/ un relato de José Luis Cubillo /
Cuando volvía por las tardes del trabajo sacaba a pasear a Thor. Era un husky precioso, gris plateado, con los ojos azules. Lo llevaba a la Dehesa del Rey, un gran parque medio salvaje que se encontraba cerca de mi casa.
De estos paseos, odiaba encontrarme con otros perros. Nunca sabías cómo iban a reaccionar, si se mostrarían pacíficos y juguetones o si por el contrario se enfrentarían feroces. Un día se acercó a mi perro otro de su misma raza. Era más pequeño y de color canela, con un ojo de cada color. No sé de dónde salió y cuando me di cuenta ya era tarde para reaccionar. Normalmente, en cuanto veía a lo lejos un perro, me llevaba al mío en dirección contraria. Pero a éste no lo vi hasta que me lo encontré olisqueándose con Thor. Los dos parecían pacíficos, así que los dejé. Enseguida me di cuenta de que se trataba de una perra. Eso podía explicar su actitud. A lo lejos escuché una llamada.
—¡Laika! ¡Laika!
Parecía la dueña de la perra. Estaba a bastante distancia en lo alto de un montículo, entre árboles, y no la distinguía bien. Los perros comenzaron a perseguirse entre saltos.
—¡Laika! ¡Laika, ven aquí! —insistió la mujer.
La perra interrumpió el juego y corrió hacia su dueña. Thor la siguió veloz.
—¡Thor! ¡Thor!
Llamé a mi perro y luego le silbé para que no se alejara, pero no me hizo ningún caso. Insistí con más energía y esta vez se detuvo. Me miró y miró a la perra. Laika y su dueña desaparecieron por el otro lado del montículo. Thor, después de unos segundos, vino corriendo hacia mí y metió su cabeza bajo mi mano para que lo acariciara.
Días después, una tarde mientras leía el periódico sentado en un banco, Thor se entretenía en perseguir entre los matorrales a una ardilla. En un momento determinado, después de echar un vistazo a los chistes y a la programación de la televisión, levanté la vista y no lo vi. Me extrañó, porque no solía alejarse demasiado de mí.
—¡Thor! ¡Thor! —le llamé y le silbé, pero no aparecía.
Intranquilo, comencé a buscarlo por los alrededores. Detrás de unos arbustos había una pequeña hondonada con una fuente y allí estaba correteando detrás de Laika. La dueña de la perra los observaba. Bajé hasta ellos.
—Hola —dije.
—Hola —me contestó la mujer.
—Menudo susto. Creía que se había perdido —dije todavía preocupado.
—Me extrañaba que estuviera solo —contestó la mujer.
—Leía el periódico —dije señalando los arbustos detrás de los que se encontraba el banco.
La mujer tenía aproximadamente mi misma edad, unos cuarenta. Mientras Thor y Laika iban y venían, saltaban, corrían y se peleaban juguetones, hablamos del carácter de nuestros perros, de su salud, de sus manías. Antes de que nos diéramos cuenta, comenzó a anochecer. Entonces nos despedimos.
Unos días más tarde me encontraba en la oficina peleándome con los números que se me revelaban. No había manera de cuadrar el balance. Por más que lo revisaba una y otra vez, no encontraba dónde residía el error. Estaba a finales del trimestre y tenía que presentar las liquidaciones a hacienda. Por otro lado se me hacía tarde y me iban a cerrar el supermercado. No tenía comida para el fin de semana y decidí entonces cerrar los libros de contabilidad y marcharme. Era el último que quedaba en la oficina y tenía la cabeza atiborrada de números rabiosos empeñados en reventármela. El lunes, con la mente despejada, encontraría la solución. No era la primera vez que ocurría y todavía tenía algunos días de margen. No había por qué precipitarse en anunciar a mi jefe una catástrofe.
Llegué al supermercado cuando comenzaban a bajar el cierre, pero pude comprar algo para salir del paso. Thor me aguardaba desesperado y lo llevé a dar su paseo antes de colocar la comida. Era capaz de aguantarse sin hacer sus necesidades hasta que lo sacaba al parque, pero el pobre estaba a punto de reventar.
El fin de semana no fue más aburrido que los otros. Hice comida para toda la semana y vi la tele: un partido, un concurso, otro partido, una película, otro partido, un informativo, otro partido. El lunes, tal como me imaginaba, encontré dónde estaba el error para que no me cuadrara el balance. Como casi siempre, era una tontería, y lo subsané. Después de tantos años no acababa de acostumbrarme a que no me salieran las cuentas y me ponía demasiado nervioso. Quizá fuera un exceso de responsabilidad. Por la tarde, como de costumbre, saqué a pasear a Thor. Cuando estábamos a punto de volver a casa, salió flechado a todo correr como si le hubiera picado una avispa y desapareció tras una caseta donde los jardineros guardaban sus herramientas de trabajo. Cuando llegué allí, extrañado por la reacción de mi perro, me encontré a Laika y a su dueña. «¿Cómo la podía haber visto?» me pregunté. «Quizá la oliera».
—Hola —dije.
—Hola —me contestó la dueña de Laika.
Aquello empezaba a ser engorroso. No sabía qué hacer ni qué decir y me parecía bastante ridícula la situación.
—Menuda tormenta hubo el otro día —dije por fin para romper la tensión como podía haber dicho cualquier otra sandez.
—A mí por fortuna me pilló en casa. Acabábamos de volver —me contestó.
—Bueno —dije—, como esta situación parece empeñada en repetirse, yo me llamo Ángel.
—Y yo, Ángela —contestó divertida.
—¡Vaya, Ángela! —exclamé sorprendido.
Reímos los dos.
Siempre había sido un inútil en mis relaciones con las mujeres. También en otros aspectos de la vida, pero en este especialmente. No sabía nunca cómo comportarme con ellas y mi historia con el otro sexo era la historia de mis fracasos. Por eso había decidido desde tiempo atrás resignarme a mi condición y procurar ser lo más feliz posible sin ellas, rodeado de mis pequeñas cosas, de mi perro, de mi tele, de mi música, de mis libros. A veces había tenido tentaciones de intentar alguna relación, pero conseguí, no sin dificultades, vencerlas. El inconveniente era que esta vida también era difícil y dura. La soledad era mala compañera. En ocasiones los fines de semana se me hacían insoportables y estaba deseando que pasaran para volver a la oficina y tener con quien hablar. Y no hablemos de lo que me encontraba cuando paseaba por el parque. De esas parejas amarteladas retozando en la hierba y esos matrimonios felices paseando o tomando un refresco sentados en las terrazas de los quioscos. Me preguntaba por qué la vida me había negado esa dicha.
En el trabajo, por otra parte, las cosas no iban mucho mejor. Era contable de un pequeño almacén de papel y cartón y mi trabajo era rutinario y aburrido. Llevaba allí ya ni me acordaba cuantos años. El tiempo había depositado en los empleados y en los enseres de la oficina una pátina de polvo y tristeza. Mi futuro allí era nulo y me contentaba con que no se me acabara el trabajo pues vivíamos en un continuo amago de cierre. «La crisis», decían los dueños.
Los días sucesivos, cuando sacaba a Thor, siempre me veía con Ángela. Habíamos acordado de un modo informal ciertos horarios y lugares para coincidir. Dábamos largos paseos charlando de mil asuntos y fuimos poco a poco conociéndonos. Me enteré así de que trabajaba como secretaria y le encantaba viajar. Tenía una conversación muy agradable y un humor sutil e inteligente que nunca me podía haber imaginado. En esos momentos en los que cruzaba por su mente una ocurrencia, se le iluminaban sus ojos verdes como el aguamarina. Los perros, a su vez, corrían como locos a su aire, más libres que nunca.
Cada día pensaba más en Ángela y me costaba un mayor esfuerzo concentrarme en las tareas cotidianas. Me preguntaba qué tal le caería yo y me contestaba a mí mismo que bien: de lo contrario no saldría conmigo a pasear a su perra, o al menos eso quería creer. Me moría de ganas por saber cosas de su vida privada, pero no me atrevía a preguntar por no parecer indiscreto o simplemente un cotilla. ¿Estaría casada? ¿Divorciada? ¿Tendría novio? Nunca mencionó que compartiera su vida con nadie, aunque no tenía por qué contar esto a la persona con la que paseaba a la perra y en esa circunstancia tan poco propicia para semejanteconfesión que no venía a cuento de nada. Me había fijado varias veces en sus manos, por si alguno de los dedos estuviera ceñido por algún anillo. Nunca vi ninguno. Es posible que lo dejara en casa, pero poco probable. Esa clase de símbolos que nos unen a otra persona se llevan siempre, y desde luego una mujer de su edad, si estuviera casada, lo llevaría. Además, jamás mencionó a su marido. Cuando se está casado se comparten tantas horas de la vida con otra persona (podía llevar perfectamente diez o quince años casada) que por cualquier razón, por nimia que fuera, siempre se podría escapar un comentario del estilo de «pues el otro día mi marido…». Por tanto, deduje que no estaría casada.
Podía estar viuda, pero aunque no era imposible, por su edad resultaba poco probable. Además, siempre he pensado que una viuda tan joven llevaría para el resto de su existencia una profunda cicatriz visible en cada acto de su vida, y Ángela, muy al contrario, era una persona de cuyo interior emanaba una serena satisfacción de estar a gusto consigo misma y con sus circunstancias.
Podía tener novio, pero, al igual que en el caso de estar casada, se le habría escapado algún comentario. Además, a su edad, también era poco probable. Alrededor de los cuarentase está casado o divorciado o viudo. Si uno no ha tenido pareja, se ha acostumbrado a vivir solo y no quiere a nadie que lo estorbe en la cama. Si te has divorciado, la experiencia suele marcarte como para que se te quiten las ganas de aguantar a nadie más. Y si te has quedado viudo, piensas que tuviste tu oportunidad y nunca más volverá a presentarse otra. En definitiva, en estas disquisiciones absurdas se me iban los días como en una nube, intentando dilucidar si tendría alguna oportunidad con Ángela. Debería de aplicarme a mí mismo mis ideas y encuadrarme en el grupo de los que no habían tenido pareja estable y se habían acostumbrado a vivir acompañados sólo por sus manías, que ya eran bastantes como para incrementarlas con las de otra persona.
Un día me dijo Ángela que Laika estaba en celo.
—Nunca había pensado que tuviera perritos —me confesó—. Es un engorro y a pesar de que todos los conocidos te dicen que les regales uno, a la hora de la verdad no tienes dónde colocarlos. Pero como veo que se lleva muy bien con Thor y es un perro precioso —esto ya lo dije yo al principio—, se me ha ocurrido que podemos cruzarlos.
A mí me pareció una buena idea. Thor estaba bastante nervioso y así se tranquilizaría. Ya pensaba en la preciosidad de perritos que saldrían y me imaginaba a mí y a Ángela sacándolos a pasear juntos, exhibiéndolos por el parque para envidia de los dueños de los otros perros. Incluso fui más allá. Esta proposición de Ángela podía ser un mensaje en clave. Yo la verdad es que era bastante cortito y me costaba tomar decisiones. Ahí podían radicar mis fracasos con las mujeres. No me decidía o me decidía demasiado tarde, cuando ellas ya habían perdido la esperanza o se habían desencantado. Me decidí entonces a proponerle a Ángela que profundizáramos en nuestra relación. Ahora bien, ¿cómo y cuándo decírselo?
Pensé que lo ideal sería ir con decisión, pero con la precaución, en todo momento, de saber el terreno que pisaba, y sobre todo progresivamente, sin adelantar acontecimientos, marcando una serie de batallas que había de ganar una a una antes de vencer en la guerra. La primera de ellas sería invitarla a tomar el aperitivo en uno de los quioscos mientras dejábamos a Thor y a Laika que se ocuparan de sus asuntos. Yo mismo me deslumbraba por mi inteligencia.
Aquella mañana era preciosa. La atmósfera estaba transparente y lucía un sol esplendoroso que salpicaba de reflejos el pelo ensortijado de Ángela. Me encontraba igual de nervioso que si tuviera quince años. Dejamos sueltos a los perros y nos sentamos en una mesa de un quiosco. Ángela se pidió un bitter y yo una cerveza. Había pensado invitarla por la tarde al cine y luego a cenar, pero no encontraba el momento de decírselo. Después de un buen rato en el que hablamos de vaguedades, por fin me decidí.
—He pensado que podíamos ir esta tarde al cine y luego a cenar, si no te parece mal —dije como si se me acabara de ocurrir, sin darle ninguna importancia.
—Esta tarde no puedo —contestó.
—Vaya —dije contrariado.
La negativa de Ángela podía ser una excusa, sorprendida por mi atrevimiento, aunque la verdad es que no mostró ningún signo en este sentido y más bien al contrario contestó enseguida como si mi proposición fuera lo más natural del mundo. Quizá de verdad no pudiera salir esa tarde y sí podría otra cualquiera. Dudaba si insistir o no. Una segunda negativa sería muy dura. Pero, me dije, ¿y si estaba perdiendo una oportunidad? Me armé de valor y volví a la carga.
—¿Y el próximo fin de semana?
—Menos aún. Me caso.
—¿Te casas? —apenas balbucí, aturdido por su noticia, como si alguien me hubiera contado que había visto un oso polar en pleno desierto del Sáhara.
—Esta tarde me pruebo el vestido de novia y el próximo sábado me caso. ¿No te lo había dicho?
—No —contesté.
—Hablamos de tantas cosas.
—Sí, hablamos de tantas cosas.
Mis planes perfectos se habían derrumbado como un edificio carcomido. No me lo podía creer.
—Bueno —dije por fin, haciendo el máximo esfuerzo para disimular mi perplejidad y mi abatimiento, al tiempo que levantaba mi jarra con cerveza—, por ti, por tu boda, y por tu futuro marido. Que seas muy feliz.
—Muchas gracias. Te lo tengo que presentar. También le gustan mucho los perros —contestó al tiempo que entrechocaba su vaso con el mío.
Bebí y noté que la cerveza me dejaba un bigote de espuma sobre el labio. Me sentía el hombre más ridículo de la Tierra.
[EN PORTADA: Hombre paseando perro, de David Henty]
José Luis Cubillo es director de cine, guionista y productor.
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