajada y a la propia disposición de la madera.

Bodegas en Dueñas (Palencia)

Todas estas estructuras, tan simples, tienen su origen tanto en la economía de medios como en la racionalidad de base en cualquier proceso arquitectónico: la radicalidad geométrica de sus formas (cubos, prismas, cilindros, conos, esferas) parece hacer realidad el axioma de Aristóteles (quien, en esto, se hacía eco de Pitágoras y Platón) de que quizá, analizando las cosas detenidamente, la razón de la belleza resida en el número. Otro tanto podría decirse de su perfecta integración en el paisaje, no por la propia estructura, que suele manifestarse con una rotundidad geométrica en medio de las tendidas paralelas o las suaves ondulaciones de tesos y cabezos de esta tierra, sino por los materiales que emplea. Los chozos de pastor y de era se construían con las piedras calizas que se encuentran en las coberteras de los páramos y que son arrancadas en las labores agrícolas; los casetones se hacían de tapial y adobe, la madera —de escaso empaque, es verdad— se empleaba para las estructuras… Pocas obras habrá en las que el coste energético de la construcción esté mejor optimizado porque, además del recurso al entorno, en este mundo nada se desperdiciaba: los trillos viejos servían de puertas; los cestos que no podían usarse para acarrear uva se convirtieron en colmenares; las tejas rotas se usaban para los nidos de las palomas… A los ojos actuales, podríamos decir que es la ecología y el reciclaje convertido en práctica habitual.

Quizá hoy se valore el minimalismo, anterior a la puesta en funcionamiento del propio término, que es apreciable en la mayoría de estas construcciones. Son ellas las que mejor se ajustan a las definiciones que se han dado de arquitectura popular, no solo por el uso de los materiales que proporciona el entorno, por la utilidad inmediata que poseían y por lo económica que resultaba su construcción sino porque es aquí donde encontramos, generalmente, una arquitectura realizada con la intervención directa del usuario, cuando no por el propio usuario. Por su carácter humilde han sido las primeras en sufrir los cambios provocados por el abandono y la mecanización del campo; dado que su función inmediata era la económica, al haber desaparecido esta, ha desaparecido la forma que subvenía sus necesidades. Podíamos remedar a Sullivan y decir que como la forma sigue a la función, cuando la función desaparece también lo hace la forma.

Todavía es posible encontrarse con todos estos ejemplos en los alrededores de nuestros pueblos. Posiblemente por poco tiempo porque, como nadie los hace caso, se han empeñado en pulverizarse buscando el retorno a la tierra de la que antaño surgieron haciendo realidad para sus obras las palabras que, según el Génesis, Dios dirige al hombre: pulvis es, et in pulverem reverteris.

Deles usted una última oportunidad acercándose cualquier día de estos a visitarlos si las cambiantes normas de este detestable tiempo de peste se lo permiten.


Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. La próxima primavera la editorial Trea publicará Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha en el que realiza un análisis irónico, crítico y apasionado sobre los últimos cuarenta años del arte más actual.

0 comments on “El encanto de lo humilde: construcciones secundarias en el Cerrato, Campos y Torozos

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: