/ por Francisco Abad Alegría /
El hogar
Es decir, el fogar, centro vital que limita la expansión difícil de controlar de una fogata en el suelo y al tiempo irradia algo de luz y calor para los convivientes. No es hallazgo reciente la presencia de lugares acotados con grandes guijarros en muchas cavernas habitadas antiguamente por grupos humanos o de restos de tales estructuras en reliquias de poblados construidos con ramas, barro y lajas de piedra. Los signos inequívocos de la continuidad de un fuego acotado, de localización fija, no azarosa, que proporciona calor para preparar los alimentos y también para calefacción de los componentes del grupo humano que conviven bajo un mismo techo, supone un factor decisivo de estructuración social, conformador de una línea continua de relaciones humanas que acabamos llamando familiares, en un amplio sentido del concepto.[1]
Siguiendo la pista de las construcciones excavadas en la tierra o roca, que son un continuum de las que aún existen en muchas partes del mundo, desde la cueva habitada, a veces hecha por los antepasados de los habitantes actuales, a la choza selvática o la yurta asiática, una habitación humana se estructura alrededor del hogar; el fuego limitado y controlado es su centro. Al lado, según el tipo de habitación, pueden hallarse concheros o acumulaciones de huesos procedentes de la comida preparada y tomada socialmente. La habitación se complementa con pequeños espacios dedicados al almacenamiento de algunas provisiones o útiles de caza, pesca o defensivos y el dormitorio como tal rara vez existe, de modo que cuando llega el sueño, los habitantes se tienden en el suelo, muchas veces con una cierta jerarquización vital: los más ancianos y los más chicos próximos al hogar, calentitos. Aún he podido ver en alguna vieja cocina de la montaña navarra (hogar, sala de estar con o sin cadieras, plateros y cuchareros y resalte de piedra o madera para limitar todo bajo una gran campana de salida de humos) uno o dos nichos angostos en los laterales de la zona más próxima al fuego, que se cerraban con unas cortinillas de tela y tenían una colchoneta, destinados a que algún abuelo de avanzada edad estuviera abrigado al máximo durante el sueño, al amor del rescoldo y del calor residual del lar.
El paso siguiente al hogar de fuego bajo es la elevación sobre el suelo de la fuente de calor, permitiendo mantener la posición erecta a quien cocina, lo que facilita notablemente la labor culinaria, aunque bloquea el empleo de grandes calderos, aptos para elaboración de los inacabables potes que humeaban continuamente, acogiendo hortalizas y algunos bocados cárnicos, origen de los potes rurales siempre presentes, con más o menos sustancia paro calientes, cuyo caldo se adicionaba a medida que se consumía, siempre sin vaciar, hasta en los hogares más humildes, y la preparación de la caldera de comida de los cerdos (bazka), base de buena parte de la alimentación familiar durante el año. Los hornillos diversos, que se apoyan sobre una base alta de mampostería, permiten al cocinero trabajar sin encorvarse, remover con soltura y repartir a lo largo de un paño de pared, el bajo de una angosta ventana o una rústica base metálica, varios pequeños fuegos u hogares (Figuras 1, 2 y 3). Así, un adelanto tan simple como la elevación del fuego bajo mejoró sensiblemente la comodidad en la preparación doméstica de los alimentos, aunque acabó arrinconando progresivamente algunas modalidades de la comida: por ejemplo, la escudilla calentita de pote del septentrión o las zonas montañosas del interior de España, templando el frío invernal de quien se retiraba a dormir.



Hasta pleno siglo XVII eso es todo lo que ha avanzado el fuego domesticado y encauzado. Pero a principios del siglo XIX surge la primera revolución auténtica de la domesticación del fuego: la cocina económica.[2] Se trata de una cocina integrada, parcial o totalmente hecha de hierro fundido, en la que el calor de la combustión encerrada en un hogar interno proporciona energía para cocer en una superficie superior plana, asar pequeñas piezas en un horno adyacente y calentar agua en un depósito lateral. El calor se aprovecha así al máximo y además se conjura el peligro de los incendios por el fuego en libertad, más o menos controlada (Figura 4). La cocina económica, inicialmente construida en Inglaterra por George Bodley, supuso la auténtica revolución de la cocina doméstica, pero no sólo eso: dio paso a las actuales cocinas de los restaurantes y de los comedores de colectividades. Permitió graduar el calor por un procedimiento tan sencillo como aproximar o alejar los recipientes de cocción del centro de combustión del hogar y permitió disponer de calor suave y uniforme con el que hornear pequeñas piezas domésticas, o grandes en el caso de cocinas profesionales, que con anterioridad estaban reservadas exclusivamente al horno comunal de la panadería local.

La cocina económica es el método de calor culinario casi universal en los medios urbanos de la primera mitad del siglo XX. Incluso la cacharrería cerámica y metálica tradicional, pensada para el fuego bajo, se adaptó básicamente en sus formas a la nueva fuente de calor. Además —lo que no es cuestión menor en tiempos en que la calefacción no estaba presente— preservó la existencia de la cocina como centro de reunión familiar e incluso social (según las dimensiones del habitáculo y el grado de confianza de los circunstantes) y de calefacción centralizada en el duro invierno.
La posterior incorporación del gas combustible, a partir de la mitad del siglo XIX, y de la electricidad desde 1920[3] sobre la misma base de la cocina económica, supone realmente una transformación del instrumento y su concepción, desapareciendo el criterio originario y surgiendo los nuevos sistemas de cocina que han evolucionado hasta los modulares. En España, las cocinas de gas-ciudad se incorporaron pronto (años treinta-cincuenta) en algunas grandes ciudades. Hay que esperar algunos años para que se generalice el empleo de cocinas de alimentación eléctrica (la producción eléctrica no estaba proporcionada a una demanda energética doméstica mucho mayor que las lámaparas de incandescencia y la radio, para quien la tenía)[4] y posteriormente de gas butano, envasado en botellones de característico color naranja (Figuras 5 y 6).


Es digno de mencionar que, con la enorme mejora que supuso el dominio del fuego más o menos domesticado, pero centrado en el espacio de la cocina familiar, la rápida desaparición de la cocina económica ya a finales de los años cincuenta eliminó la confluencia convivencial en la cocina, porque la cocina de gas o eléctrica no son fuentes de calor ambiental permanente, y simultáneamente hizo su aparición la estufa de gas butano, que permitía trasladar la radio doméstica a una zona de estar, lo que ya se completó con la irrupción de la televisión, inicialmente en blanco y negro. De modo que la centralidad familiar del lar desapareció, al mismo tiempo que se fragmentaba el agrupamiento en torno al lar, incluso en su forma más evolucionada, la cocina económica, pasando la cocina a ser un lugar en donde se cocinaba e incluso comía, y algo tan primariamente culinario modificó, en conjunción con otros factores, aunque menores, las relaciones sociales, aún más que la comida.
Inmersión en calor
Ha quedado claro que el calor para cocinar proviene en general de una fuente externa, que cede temperatura por transmisión y parcialmente por radiación. Pero hay otra forma de utilizarlo para preparar la comida, que es la unión de radiación y convección. Y al utillaje que actúa de este modo se le denomina genéricamente horno. En el horno se producen dos fenómenos principales y según su naturaleza un tercero de importancia variable en función del material empleado y del producto por cocinar. Cuando las altas temperaturas externas y la radiación solar es máxima, incidiendo los rayos del astro casi verticalmente sobre una vivienda, al pasar al interior no es raro que se nos escape la expresión ¡esta casa está como un horno! Lo propio ocurre con edificios destinados a acoger a un gran número de personas, como templos, salas de exhibición o centros de reunión. El calor concentrado en el interior de las construcciones se nota en el ambiente y a veces es tan agobiante que dificulta la respiración, porque el aire molesta en su paso por las vías respiratorias. Al mismo tiempo, se percibe con claridad en la superficie corporal, más o menos expuesta o vestida, la opresión de una agresión térmica que llega de todas partes. Estamos en un horno, eso es todo.
Aunque no sabemos cuándo ni dónde, verosímilmente en zonas del Oriente central y meridional, alguien tuvo la idea de proteger del viento intenso la pequeña fogata destinada a cocer los alimentos, haciéndola no sobre el suelo, más o menos delimitado en forma de lar, sino en el interior de una vasija cerámica amplia; el fuego ardía así sin apagarse por el viento exterior, y cuando ya daba paso a la pura brasa, el astuto y anónimo observador que inició el proceso detectó que el interior de la vasija estaba muy caliente, por el contacto directo con el fuego, pero que al tiempo las paredes del recipiente, pongamos que una pequeña tinaja cerámica, irradiaban mucho calor, que habían absorbido en el proceso de la combustión del fondo y además que, ya extintas llamas y brasas, ese calor persistía largo tiempo y seguía teniendo capacidad de cocción o calentamiento. Si, facilitando la maniobra, la tinaja, a la que ya vamos a a denominar tannur o tandoor con toda familiaridad, se había enterrado o semienterrado, para protegerla de golpes, preservarse de quemaduras con su contacto y al tiempo aumentar la masa envolvente que mantenía el calor generado, hemos llegado a un nivel tecnológico de alta categoría (Figura 7).

La cocina con tannur, en general conocida como tandoori, es propia de amplias zonas asiáticas y permite la preparación de alimentos en poco tiempo (en su interior se llega a temperaturas superiores a los 400 ºC) ensartando los productos en espetones metálicos incombustibles, lo que produce en breve tiempo viandas jugosas en el interior y doradas, con toques claros de humo, en el exterior.[5] También se puede ayudar al proceso si se pretende mayor intensidad de ahumado, colocando una cobertera sobre la boca del recipiente. Un proceder maravilloso es la elaboración del pan convencional en las zonas tandoories, muy diferente del nuestro. Se elabora una masa de harina, agua y algo de levadura, que se deja fermentar un tiempo; después, la masa se fragmenta en bolitas que se aplastan dándoles forma de torta y mediante una almohadilla gruesa cubierta de tela, se aplican tales tortas a la pared más alta del tandoor, muy caliente y accesible. El propio calor hace que la torta se adhiera a la pared del horno y como es tan intenso, se va desprendiendo solo, poco a poco, cocido rápidamente por la fina sección de la masa. El pan resultante es una torta que se emplea del mismo modo que el chapati clásico elaborado con la misma masa pero sobre plancha metálica caliente.
La difusión del tandoor supuso un cambio muy importante en la comida del amplio territorio indopakistaní y sus zonas limítrofes. Era habitual que el tannur se alimentase continuamente, sin dejarlo enfriar, lo que podría agrietarlo tras el abandono, inutilizándolo, y si se ubicaba en construcciones domésticas de pequeño tamaño tenía valor también de calefacción, con agrupamiento social.
Pero hay otra consecuencia importante del empleo del tandoor para elaborar el pan: unas reglas de educación y cortesía, al tiempo que higiénicas, para tomar la comida. En efecto, la comida, generalmente salseada y formada por arroz y algunos vegetales, se suele depositar tradicionalmente (y sigue haciéndose habitualmente, por ejemplo en el comedor gratuito popular del Templo Dorado de Amritsar y los restaurantes populares de buena parte de la India) sobre grandes trozos de hojas de plátano, que sirven de plato y, concluida la comida, de pasto a las pululantes y ubicuas vacas sagradas. Como se come con la mano, los fluidos se escaparían entre los dedos si no fuese porque se toma un pellizco del pan tandoori o de chapati, que se utiliza como cuchara que atrapa vegetales con su salsa, haciendo un triunfante viaje hasta la boca del comensal y todo ello con movimientos muy precisos y convencionales, cuya transgresión indicaría desprecio por la sociedad de acogida.[6]
En zonas más occidentales del mundo, el papel del tandoor es sustituido por el horno abovedado, antiguamente pequeño y hecho con barro arcilloso y cantos, con una boca lateral para introducir el combustible y después los productos por cocinar. Circulan por la charca de Internet versiones curiosas sobre el origen del horno, entre las que llama la atención la de que alguien tuvo la idea de acostar una tinaja de tandoor allanando la parte de la solera con relleno de grava y tierra, lo que no tiene demasiado sentido. La realidad es que el horno es un reducto, inicialmente de dimensiones modestas (inferior a 1,5 metros de diámetro) constituido por una bóveda, que recoge, retiene y posteriormente irradia el calor generado por combustión de maderas, y es absorbido por los alimentos que en él se introducen. Los primitivos hornos, de cantos aplanados y tierra arcillosa, tenían la cualidad de que al tiempo que desempeñaban su función, se consolidaban, porque el calor iba transformando la cúpula y la base de masa térrea en auténtica cerámica.[7]
Poco a poco, la capacidad de los hornos aumentó y rebasó las proporciones modestas de una utilización doméstica, de modo que se construyeron hornos con lajas pétreas (mucho más tarde sustituidas por ladrillos refractarios) de tamaño mayor (Figura 8). El motivo fundamental fue la necesidad de cocer cantidades pequeñas de alimento a cambio de un consumo energético cuantioso: leña. Pero eso generó importantes cambios sociales y de la alimentación. Un gran horno precisa de gran cantidad de combustible para adquirir la temperatura adecuada a su función, que no es asequible a una pequeña agrupación familiar. Por otra parte, el calor acumulado es intenso y de prolongada duración. De esta forma tan simple surgió una auténtica adquisición novedosa, que cambió las relaciones humanas en comunidades rurales (y posteriormente urbanas) y los hábitos alimentarios.

El horno, ya comunal, era mantenido y alimentado por una persona especializada en su manejo, que percibía un pago por ello. Lo primero que se hizo en el horno fue pan candeal.[8] Pero como el costo energético (leña de calefacción) era elevado, el pan se elaboraba para toda la comunidad una vez cada semana o dos. La masa se elaboraba en casa y en el domicilio fermentaba y las atareadas mujeres llevaban al horno comunal los bollos u hogazas ya listos para el horneado en tablas de madera rematadas por algún labrado o sello distintivo de la propiedad del producto o al menos unos signos indicativos,[9] para recoger el pan resultante recién horneado sobre las mismas tablas y llevarlo a casa. La ceremonia del horneado se convertía así en una ocasión de interacción social y no un mero fenómeno alimentario.
Como el calor residual del horno tenía larga duración, era frecuente que cuando lo básico del alimento, el pan, estaba asegurado, se llevasen también a hornear bizcochos, magdalenas e incluso algunos bollitos pequeños de capricho rellenos con algo de conserva del cerdo (en Asturias, bollos preñaos). Y, finalmente, cuando repicaban fuerte, por festividades generalmente asociadas a celebraciones religioso-cívicas, el encargado del horno realimentaba el fuego, de modo que tras un tiempo un tanto prolongado se hacían asados de corderitos, cabezas de ellos o cochinillos si había posibilidades.[10]
En síntesis, el horno ha supuesto los siguientes impactos sitiológios y sociales:
- La elaboración del pan en la mayoría de las comunidades rurales españolas,
- la elaboración de bizcochos y dulcería elemental en tales poblaciones,
- una forma de relación social periódica de la población, básicamente femenina, complementaria del mero lavadero o encuentro en la misa dominical (o los aperiódicos pero inevitables velatorios y entierros),
- la preparación de alimentos cárnicos festivos que no se podrían elaborar en forma de asado en los hogares, donde había que trocear y estofar el producto, porque el asado en espetón no era práctico para una mujer o una familia atareada hasta la extenuación en la supervivencia cotidiana.
Mas no concluye así la historia del horneado, porque se prolonga en forma de utensilios relativamente pequeños, portables, denominados clíbanos u ollas de hierro fundido. A diferencia de las ollas convencionales, en las que el calor se transmite por contacto directo a través de sus paredes, el clíbano (romano) y la olla de hierro fundido (ya presente en el siglo XIX), aunque son relativamente pesados permiten su transporte y actúan como un auténtico horno portátil. La clave está en que las gruesas paredes de los recipientes culinarios (Figuras 9 y 10) se convierten en receptoras de calor externo, más que en transmisoras, que luego irradian, actuando de este modo como auténticos hornos. La acumulación de brasas en la base y sobre la cobertera produce radiación térmica, que cocina el alimento. El pequeño clíbano romano se portaba en el ajuar de las familias que acompañaban en su prolongadas campañas a los legionarios, especialmente por las tierras indómitas de Germania y Panonia, y las ollas de hierro se encontraban siempre en los lares o incluso fogones incrustados de algunas habitaciones domésticas. El método de cocción en nada difiere del propio de un horno convencional, aunque con dimensiones modestas.


Envolturas: la culminación del horno portátil
No hace mucho comenté en esta misma publicación cómo la envoltura vegetal (con hojas de plátano, maíz, col, vid y otros vegetales, según el área geográfica) era una forma de mini-horno muy interesante, porque permitía aunar la cocción en medio cerrado, con irradiación térmica desde todos los ángulos, con la estanqueidad del contenido, que no perdía aromas ni humedad.[11]
La elaboración de grandes cantidades de alimento, vegetal, animal o mixto, generalmente reservada para acontecimientos sociales, más o menos tribales, requiere un esfuerzo y espacio bastante grande, inviable en la comida familiar o personal, además de la presencia de grandes y resistentes hojas en que envolverlo, lo que ya limita su empleo a lugares y ocasiones determinados, en general extraños a nuestra cultura occidental. Las preparaciones envueltas en hojas tienen dos modalidades. La primera es la preparación de masas vegetales o proteicas, más o menos especiadas y acompañadas de vegetales, que cuecen cerca o sobre las brasas. La otra es una preparación similar, en la que el elemento por cocinar está parcialmente hecho y que se concluye en un caldo o al vapor. En los dos casos, es preciso que el tamaño total de la preparación sea discreto, de modo que el calor penetre profundamente pero respetando la integridad del envoltorio foliar.
En pleno siglo XVI, fray Bernardino de Sahagún recoge la existencia de 11 variedades de tamales, solo en Méjico, en su Historia general de las cosas de la Nueva España.[12] Las hojas empleadas son principalmente de maíz y aguacate y más tardíamente del importado plátano. El relleno que se cocina en el envoltorio foliar es habitualmente una masa de maíz cocido y molido toscamente, con o sin alubias añadidas, algunos aromas vegetales o pequeños vegetales troceados y casi sistemáticamente queso fresco recién cuajado y desuerado. Los paquetitos resultantes tenían la forma de sobre de correos o a menudo de rollo, como un gran caramelo, cerrándose en este caso introduciendo el extremo de la envuelta, retorcida, en una suerte de ombligo en cada terminal. En el otro extremo del mundo americano, hojas más tiernas y dúctiles permitían realizar paquetitos que se comían íntegramente; el envoltorio foliar no era un simple útil coquinario, sino parte fundamental de la preparación.
La hoja más utilizada en este caso es la de la col (es un modo de hablar, porque hay muchos tipos de esta brasicácea). Lahana sarma turcas, dolmas siro-libanesas o incluso sarmalutes rumanas no son más que variaciones de un mismo tema, con peculiaridades regionales. La conquista musulmana que englobó desde parte de India, la vieja Persia, toda Asia Menor y las zonas europeas limítrofes y se acabó materializando con el tiempo en el gran Imperio turco difundió la práctica de las sarmas, dejando platos que algunos consideran, erróneamente, casi identitarios de su tierra. Hojas de col amplias, denervadas para evitar que se quiebren en la manipulación, derramando el contenido, se escaldan brevemente agua, con lo que se hacen dúctiles y no quebradizas. Luego se prepara un relleno que puede ser muy variado, pero prácticamente siempre incluye arroz, previamente remojado en agua templada o incluso ligeramente cocido, frutos secos diversos, pasas o dátiles troceados y carne picada (dependiendo de las proscripciones religioso-sociales, de ovino o porcino o incluso aviar). La mezcla, bien trabada a veces con la ayuda de un poco de salsa de tomate y convenientemente especiada, se encierra en paquetitos dentro de las hojas ya dóciles al pliegue, que se ordenan en el fondo de un recipiente, de modo que la presión de los rollos entre sí impida que se abran al cocer. Luego se vierte encima un caldo de variable composición, con picada de almendras, o pistachos, sustanciado con la cocción de las partes menos aprovechables del animal que se emplee y tomate en salsa y se lleva a hervor suave durante aproximadamente media hora, de modo que al henchirse el arroz acaba de dar forma y consistencia a los rollitos, que según la propia costumbre, fineza social y tamaño de los mismos, puede tomarse delicadamente con cubiertos o con el auxilio de la pinza anatómica de los tres primeros dedos de la mano, derecha, naturalmente.[13] Una variante turca acepta una preparación similar elaborada con hojas de acelga, que se salsean antes de servir con un poco de yogur aligerado con caldo de cocer las hojas de la hortaliza
Los dolmates sirios, que también se hacen en otras zonas del Oriente Medio tienen como envoltura hojas de vid tiernas y amplias, que se escalda, haciéndolas maleables y no quebradizas, en las que se envuelve una mezcla de arroz remojado con pasas, especias diversas y carne picada, preparando paquetitos que se agrupan muy juntos para que no se abren y se cuecen durante una media hora en caldo, rociándolos tras sacar para servir con abundante cantidad de zumo de limón (como me enseñó mi amigo sirio Rajab al-Ghanem, que cuando no me sentía acogotado por el desastre español actual, yo mismo elaboraba cada principio de verano). Imaginemos por un momento que la vid se emplea fundamentalmente en países musulmanes donde ya estaba previamente implantada antes de la dominación, para dos únicos usos: la producción de uvas frescas y sobre todo pasas y la elaboración por un cortocircuito bioquímico de vinagre, de amplísimo uso en cocinas orientales. ¿Por qué no utilizar también las hojas amplias y tiernas de algunas variedades para hacer paquetitos comestibles (con las manos, por supuesto)? Pues esa fue una de las aportaciones que los dominadores turcos hicieron a los pueblos dominados. Las hojas de vid amplias y tiernas, recién expandidas en la primavera, se libran de su peciolo, que es leñoso, y se hierven un ratito hasta hacerlas flexibles y tiernas, dejándolas después secar y enfriar sobre una superficie plana. Luego se hace un relleno similar al de las dolmas de col, aunque generalmente sin añadido cárnico de ningún tipo, pero muy al gusto de la zona, repletito de pasas y poco especiado. Después se preparan paquetitos doblando hábilmente las hojas, atrapando en el borde los extremos, para que el relleno, que tiene el arroz únicamente remojado y sin precocer, no se desparrame. Los paquetitos se disponen apretadamente en el fondo de una cazuela amplia; y se añade caldo de pollo y hortalizas especiado y se dejan cocer a fuego lento, cubiertos con un plato de loza para que no sobrenaden ni se separen, durante algo más de media hora, como si estuviéramos preparando una morcilla (Figura 11). Una vez cocidos, se toman, con hoja y todo, que da un leve amargor al preparado, tras rociarlas con abundante zumo de limón, como me aconsejó mi colega y amigo Rajab al-Ghanem, sirio de pura cepa.[14]

Esta forma de cocinar es viejísima y tenemos testimonios anteriores a nuestra Era de que era popular y frecuente. Mas la evolución tecnológica ha permitido introducir dos elementos que sustituyen a las hojas vegetales, aunque sin aportar sabor o aroma de ningún tipo: el papel de aluminio y las bolsas herméticas de plástico. Cierto que ya antes del siglo XIX se confeccionaban platos en papillotte, envolviendo la vianda por cocinar (generalmente pescado con algunos vegetales y aceite) en hojas vegetales, luego envueltas en paquetitos de papel grueso aceitado (de ahí lo de papillote) que se acercaban al fuego de brasa u horno y e cocinaban durante breve tiempo, evitando cambiar manjar por cenizas. Los nuevos elementos industriales han dado origen a manjares en papillote, que tienen todas las cualidades del pequeño horno y la jugosidad del contenido (Figura 12).

La repercusión antropológica del papillote ha sido mucho más trascendente de lo que podría pensarse. En primer lugar, ha dejado la impronta de las culturas invasoras y dominantes de una buena parte del mundo medio-oriental. Pero al tiempo han permitido que las raciones individualizadas hasta el extremo del servicio persona a persona fuese factible en tiempos más modernos. Justamente por esos motivos, el papillote ha decaído en la actualidad, con la torpe excusa de cocina anticuada, con pocas excepciones: es que la historia, la real, es un lastre que no soportan las dictaduras, todas, del pensamiento.
[1] F. Abad Alegría: «Sobre la comensalía», Heraldo de Aragón, 24 de mayo de 2014, p. 8CMG; íd.: «Comer: mucho más que nutrición», Heraldo de Aragón, 24 de marzo de 2018, p. 8CMG.
[2] L. Wright: Los fuegos del hogar, Barcelona: Noguer, 1966, pp. 141-155.
[3] Canada Science and Technology Museum. Catálogo, parte 2, de la exposición permanente Background-domestic technology. Ontario. 2005.
[4] J. Sarrau Serven (ed.): La cocina española en la cocina eléctrica (Edesa), Bilbao: Eléxpuru, 1952.
[5] S. Raichen: «A tandoor oven brings India’s heat to backyard», The New Yok Times, 20 de mayo de 2011, <https://www.nytimes.com/2011/05/11/dining/a-tandoor-oven-brings-indias-heat-to-the-backyard.html>. [Consulta: 6-5-2020].
[6] A. Arora: Indian recipes, Nuenen (Países Bajos): Roli&Janssen BV, 2003, pp. 74-77.
[7] H. McGee: On food and cooking (3.ª ed.), Londres-Sydney-Wellington: Unwin, 1988, p. 615.
[8] A. Caro Bellido: Diccionario de términos cerámicos y de alfarería, Cádiz: Agrija. 2008, pp. 140-141.
[9] Alvar: o. cit., lámina 207.
[10] Es famoso el Asador de Cándido, en Segovia. Cándido, Asador Mayor de Castilla, fue empleado del Mesón del Azoguejo, activo tras cambiar el nombre, sito en el lado derecho de la última casa de la plaza del Azoguejo, a mano derecha según se baja de la avenida que desemboca en el impresionante acueducto romano, que casó con la hija del primer propietario, impulsando el negocio y haciéndose famoso como asador de cochinillos en horno de leña, que cortaba en la asadera de gres con el canto de un plato para demostrar la excelencia de la cochura. En una ocasión el plato resbaló de sus manos y saltó por los aires, rompiéndose al caer, lo que los circunstantes interpretaron como una suerte de brindis torero, haciéndose popular la ceremonia (que tiene precio complementario) en lo sucesivo. El cochinillo está excelso, aunque hay expertos que dicen que no es el mejor de Segovia…
[11] F. Abad Alegría: «Cuando la hoja es la olla», El Cuaderno, 16 de abril de 2020, <https://elcuadernodigital.com/2020/04/16/cuando-la-hoja-es-la olla>.
[12] G. Patiño: «El tamal», Semana, 21 de diciembre de 2006, <https://www.semana.com/on-line/articulo/el-tamal/82803-3>. [Consulta: 24 de marzo de 2020]. Hay una edición reciente (2018) de los 12 libros de Bernardino de Sahagún en español de Londres: Forgotten Books, 2 vols.
[13] F. Bellahsen, D. Rouche: La cocina mediterránea. Turquía, Potsdam: Tandem. 2011, p. 136; A. Doblado: Cocina rumana, Madrid: Susaeta, 2006, p. 62.
[14] Rouche Ballahsen: o. cit., p. 32.
[EN PORTADA: Ilustración medieval de un horno en un salterio belga de c. 1200]

Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
hola buenas tardes me gustaría hacerle una pregunta, soy profesor de cocina y pastelería en Málaga, estoy inmerso en un grupo de trabajo sobre personajes gastronómicos de la historia mundial, sobre quien invento cada técnica culinaría, me gustaría saber base de datos donde encontrar información sobre este tema puede ayudarme?? quiero trabajarlo con varios compañeros de instituto y dejarlo para los chavales y su aprendizaje, no se si puede ayudarme pero aceptaría cualquier información que nos ayude con la documentación y veracidad de fechas, autores y descubrimientos , un saludo y gracias por adelantado.