/ por Miguel Casaseca /
Quizás no ocurriera, pero es posible que Jaime Gil de Biedma matase a Bowie o que, al menos, lo indujera al suicidio. Fue Angie Barnett quien, por la mañana, descubrió el cadáver reflejado en el cristal, con botas, vaqueros y jersey de lana. Cuando se acercó para despertar a David, este, tumbado en la chaise longue del salón verde de Haddon Hall y ataviado ahora con un vestido de satén, se sobresaltó al incorporarse y soltó el libro, que fue a caer al otro lado de la baraja de cartas. Doblada, la esquina superior izquierda de una de las páginas marcaba el poema «Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma». Tras haberlo leído una y otra vez aquella noche (puede ser que sucediera así, aunque es improbable), David Bowie escribiría The man who sold the world para matarse. Emblemáticos ambos, poema y canción exploran de modo semejante el mito romántico del doppelgänger (Jean Paul, 1796), la imagen escindida, en este caso, del yo vivo en otro muerto.
En paz al fin conmigo, puedo ya recordarte
no en las horas horribles, sino aquí en el verano del año pasado, cuando agolpadamente
—tantos meses borrados— regresan las imágenes felices
traídas por tu imagen de la muerte…
Although I wasn’t there,
he said I was his friend
which came as some surprise.
I spoke into his eyes.
I thought you died alone,
a long long time ago.
(«Y aunque estaba como ausente,
me dijo que yo era su amigo,
lo cual fue una sorpresa.
Le hablé mirándolo a los ojos.
Pensé que habías muerto solo
hace mucho, mucho tiempo atrás».)
Aquella visión catártica del doble fallecido les facilitó la redención. Mientras, el poeta barcelonés salvó su vida, literalmente, saldando frente al espejo las cuentas con su pasado y dando por terminada su trayectoria poética al destruirse como escritor en el poema, David Robert Jones, sumido en una etapa de inseguridades, dejó atrás a su personaje para meterse en la piel de otro. Traicionados sus sueños, ninguno podía ya soportarse a sí mismo:
Aunque acaso fui yo quien te enseñó.
Quien te enseñó a vengarte de mis sueños,
por cobardía, corrompiéndolos.
You’re face to face
with the man who sold the world.
(«Estás cara a cara
con el hombre que vendió el mundo».)
Una profunda crisis de identidad marcó los años respectivos de composición. Como un héroe romano y otro griego de vidas paralelas, la conciencia del fin de una etapa los había llevado a mudarse en los meses previos a 1966 y 1970, respectivamente, del sótano negro al apartamento de Turó Park y del piso compartido en Foxgrove Road a la casona de Beckenham. Ambos experimentarán allí madrugadas simétricas de sexo en grupo tras el encuentro, también en aquellos mismos días, con dos mujeres, Angela Barnett e Isabel Gil Moreno de Mora (Bel). Inteligentes, libres y hermosas, ellas les devolverán una imagen invertida de sí mismos. Con la norteamericana criada en Chipre, pero educada en Suiza, y la independiente musa de la gauche divine, «pájaro salvaje», según Colita, se sucedieron escenas gemelas de cacería y promiscuidad.
Y las noches también de libertad completa
en la casa espaciosa, toda para nosotros
lo mismo que un convento abandonado,
y la nostalgia de puertas secretas,
aquel correr por las habitaciones,
buscar en los armarios
y divertirse en la alternancia
de desnudo y disfraz, desempolvando
batines, botas altas y calzones.
Fue justamente entonces, al leer aquellos versos, cuando David, con el aturdimiento de la duermevela, experimentó la bilocación y se vio desdoblado, disfrazado ya con el diseño de Michael Fish en la escalera(«We passed upon the stairs»), hablando consigo mismo de lo que fue y de cuándo pudo ser («We spoke of was and when»). Mientras por ella, como en dos fotogramas superpuestos, «la gorda Carmina» —quizás en el chalé de La Nava, puede que en la mansión gótica de Londres— ascendía «llevando en la mano un candelabro», debajo, en el estudio improvisado en su hueco, el renacido Bowie, junto a Mick Ronson y Tony Visconti, había iniciado una revolución.
Desconocemos exactamente cómo aquellos versos, publicados dos años antes, pudieron llegar a sus manos. Es de suponer que Jaime olvidara el ejemplar que le iba a dedicar a un viejo amigo inglés en una de las tiendas de antigüedades de la capital británica, que frecuentó aquel año de 1970 en compañía de José Antonio Ribas, como constata Miguel Dalmau en su biografía (Circe, 2004). David, coleccionista de art nouveau, lo encontraría al buscar allí alguna nueva pieza para su «Camelot». Los Poemas póstumos de J.G.B no figuran en la famosa lista Bowie de sus libros favoritos. Pero tampoco los de Aleister Crowley y Nietzsche que el músico saqueó en esos mismos días. Como todos nosotros, prefirió olvidar sus negocios con la muerte.
Miguel Casaseca Martín (1977) es profesor de lengua castellana y literatura. Miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora, donde reside, en el último año ha comisariado la exposición De la aurora a la piedra, centrada en el proceso creativo del poeta, y ha editado en la revista Aventura dos de sus conferencias inéditas.
Maravillosa recreación bilateral y vital que contrapone y alía la muerte del camaleónico bowie ,genio de la reinvencion,con el autor de “Nunca volveré a ser joven”.Curiosa contradicción .Enhorabuena