/ por José Manuel Vilabella /
[TRISTEZA] Cuando llegaba el 31 de agosto y se terminaban las vacaciones, los veraneantes al marcharse dejaban las playas sucias de suspiros.
[FILIACIÓN]
—¿Nombre?
—Rodrigo.
—¿Apellido?
—Díaz
—¿Natural?
—Vivar, provincia de Burgos.
—¿Graduación?
—Sargento
—¿Cuerpo?
—Paracaidismo
[SATANÁS] Satanás, con la edad, se hizo sentimental y empezó a acordarse de su infancia, de cuando se llamaba Luzbel y de lo mucho que le quería el Creador; de cuando él, de pequeño, le decía cada mañana «Buenos días, papá» y de lo bien que lo pasaba los veranos en el cielo jugando a los bolos con sus hermanitos, y aunque los diablos trataron de convencerle de que la memoria es engañosa y que casi nunca dice la verdad, el pobre Lucifer concedió una amnistía general a los que se achicharraban en las calderas infernales, solucionó el problema del hambre en el mundo e hizo tantas locuras e insensateces que sus enemigos de siempre —aunque eso sí, a regañadientes— le dejaron entrar y sentarse a la siniestra de Dios Padre. Y los condenados redimidos, en pateras, empezaron a invadir los espacios celestiales y a mezclarse con los justos. Llegaron ateos ingeniosos, intelectuales de izquierdas, artistas de todo tipo, científicos de prestigio y también canallas redomados que violaron a vírgenes y monjitas más buenas que el pan. El cielo católico, que hasta entonces había sido un remanso de paz algo aburrido, ganó en libertad y perdió seguridad. Dios, silencioso como siempre, dejaba hacer. Y se supo entonces que no era mudo, pero sí tartamudo. Resultaron inútiles todos los esfuerzos que hicieron los ángeles con sus espadas flamígeras porque es imposible ponerle puertas al campo y cerrar a cal y canto las puertas del paraíso.
[POETAS] El hombre que iba a morir a las seis y media no sabía a las cinco y cuarto que apenas le quedaban setenta y tantos minutos de vida porque, como decía Camilo José Cela en las entrevistas, y le dijo a él una tarde en su casa de Guadalajara ante un vaso de tinto cuando hablaban de la morcilla de Burgos y sus cualidades dietéticas, todas las horas hieren y la última mata. Don Camilo estuvo muy amable, contestó a sus preguntas con resignación cristiana y le dedicó una primera edición del Viaje a la Alcarria, que el hombre que iba a morir a media tarde había conseguido en una librería de lance de la Cuesta de Moyano, y le acompañó hasta la puerta de la finca cuando un sol rojizo estaba a punto de desaparecer en el horizonte cercano y el rocío empezaba a dejar su huella en los cristales del Ibiza y se echaba de menos una prenda de abrigo. Don Camilo, desde el umbral y en honor a la vieja amistad le dijo, sonriente y mundano, una frase para el recuerdo: «Adiós, querido Carlos, te dejo, que hace un frío de carallo», y el Nobel cerró la puerta de hierro forjado con una doble vuelta de llave y, a buen paso y frotándose las manos por el relente, se encaminó a la casa cercana con aires y hechuras de obispo de Manila.
La última hora mata, pero no avisa; la muerte se pasa la vida advirtiendo a la gente que sus intenciones son perversas, pero el personal va a lo suyo y se hace el sordo: «Niño, no te subas al sillón que te vas a caer y te puedes desnucar», le dijo una mañana de primavera cincuenta años atrás, y aunque no se mató le tuvieron que poner un collarín y durante seis meses tuvo que ir al colegio con muletas. La muerte, que nunca dejó de enviarle recados, le rogó con lágrimas en los ojos que no hiciese parapente, que no fuese de vacaciones a Argelia en el verano del 94, que no repelase con glotonería la ensaladilla rusa en aquella tasca de Sevilla y que no se casase con Laura. Pero él sonrió con suficiencia ante el peligro inminente y se fracturó las dos piernas, un integrista le dio una puñalada trapera, la colitis estuvo a punto de terminar con él y Laura le dio el primer zarpazo a su patrimonio y aunque al final el lavado de estómago le hizo vomitar las cincuenta pastillas de barbitúrico, estuvo más allá que aquí y si la parca no se lo llevó por delante fue, sin duda, porque con el trato y las largas conversaciones le había cogido afecto, que el roce hace el cariño y la muerte, en esta historia, es una dama bien vestida que da buenos consejos a la clientela, una señora que se preocupa del prójimo, una viejecita amable y sentimental.
Laura era una mujer tipo Barbi como lo fueron después Cary y Lucas. El hombre que iba a morir a las seis y media tenía muy claro el tipo de anatomía femenina que le interesaba y la muerte le decía y con razón: «¡Hombre, no tropieces siempre en la misma piedra que se ve a la legua que esa señora no te conviene!», pero él se sentía atraído por las rubias exuberantes de piernas largas y aunque se casó tres veces con mujeres distintas, parecía que había fracasado tres veces con la misma mujer y que el divorcio había sido un único drama, la misma representación teatral tristona, sórdida y aburrida; eso sí, dividida en tres actos. Todas sus ex esposas tenían granitos en la espalda, no limpiaban el lavabo después de peinar sus rubias cabelleras, ceceaban y habían sido implacables en el Juzgado, duras y despiadadas como solo las frágiles compañeras de infortunio saben serlo cuando el amor se acaba: Laura, le rompió el corazón y se llevó el estudio de la calle Mayor y la casa de Cercedilla, y las otras dos se tuvieron que conformar con los restos del naufragio. Lucas —Lucanora, como gritaba su carnet de conducir— huyó con lo que quedaba de su menguado patrimonio, con los recuelos de su fortuna y se llevó incluso la biblioteca, los tres mil ejemplares heredados de su padre, el viejo Espasa, la colección completa de Hermano Lobo y los libros dedicados por los poetas de la generación del 27. Qué desastre. El caballero que tenía las horas contadas empezó a ganarse la vida como gastrónomo para poder comer y a escribir de cocina para poder vivir. El señorío y la ruina le habían dejado una culturita y un buen gusto, un singular concepto de la estética y la dietética y un cierto dandismo desgarrado y desenvuelto, porque el dilapidar una fortuna imprime carácter, cultiva la sensibilidad y enseña a distinguir los riojas del 70 de los riberadeduero del 84 por el aroma y el color, por esa tristeza honda que tienen los grandes vinos, por el regustillo de las añadas, la memoria remota de las soleras y la alegría ruidosa de los blancos con aguja, que la risa distingue al joven del que lo ha sido y si los hombres viajan del rosa al amarillo, los vinos hacen el recorrido al revés y van del ribeiro al Vega Sicilia, del dorado al carmesí y algunos, para su desgracia, se quedan varados en la mediocridad de los claretes y otros, porque la vida es así, no saben envejecer, se les agria el carácter, el tiempo les descompone las asaduras, les pudre el alma y las entrañas, y terminan su existencia aderezando ensaladas, convertidos en vinagre o en vino turbio y canalla, en el tintorro peleón y violento de las tabernas.
Antes de ser un escritor conocido, cuando todavía no había publicado ni una sola línea, era considerado, por el público en general y por la aristocracia de las letras en particular, como un poeta famoso. El hombre que iba a morir a las seis y media era un glorioso por fuera antes de ser un prosista por dentro. Tenía la cabeza grande, un cráneo distinguido, la nariz aguileña, el perfil rotundo. La gente le trataba con respeto y le pedía autógrafos: «Don Carlos, por favor, ¿puede firmarme este libro?». Él no se negaba jamás. Ponía una frase brillante y firmaba, simplemente, Carlos. Acudía a los cenáculos literarios y si había que recitar se recitaba y si había que ofender se ofendía. Umbral, hasta Umbral, le trataba con deferencia y respeto: «¡Qué bien escribes, Bousoño!», le dijo una tarde. Él le contestó con un piropo envenenado: «Tú también lo haces bien, Paco; aunque, claro, los dos sabemos que la prosa es sólo la calderilla de la poesía, la moneda menuda de la literatura». Y después plagió sin pudor una frase brillante que alguien había dicho en su presencia: «La poesía no se vende porque la poesía no se vende». Francisco Umbral se mordió los labios y encajó el golpe, no supo qué decir. Él, que era la palabra, el adjetivo que hiere, se quedó como desnudo, sin verbos arrojadizos, sin interjecciones. La frase de Bousoño convirtió a Umbral en un soldado desarmado, en un acorazado a la deriva. Los contertulios del Café Gijón interrumpieron la animada charla y Manuel Vicent derramó media taza de café con leche sobre su impecable terno azul. Mingote preguntó: «¿Qué dice Carlos?», Máximo se hizo el sordo, Cándido sonrió divertido y Rafael Alberti, para romper el hielo, recitó arrastrando las palabras como si fuesen toros muertos y desorejados que se llevaban las mulillas al desolladero, los versos del «marinero en tierra».
El hombre que iba a morir a las seis y media de la tarde se comportaba como el poeta Carlos Bousoño. O para ser más exactos, como él se comportaría si fuese Bousoño el poeta, que era, precisamente, como Carlos Bousoño, con su acrisolada educación y su reconocida bonhomía, era incapaz de comportarse. ¿…? ¡…! Pero, ojo, que no cunda el pánico entre los numerosos lectores, que los miembros de la Academia no se echen las manos a la cabeza, que los críticos no digan palabras gruesas, ni que nadie se alarme. Explicaré inmediatamente el misterio: El poeta y él se parecían como dos gotas de agua. Tenían las mismas canas e idénticas arrugas, sonreían de la misma manera y el sol les mandaba en verano idénticos lunares; nadie hubiese podido distinguir sus gestos, su letra, su acento. Los dos hablaban un francés impecable y desafinaban en la ducha. El sujeto que iba a fallecer sin remedio unos minutos más tarde sabía que era él, porque sabía que no era el otro, se reafirmaba cada día en la negación del poeta, lo suplantaba para tener conciencia de su propia identidad. Una noche se cruzó con su sosia en el hall del Hotel Palace. Los dos iban impecablemente vestidos con un traje de terciopelo carmesí y una capa española, los dos se tocaban con sombreros de ala ancha y se apoyaban en sendos bastones de empuñadura de plata. Bousoño le miró espantado y él aguantó la mirada, tomó la iniciativa y audazmente se acercó al ilustre académico, le dio un fuerte abrazo, pues de hecho lo conocía de toda la vida y al abrazarlo a él se abrazaba a sí mismo y le dijo con pompa, engolamiento y chulería: «Te saludo ilustre vate. Las musas me envían para comunicarte que te esperan al otro lado de las palabras, en el envés de los conceptos, al borde del espanto. Pero, ay, antes de enviarte al arcángel tienes que demostrar quién eres. Te exigimos que ganes el Nobel y puebles las enciclopedias del mundo de inquietantes imágenes poéticas. Queremos que rompas la poesía y que la vuelvas a poner en pie. No queremos que seas un buen poeta, te exigimos que seas el mejor, el más grande, incluso el más maldito. Adelante, hijo mío, no desfallezcas; te esperamos en el más allá con impaciencia y el laurel y la rosa preparados». Bousoño se desmayó y cambió radicalmente de vida. Fue otro a partir de entonces. Su poesía se hizo más críptica y profunda, sus imágenes fueron más luminosas y surrealistas, sus textos más comprometidos. Bousoño les dijo a los íntimos que si el de Tarso se había caído del caballo camino de Damasco, a él le había ocurrido lo mismo, pero en el recibidor del Hotel Palace, al lado de la maquinita del tabaco, sobre la moqueta floreada y que se había dado, además, un trompazo de muerte, y para demostrarlo les enseñaba una cicatriz donde le habían tenido que dar seis puntos de sutura. Bousoño, gracias al falso Bousoño, encontró al Bousoño verdadero y se hizo más Bousoño que nunca; se subió sobre sí mismo, se multiplicó por dos, se elevó al cuadrado y a veces, incluso, si estaba de buen humor se subía al cubo de su anatomía, al mirador de su esqueleto de acero inoxidable para otear la llegada del Arcángel San Gabriel y ver el horizonte de la literatura. El resultado está ahí y cualquier observador podrá constatar la veracidad de mis palabras: aquel año sus libros figuraron entre los más vendidos y, sin embargo, seguía siendo un poeta de minorías; fue, a partir de entonces, candidato al Nobel y todos lo encontraron distinto y él mismo, al mirarse al espejo, se encontró diferente, como más etéreo y volador, mucho más divertido y ameno; se hizo hondo y frívolo, superficial y trascendente, trágico y cómico. ¿Qué quieren que les diga de Bousoño que ustedes no sepan? Bousoño se convirtió en Bousoño; con eso está dicho todo.
El éxito clamoroso del auténtico poeta favorecía también al falso vate. El hombre que iba a morir a las seis y media consiguió ganarse la vida con facilidad. En las editoriales lo reconocían al primer golpe de vista y cuando pedía trabajo se lo daban inmediatamente. «¡Es Bousoño!», exclamaban los editores alborozados y se frotaban las manos porque sabían que el éxito estaba garantizado. «Quiero utilizar un seudónimo», decía, guiñaba un ojo y buscaba la complicidad de su interlocutor que sonreía encantado y él, a partir de entonces, empezaba a mandar sus manuscritos firmados por Brillat, en honor al legendario Brillat Savarín. Escribió sobre vinos y aguas minerales, pontificó sobre quesos, describió la vida y andanzas de J. de Candelucus y del Marqués de Sade, hizo el panegírico del arroz con verduras y se enamoró de una joven rechoncha, porque habían dejado de gustarle, después de tres intentos fallidos, las rubias de piernas largas y perversas intenciones. El hombre que iba a morir a las seis y media se convirtió en un pobre feliz; su mujer le preparaba berenjenas rellenas y huevos a la flamenca y sus editores le pagaban poco, pero con puntualidad. Y, sobre todo, pagó sus viejas deudas y le devolvió a Bousoño la fama que le había pedido prestada. Se la devolvió convertida en popularidad. Los poetas en España pueden ser gloriosos, famosos o conocidos, pero nunca consiguen ser populares. Populares son, a veces, los que escriben en prosa prosaica, los prosistas; los que colaboran en los periódicos de gran tirada y pontifican sobre todas las cuestiones en televisión y reparten bendiciones urbe et orbi y anatemas a diestro y siniestro desde las antenas. Los poetas, y sobre todo los viejos poetas, son creyentes de la literatura y entran en el mundo de las letras como el que se va al Císter, se trabajan la vida eterna y la gloria venidera con el soneto de todos los días, pulen a mano su propia calavera, le sacan brillo a su mala fama y atesoran las grandes palabras para devolvérselas a la gente en momentos difíciles. El pueblo llano ama la poesía, aunque no lo sepa, y se pasma ante los poetas, aunque no los entienda; el verso se esconde en la vida cotidiana, palpita en la sonrisa y se va de picos pardos en las canciones; el verso sonríe en la ternura con vergüenza de llamarse verso, que la poesía es el traje más bello que tienen las palabras, el vestido de torear de la conversación, el sombrero de copa del idioma, el orden mágico y telúrico de los diccionarios. ¿Qué sería de todos nosotros si los poetas no vigilasen el fuego de las letras e impidiesen que el verbo se extinga? ¿Qué sería de los hombres prácticos si los poetas no estuvieran en su rincón de zapatero inventando imágenes absurdas y escribiendo insensateces? ¿Qué sería de nosotros, di, qué sería de nosotros sin los poetas?
Cuando a Carlos Bousoño se le otorgó el Premio Nobel de Literatura, nadie se acordaba del hombre que iba a morir a las seis y media, porque llevaba retirado lustros. Bousoño había cumplido su primer siglo de vida hacía dos décadas y esperaba la llamada del más allá con paciencia y resignación cristiana y mientras tanto, y para matar el tiempo, leía una y otra vez sus obras completas. Lo que más le entretenía eran sus celebrados ensayos gastronómicos, aquellos hijos espurios y desvergonzados que los editores habían colocado en el último tomo bajo el título general de Varios, con la esperanza de que la posteridad se olvidase de ellos. Leía los ensayos con suma atención y no lograba recordar cuándo y cómo los había compuesto: «¡Qué bien escribía yo cuando tenía setenta años!», le decía a Gisela, la asistenta, y volvía a empezar el elogio del vaso de agua, los comentarios marginales del cocidito madrileño, las prosas en torno al cochinillo asado, las reflexiones sobre el caldo gallego, el cómo comerse un percebe con conocimiento de causa.
Bousoño había recibido todos los honores académicos, las universidades de medio mundo le habían nombrado hacía mucho tiempo doctor honoris causa y estaba en posesión de los más prestigiosos galardones literarios y de las condecoraciones más dispares. Como era el poeta más viejo del universo y el único superviviente de su generación, el mundo le entregaba a él los honores que le habían negado a los demás, y derramaba sobre su cabeza el elixir de la gloria de los poetas muertos y enterrados. Solo el Nobel se le resistía. Bousoño lo acariciaba cada año y soñaba con él y hacía planes anticipados. Era el eterno finalista, el ilustre derrotado, el perejil de todas las votaciones. Primero no se lo dieron porque era demasiado joven y más tarde se lo negaron porque pasaba de los cien años; en una ocasión lo perdió por vanguardista y al año siguiente no lo consiguió por clásico. Él no sabía a qué carta quedarse. «No te preocupes; aquí, el que resiste, gana. El Nobel caerá como un fruto maduro. ¡No me dieron a mí el Cervantes después de diez años de espera!», le dijo Cela un día en la Academia. Se lo concedieron cuando no lo esperaba, cuando le decía a todos que no lo quería, cuando el galardón era un fastidio y ya no cabía ningún diploma más en la pared frontal de su estudio. La asistenta fue la que le comunicó la buena nueva. «Don Carlos, don Carlos. ¡Le han concedido el premio ese que lleva usted esperando cincuenta años!», le dijo una mañana blandiendo un telegrama que venía de Estocolmo. Y el ilustre escritor suspiró aliviado, se levantó con parsimonia y se acicaló con cuidado exquisito. Se cepilló los dientes durante tres minutos, recortó un poco su barba rizada y blanca y ordenó todos y cada uno de los pelos de su poblado bigote. Escogió un traje cómodo y un gabán de franela, se enfundó en una camisa amarilla, se anudó al cuello una corbata de flores y preparó una maleta con lo imprescindible para irse de viaje al más allá y se sentó en el recibidor a esperar la visita de su amigo el Arcángel San Gabriel. Estaba ilusionado; al fin conocería a Lorca y a Rubén Darío, le daría la mano a don Francisco de Quevedo, abrazaría a Cervantes, hablaría del tiempo con Neruda y volvería a ver a su entrañable amigo Vicente Aleixandre. Entregaría el dichoso premio a las musas y les diría: «¡Misión cumplida, queridas señoras!», y ellas le invitarían a sentarse a su lado y a tomar el té de las cinco y desentrañarían para él el secreto de la literatura, le dirían dónde radica el intríngulis de la emoción y cuál es el mecanismo de la inspiración: «Que la poesía, amigo Bousoño, aunque parezca mentira, es un juego de niños que lo único que pretende es…». Carlos Bousoño se quedó como dormido pero el forense, cuando llegó a petición de la jueza, le declaró muerto.
El hombre que iba a morir a las seis y media no sabía, a las cinco y cuarto, que apenas le quedaban setenta y tantos minutos de vida y se paseaba como un tonto por el paseo marítimo de La Coruña con las manos metidas en los bolsillos. Que la última hora mata pero no avisa, y la amable señora vestida de negro no podía decirle que ella no tendría ni arte ni parte con aquel crimen que parecería un accidente y que su mujer había previsto hasta en los menores detalles para cobrar el seguro de vida; que ella era la responsable de las enfermedades y las desgracias, controlaba las guerras y los terremotos, organizaba la llegada de los virus y el recorrido de los vientos huracanados, pero no tenía nada que ver con los asesinatos mezquinos, ni con la loca ambición de las esposas que querían convertirse al mismo tiempo en viudas y millonarias, que el desamor es cosa de la vida y de los hombres, no de la muerte y de los dioses. Y la muerte, que en esta historia es una vieja dama algo sentimental que nunca ha entendido a las criaturas que tiene la obligación de llevarse por delante, se disfrazó de gaviota y levantó el vuelo mucho antes de que en el reloj de la plaza Mayor una solitaria campanada anunciase al mundo que eran las seis y media y voló mar adentro para aturdirse una vez más, porque no quería confesarse a sí misma que, después de tantos años de oficio, odiaba su trabajo y la mano le temblaba cuando tenía que decirle adiós a los amigos. Por eso, tal vez, musitó con estupor y rabia, con una amargura que no venía a cuento y una misericordia impropia de su feroz condición: «¿Qué sería de todos vosotros sin los poetas? Di, ¿qué sería?». Y a ella también le pareció espantoso tener que ir el día siguiente a la oficina. Y cuando Bousoño, el falso Bousoño, se desplomó en el suelo ella estaba lejos, muy lejos, más allá del horizonte.
[NAUFRAGIO] Se rascó la cabeza desesperado y por la intensidad de los picores sospechó que, una vez más, los piojos habían vuelto a instalarse en sus ralos y deslucidos cabellos. En un trozo de espejo, que el último inquilino del cuarto había olvidado en un rincón, se atrevió a mirarse frente a frente, hombre a hombre. Al principio no se reconoció. Aquella ruina no podía ser él. El espejo se equivocaba, el cristal mentía. Espantado, le pareció reconocerse en el fondo de unos ojos que le observaban agazapados desde sus cuencas, metidos para adentro en su madriguera. Su imagen le causó estupor: unas arrugas profundas subrayaban la frente y las mejillas caídas le daban a su rostro la apariencia chusca del bufón. Los años le habían traído la ruina y le habían negado la dignidad. Era viejo, patético y, además, cómico. Sonrió y lo que vio le asustó más aún: parecía perverso y mezquino; su rostro, sí, no tenía la menor nobleza, el tiempo no había dejado nada que mereciese la pena recordar; la vida había pasado como un vendaval por su cara y se lo había llevado todo por delante. Él no podía ser aquel, él tenía que ser otro. Se tocó los labios y sintió un lacerante dolor físico; la mano reflejada en el espejo era su mano temblorosa y deforme que le fue guiando como un lazarillo por su cara desvalida, que se le antojó odiosa y ajena: las cejas pobladas de pelos hirsutos, la nariz deforme surcada arriba y abajo por diminutas venillas color vino, los pellejos colgantes del cuello; las orejas desproporcionadas le habían crecido un poco cada noche. ¡Aquellas orejas no le pertenecían! Alguien, qué sé yo, las había cambiado cuando dormía y había dejado las suyas abandonadas y en prenda. Qué horror, pensó. «¡Qué horror!», gritó, se gritó. «¡Qué horror!», sollozó y las lágrimas le cayeron a borbotones rostro abajo como ríos diminutos y caudalosos y se perdieron en la maraña de su barba. El grito de espanto paralizó la actividad del cuarto: los ratones se miraron sorprendidos e interrumpieron sus carreras, las cucarachas se refugiaron en lo oscuro y las moscas, que dormitaban pegadas a las paredes, se echaron a volar en círculo en torno a la luz del candil. Él no prestó atención a sus inquilinos; nunca lo hacía. Eran el símbolo de la miseria y estaba acostumbrado a su compañía. Les echaba mendrugos de pan y trozos de tocino, se cuidaba de ellos cuando podía y les hablaba para no enloquecer. Las alimañas también comen, la miseria tiene sus necesidades. Se miró otra vez al espejo y sonrió, pero ahora con orgullo. «Ahí, debajo, en lo hondo, hay un poeta», les confió a los fantasmas, les gritó a los ratones, se dijo a sí mismo en busca de consuelo. En su mente bullían las ideas y los personajes entraban y salían; eran gentes dinámicas, brillantes, bien vestidas. En el interior de su cerebro los espectros eran felices y vivían la vida breve e intensa de los seres inventados. Discutían entre sí acaloradamente con la galanura de los que nada esperan del porvenir, que ellos no tenían que pagar la hipoteca del futuro. Él, su creador, no era el náufrago, él era el naufragio y sus criaturas pugnaban por sobrevivir, por salir a flote. ¿Cuántos sonetos había dejado inacabados? ¿A cuántos personajes había impedido nacer? En el interior, en lo hondo, voceaban las criaturas, se revelaban los espectros y él era un testigo mudo de sus parlamentos. Los poetas envejecen, pero la poesía siempre es recién nacida y él, sí, pertenecía al mundo sublime de la creación, del teatro, de la farándula, de la literatura. Su cuerpo macilento era una ruina, un naufragio, pero en sus pobres huesos palpitaba la pasión creadora del primer día. El espejo le devolvía la imagen de un viejo ridículo, pero él sabía que todavía, y para siempre, el viejo tenía la capacidad de fabular, el privilegio de contar historias. «He fracasado como escritor; siempre he abortado engendros», le dijo al tipejo del cristal roto que le miraba fijamente a los ojos, con la insistencia procaz de los autorretratos. Sus criaturas morían en el tránsito, llegaban desfallecidas por la fatiga del viaje y exhalaban el último suspiro en sus brazos. Y las que sobrevivían eran solo una caricatura de sí mismas, unas figuras desvaídas y fantasmales que carecían de gracia y ligereza. Las hería el lenguaje, las marchitaban las palabras porque no eran de este mundo, porque habían sido concebidas para el ensueño y no para la luz del sol. «Solo he sabido imaginar que soñaba y no he sabido contar lo que veía en mis sueños», les dijo a los ratones. Las sombras de la noche le devolvieron una imagen falsa de sí mismo. El espejo era, ahora, más clemente; la oscuridad era menos cruel y el naufragio más llevadero. Cerró la puerta con doble vuelta de cerrojo y se sirvió una copa de vino turbio; retiró un plato sucio de la mesa y lo dejó en el suelo y allí acudieron, en tropel, las cucarachas. Puso el pliego de papel en la mesa, acercó el candil y vació el estuche de las plumas; con delicadeza abrió el tintero dorado y aspiró el olor de la tinta, que para él era un perfume intenso y embriagador que alborotaba todavía sus sentidos. Era la hora del espanto, el momento de la literatura y el tránsito. Vio a sus criaturas y sintió pena por ellas y horror de sí mismo. Tuvo ganas de rezar por él y los suyos, por sus delirios y las alimañas de su habitación, pero le pareció teatral y obsceno confundir la fábula con lo sagrado. Él no podía decir: «Jesús, ten piedad; Cristo, ten piedad». Al otro lado don Alonso leía, el bachiller Carrasco reflexionaba y el personaje sin nombre, el hombre de la cara redonda y corta estatura, soñaba, como él, con ínsulas lejanas. La habitación, como todas las noches, se llenó de gentes y de canciones, de bellas damas y de prudentes caballeros; también acudieron pícaros y escribanos corruptos, fregonas y asesinos, sablistas y gentes de cogulla; vino el señor obispo y su barragana la bella Dorotea; el Rey hizo acto de presencia y cabalgó por la estancia el Papa de Roma con cuarenta purpurados de Venecia. Y el viejo caballero sonreía con algo de ternura y, por un momento, alentó en su pecho la esperanza por sus criaturas desvalidas y escribió de corrido: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…».
[PERROS] ¿Sabe usted en qué momento Oscar Pimentel, el autor de Las oscuras razones de los animales de compañía, se dio cuenta de que la evolución del perro no era casual y que detrás del gran éxito alcanzado por este animal alentaba una estrategia inteligente? ¿Lo sabe? No, no; no fue exactamente así. La suya no fue una deducción razonada, una tesis que se va formando poco a poco por un proceso deductivo. Toda la teoría la intuyó de golpe, en un segundo. Su libro lo concibió en un abrir y cerrar de ojos y tardó en escribirlo tres meses; para ser más exactos noventa y siete días, como él puntualizó después hasta la saciedad.
La historia es apasionante desde el principio y el calendario es un maratón inquietante que carece de momentos muertos; una carrera sin desfallecimientos. Como han demostrado reputados especialistas, no hay precedentes similares en la historia de la literatura o el ensayo. El fenómeno es único. Antonio F. Gallego lo calificó de «explosiva inspiración literaria que rompe el orden natural de las cosas», creo que fue, textualmente, lo que dijo.
Oscar Pimentel había llegado al fondo de su degradación personal y cuando formaba parte de esa legión de mendigos sin casa, de esa población que se mueve sin cesar de cubo de basura a cubo de basura, de ciudad en ciudad y de vaso de vino peleón a recuelos de coñac, vio detrás de una ventana de un chalecito adosado a un niño que le sonreía con simpatía y a un setter irlandés que seguía con mirada inquisitiva todos sus movimientos. El hombre hurgaba en un cubo de basura para conseguir algo de comida; tenía un aspecto lamentable: sucio, cubierto de harapos, con el pelo desgreñado lleno de piojos y una barba entrecana que le llegaba casi a la cintura. El niño le saludó con la mano y el perro, entonces, le enseñó los colmillos. Fue solo un segundo, los expertos le dijeron más tarde delante de las cámaras de televisión que el gesto del animal no pudo ser tan fiero como él lo describió, que el setter irlandés es un animal bondadoso y nada inquietante, de carácter apacible y confiado. Otra cosa hubiese sido la mirada del dóberman, el ladrido del dogo, la carrera enloquecida del pastor alemán o ese movimiento aleonado del chow-chow; pero, ¡por Dios! el setter, no, el setter no puede nunca causar ese pavor.
Oscar Pimentel, que hasta aquel momento había sido un vagabundo y un alcohólico, dejó de rebuscar en el cubo de basura y se convirtió en otro hombre. Se sacudió los andrajos, se lavó y se peinó en una fuente cercana, tiró la botella de coñac que llevaba en uno de sus bolsillos e hizo recuento de todas sus pertenencias: tenía, exactamente, 187 pesetas. Localizó el número de teléfono de su hermana Leonor y puso una conferencia a cobro revertido.
—¿Aceptan ustedes la llamada de un caballero que dice llamarse don Oscar? —preguntó la telefonista.
A Leonor casi le da un síncope. Llevaba quince años sin saber nada de su hermano y lo habían dado por muerto.
—¿Eres tú? —gimoteó por el teléfono.
Oscar la saludó. Y después, con toda desfachatez, inventó una historia para justificar su prolongada ausencia. Le mintió sin ningún tipo de reparo y le contó a grandes rasgos su vida imaginaria en la Argentina, sus años difíciles en Buenos Aires, su experiencia en la Pampa, sus amoríos y posterior matrimonio con doña Guadalupe de Salvatierra, dama bonaerense de las mejores familias de la República y el fallecimiento de su amada al dar a luz a los gemelos don Oscarín y don Trinidad.
—¡Tengo dos sobrinos! —exclamó la pobre mujer alborozada.
—No, no. Murieron a manos de los esbirros de Videla cuando la gran represión —puntualizó él y suspiró con resignación cristiana.
Todo era falso; él nunca había salido de España. Oscar Pimentel, que había tenido una vida gótica, era barroco para la mentira y en aquella ocasión lo único que pretendía era obtener trescientas mil pesetas prestadas para poder escribir el libro que se le acababa de ocurrir.
—Mándalas, por favor, a la pensión La Lola, Gran Vía, 19, 3º izquierda, Madrid. Necesito tenerlas en mi poder dentro de una hora o la mafia calabresa me irá cortando los dedos uno a uno.
Leonor, que en apenas media hora había recuperado a un hermano muy querido y perdido a su cuñada y a sus dos únicos sobrinos, le envió por giro postal todos sus ahorros.
Oscar Pimentel, tres horas después de haber sufrido la amenaza del setter irlandés, había cambiado diametralmente de vida. Se desprendió de los andrajos, se vistió de pies a cabeza en un gran almacén y se hospedó en la pensión de una antigua amante, reanudó sus amores con doña Lola, una señora gorda todavía de buen ver, le pagó por adelantado tres meses de hospedaje con pensión completa, adquirió una máquina de escribir de segunda mano y compró en una librería cercana quinientos folios y media docena de bolígrafos; rogó a la patrona que no se le molestase, salvo para anunciarle que la comida estaba servida, y se puso a escribir compulsivamente mañana, tarde y noche.
A los noventa y siete días Las oscuras razones de los animales de compañía estaba terminado. Era un libro espléndido, brillante, un original tratado de la evolución del mundo, la crónica de la lucha de dos inteligencias que se solapan, que se complementan; la descripción de una seducción que dura siglos. Oscar Pimentel, en su libro, desenmascaró al perro y denunció por primera vez la conspiración de los animales de compañía.
¿El éxito? Inmediato. Cuando dio por finalizado el trabajo se puso en contacto telefónico con Editorial Trea y les mandó el manuscrito. Su actitud fue calificada por testigos presenciales como inconveniente y poco habitual; sabía que su libro era una revelación escandalosa y se atrevió a darle un ultimátum al patrón de Trea. Le dijo textualmente: «Le doy diez días para estudiar el manuscrito. Ni uno más. Contésteme o me iré a otro editor».
A los cuatro días tenía el contrato de edición encima de la mesa y a los treinta el libro estaba en las librerías y en las listas de éxito. Dos meses más tarde se había traducido a veinticinco idiomas y un año después se habían vendido más de diez millones de ejemplares y Pimentel, que era un hombre rico y mundialmente famoso, no había conseguido convencer a nadie aunque, eso sí, había fascinado a todos sus lectores; su éxito había sido calificado de clamoroso pero su teoría de acientífica; su tesis fue aplaudida por ingeniosa pero nadie tomó en serio sus amenazas ni el anuncio de las catástrofes venideras que anunciaba en el libro. Solo la teoría central, la de la lealtad, fue aceptada por todos e incorporada inmediatamente por las multinacionales que querían mejorar su productividad y, curiosamente, el perro, elevó la cota de su estimación social y fue puesto de ejemplo entre los maridos, los padres, los empleados fieles y los patriotas. Para alcanzar la excelencia, el óptimo reconocimiento, había que ser un animal, había que ser bueno, cariñoso, sacrificado y leal como un animal de compañía. Había que ser un perro.
Pimentel dio conferencias y se desgañitó inútilmente en los foros más prestigiosos del mundo. «¡Qué gran ingenio el suyo!», decían sus admiradores y aunque le elogiaban con todo entusiasmo lo hacían siempre con una sonrisa en los labios porque sus argumentos eran aportaciones literarias y no aseveraciones científicas. El público sonreía y valoraba la brillantez de sus tesis, pero, en el fondo, no le tomaba en serio; tenía prestigio, sí, pero el prestigio de los hombres de letras, la buena fama de los poetas y la falta de credibilidad de los que se empecinan en predicar brillantemente en el desierto.
Oscar hizo un estudio riguroso de la evolución del perro y su adaptación a la vida del hombre; describió con toda minuciosidad la variedad de tamaños, caracteres, funciones, y habilidades de la población canina. Uno de los axiomas de la vida moderna es un sitio para cada perro y cada perro en su sitio. Cada necesidad tiene su animalito y cada quehacer su compañero. El muestrario es una delicia; hay modelos para todos los gustos y precios para todos los bolsillos: Chihuahua para llevar metido en el bolso, pekinés para acompañar a la anciana dama con posibles, caniche para la pareja sin hijos, Scott-terrier para los amantes de la aventura, bóxer para los que no se dejan llevar por las apariencias, pastor alemán para los que desconfían de la noche y se sobresaltan con los ruidos misteriosos, bulldog para cuidar a los niños traviesos, collie para darle sentido a los soliloquios, dogo para las gentes con complejo de inferioridad. Demostró que ninguna criatura del universo tenía tal variedad de tamaños y formas; cada año surgía un perro nuevo que venía de lejanos países. Había perros dotados para sobrevivir en minúsculos apartamentos y enormes animales que solo podían habitar las grandes granjas. Los perros servían para todo: guiar ciegos, salvar náufragos, encontrar fugitivos, detener delincuentes, detectar drogas, oler enfermedades, acompañar enfermos, hacer equilibrios circenses. Se aseguraba que una dolencia cardíaca que no se podía detectar con procedimientos científicos era capaz de olfatearla antes de que fuese irreversible un fox-terrier de pelo blando, que el sida se quedaba estacionado cuando se convivía estrechamente con un cocker, que los solteros que compartían su vida con un pekinés tenían cinco años más de esperanza de vida que los que vivían solos. El perro, siempre el perro. El inevitable perro. El que mata un perro va a la cárcel, el que abandona a un perro sufre un linchamiento social. Hay que desconfiar del que no tiene perro. Por un perro que mató mataperros le llamaron. Con estadísticas en la mano Oscar Pimentel demostró que el nivel de vida, atención médica, satisfacción culinaria, equilibrio sexual y educación cívica de un perro del primer mundo era muy superior al de un ser humano del segundo mundo; su vida era diez veces mejor que la de un hombre del subdesarrollo y cuarenta veces más satisfactoria que la de un habitante del cuarto nivel. Un perro en los países de vida difícil valía más que un hombre y corría menos riesgo que un niño. «¡Quién fuese perro!», exclamaban los pobres del mundo con nostalgia y ellos también ladraban a la luna. En Nigeria era más barato un esclavo que un perro y el tunecino Mohamed Ben Turiol se hizo pasar por un galgo del desierto y estuvo viviendo en París durante diez años como animal de compañía; aprendió a ladrar y a mover el rabo, roía huesos, corría como un loco tras una pelotita amarilla y tuvo relaciones sexuales con su dueña y fue desenmascarado, por casualidad, por un veterinario cuando le estaba poniendo la vacuna antirrábica. Naturalmente los dueños lo echaron a la calle y fue sacrificado en las perreras municipales con una inyección de estricnina. «Te juro, René, que no sabía que Cuqui era un señor y para más inri un tunecino. ¡Qué horror!», no dejó de lamentarse durante el resto de su vida la propietaria del falso perro.
La industria que en Occidente se mueve en torno al perro ocupa el décimo lugar en el ranking. Y es el sector productivo más rentable de la economía, el que engorda el producto nacional bruto, el que tira de todos los demás. En España cuatrocientas mil personas viven del perro, para el perro y a pesar del perro: veterinarios, entrenadores, cuidadores, psicólogos. Existen hoteles, peluquerías, hospitales, restaurantes, jugueterías, clínicas dentales, cementerios y tiendas de alimentación para perros. El perro ladra a su antojo, orina donde quiere, hace sus necesidades como le viene en gana, pero, eso sí, sus dueños tienen que recoger sus cagarrutas. El perro es el rey de la casa y la calle es suya porque, ay, el perro es el cliente y el cliente siempre tiene razón. Y en este punto del discurso Oscar Pimentel se pregunta: ¿Por qué el perro ha logrado desbancar a los otros animales de compañía que le hacían la competencia? ¿Por qué el gato ha perdido la guerra, la tortuga está de capa caída, el loro se ha quedado mudo y el canario ha perdido la voz? ¿Qué cualidades tiene el gran seductor y cuál es el secreto de su éxito? Pimentel es rotundo: la lealtad. El perro solo tiene una cualidad sobresaliente que lo distingue del resto de los animales: el perro es un amigo, es fiel hasta la muerte, capaz de cualquier sacrificio por su amo, no conoce el egoísmo ni la envidia, es generoso y valiente. El perro es el amigo del hombre, sí, aunque habría que decir para ser más exactos que un perro, uno concreto y determinado, es el amigo de un hombre con nombre y apellidos y enemigo de todos los demás. La relación hombre/perro es unívoca, de hombre a perro, pero sobre todo de perro a hombre. Su lealtad no es abstracta ni espontánea, tampoco es desinteresada o gratuita. No. El perro sabe muy bien lo que hace y dónde deposita el cariño y a quién le hace las carantoñas. Si la gallina cacarea cuando pone un huevo para que todo el mundo se entere, el perro escandaliza cuando llega su amo para que su cariño y su lealtad sean del dominio público; quiere con desmesura y lo demuestra con exceso. Y el primer sorprendido es el amo del perro que se extraña de que alguien pueda llevarse ese alegrón por el mero hecho de verlo entrar por la puerta. «No soy tan malo como dicen en la oficina y buena prueba de ello son las muestras de afecto de este perro». «Soy un violador y un asesino, pero, coño ¡cómo me quiere mi perro!». El perro lava conciencias y adormece remordimientos y si bien no todos los que tienen perro son unas malas personas está demostrado que todos los monstruos tuvieron un perro en su vida al que querían como a un hijo: Hitler lloró únicamente cuando murió su perro Pierre, Nerón dormía con su perrita Porcia, Calígula hizo general a su caballo y filósofo a su perro y el estrangulador de Boston tenía cinco pekineses que compartían con él su vida y su destino. Y en este punto del discurso Pimentel se pregunta: ¿Finge el perro su fidelidad? ¿Es todo una representación teatral? Comparemos al perro con el gato, su íntimo enemigo, su competidor más cualificado. El gato quiere solo a quien se lo merece; su amor es selectivo, crítico, limitado; el gato no quiere para siempre, su afecto tiene altibajos, supera crisis y un buen día se termina como las íntimas amistades y el gato vuelve a la selva, se convierte en un tigre, saca las uñas y le da un zarpazo a su casero. El gato no renuncia a su animalidad jamás y el perro, en cambio, es cada vez más humano. El gato no tiene dueño ni señor; tiene caballeros que le hospedan, amigos que le reciben en sus casas, admiradores que lo acogen en sus hogares; el gato es libre y se rebela cuando le viene en gana; te da su afecto y te lo quita, te mira con cariño o te retira el saludo; si le llamas viene o no viene, el perro no. El perro escoge a un hombre y lo quiere para siempre, le dedica su existencia, lo adopta; le adora al margen de sus cualidades y de su comportamiento. Su lealtad es ciega y perruna, un poco repulsiva y viscosa. El perro quiere a quien lo merece y a quien es odioso por naturaleza, no cuestiona la cualidad moral de su amo; es siempre su cómplice, su camarada. Al perro le vale todo y puede ser entrenado para lo más sublime o lo más abyecto; puede guiar a un ciego o torturar a un niño. «Si quieres un amigo cómprate un perro», dicen los americanos con cinismo y una pizca de desilusión y Oscar Pimentel completó la frase: «Pero si quieres un compañero que te diga la verdad comparte tu vida con un gato. Te divertirá a veces, lo admirarás casi siempre, lo odiarás con frecuencia y casi seguro que no te hará feliz». ¿Qué vio Oscar Pimentel en el setter irlandés que le amenazó desde el otro lado del cristal? El aseguró que inteligencia, reflexión, astucia. Estaba limpio y bien alimentado; vivía espléndidamente y lo único que tenía que hacer era mover el rabo y dar unos saltitos cuando llegaba el dueño de la casa. Con aquella muestra externa de alegría se ganaba el pan. Aquel perro esperaba; pero ¿qué esperaba? ¿Se contentaría con un plato de comida caliente y una buena atención sanitaria? ¿Tenía ambiciones de poder?
El éxito de Oscar Pimentel y su encumbramiento literario tuvo una importancia decisiva en el estudio del mundo canino pero, sobre todo, revolucionó las relaciones sociales y laborales. A partir de la aceptación de la Teoría Pimentel se exigió a los trabajadores del mundo civilizado la lealtad sin mácula, el sometimiento absoluto y ciego, la actitud perruna y servil. El perro fue un ejemplo a seguir. El hombre se convirtió voluntariamente en esclavo, se colocó él mismo las cadenas y sonrió alborozado ante la explotación. Fue un humillado mimoso, un criado cordial, un sirviente divertido. La lealtad ciega era recompensada públicamente. La lealtad sin reflexión, instintiva, complaciente, automática: «Déjese llevar por la lealtad, abandónese en brazos de la fidelidad, disfrute del acatamiento sin reservas y viva feliz con su hueso y como un perro». Surgió, sí, un nuevo capitalismo más feroz e inhumano, más perverso.
Oscar Pimentel llegó a la cúspide de su popularidad cuando denunció que abortadas todas las revoluciones del mundo se estaba preparando una revuelta canina, la revolución de los perros. ¿Qué es lo que les falta hacer?, preguntó. Y la respuesta era obvia: Hablar. Los perros lo hacían todo menos hablar. ¿Su evolución culminaría cuando pudiesen mantener una conversación? Entonces sí que serían el mejor amigo del hombre y el mejor amante de la mujer. Las largas conversaciones con el perro, las veladas íntimas, los paseos campestres, las discusiones filosóficas, la marginación social, el feminismo: ¿Tratamos igual a las perras que a los perros? ¿Qué nos diría nuestro bóxer cuando regresásemos a casa después de una larga jornada laboral? ¿Sería como una esposa? ¿Nos reprocharía que nunca pensábamos en él? Se valoraría su capacidad dialéctica, su facilidad para aprender idiomas, sus sabios consejos. «Nadie asesora en cuestiones financieras como un fox-terrier de pelo blando». «A mí la renta me la hace el caniche. Qué talento tienen para los números».
Su segundo libro fue un fracaso: ¡Sacrificad al can!, escrito entre admiraciones carecía de la brillantez del primer discurso. Fue calificado de panfleto, de delirio de alcohólico. Las cañas, en aquella ocasión, se tornaron lanzas y los ataques fueron inmisericordes.
—Está loco. El éxito se la ha subido a la cabeza —dijeron los que le habían seguido hasta entonces con veneración.
Había que matar al perro, a todos los perros; había que exterminarlos sin piedad y con urgencia. El perro, el can, era el enemigo. Ellos habían evolucionado más que nosotros, su selección natural había sido más estricta, su entrenamiento más duro, sus ambiciones más desmesuradas.
—¡Ellos o nosotros! —gritaba el ilustre escritor y para predicar con el ejemplo maltrataba a todos los perros que se encontraba por la calle, los pateaba sin ninguna consideración y llegaba a su casa desgreñado y tumefacto porque, aunque los pobres animalitos apenas se defendían, sus dueños respondían con inusitada violencia y le daban unas palizas de muerte.
Su última intervención televisiva fue patética y todavía la recuerdan con rubor los directivos de Televisión Española. Oscar Pimentel llegó a los estudios desgreñado, sucio, sin afeitar y posiblemente borracho; eructó delante de las cámaras, se metió el dedo en la nariz en vivo y en directo y con palabras entrecortadas describió un futuro dantesco.
—¡Los perros nos dominarán y nos convertirán en sus esclavos! —gritaba mientras miraba fijamente al puntito rojo de la cámara. El entrevistador no sabía qué hacer y despistaba como buenamente podía. Oscar describió las diferentes etapas de la revolución de los perros y su estrategia para conseguir el poder. Si durante siglos nos habían seducido con su lealtad después nos dominarían con sus palabras, más tarde nos esclavizarían con su fortaleza y posiblemente nos eliminarían con su crueldad.
—¡Los perros son feroces! —gritó un momento antes de venirse abajo al recordar la sonrisa del niño y los colmillos del setter.
El presentador le miró aterrado. Y él fue concluyente.
—Que Dios os proteja, amigos —fue lo último que dijo, lo que susurró antes de caerse de bruces y quedarse profundamente dormido.
Durante quince años no se supo nada de Oscar Pimentel; se esfumó sin dejar rastro y hasta su hermana Leonor lo dio por desaparecido y tal vez por muerto:
—¿Qué habrá sido del pobre Oscar? Era bueno, pero un cabeza loca; ¡qué pena de hombre! Lo tenía todo, Sultán, y dilapidó su fortuna por aquella locura idiota de vuestra revolución, la rebelión de los perros. ¿Cómo puedes hacer tú una cosa tan fea con lo bueno que eres? —le decía la anciana a su cocker negro que la escuchaba con adoración mientras movía el rabo para demostrar su alegría.
—¿Qué habrá sido de él? Pobrecillo…
Palmero, el comisario de policía, fue el que lo reconoció después de examinar las fotografías de su cadáver durante horas. El lado izquierdo de la cara apenas había sufrido daños y a pesar del tiempo transcurrido el perfil era inequívoco.
—Este hombre es Oscar Pimentel; bueno, lo que queda de él, se dijo el policía.
El otro lado de la cara y el resto del cadáver era una masa informe e irreconocible. Había aparecido cubierto de hojas en el Parque de El Retiro; al parecer llevaba muerto un par de días y apenas quedaban restos de sus harapos; los zapatos estaban al lado del cuerpo y una bolsa con trapos y otros objetos personales no había sido violentada por los asesinos. El guardia los desparramó sobre el césped y los analizó uno por uno con curiosidad: una navaja de cachas de nácar, un pañuelo sucio, un par de calcetines descabalados, un anillo de latón, una bombilla y un ejemplar gastado de un libro: Las oscuras razones de los animales de compañía, leyó a duras penas el funcionario.
Palmero esperó pacientemente en el Instituto Forense a que el doctor Cabezas hiciese la autopsia. Tardó seis horas en concluirla y cuando salió el rostro ceniciento del médico y el temblor de su voz denotaba una mezcla de pánico y estupor:
—Murió devorado —le dijo al policía— y sus asesinos dejaron claramente sus huellas en el cadáver. Fueron más de trescientos sus matadores y no han querido pasar desapercibidos. Y lo malo es que, aunque sabemos quiénes fueron sus asesinos, nunca vamos a tener la oportunidad de detenerles. Su cuerpo es un pliego de firmas, un documento lleno de rúbricas. Se nota claramente las dentelladas del scott-terrier, los mordiscos del dogo, los colmillos del pastor alemán, las huellas del caniche, las mordeduras diminutas del pekinés, las señales del bóxer, los rastros del galgo, las dentelladas del bulldog.
—¡Qué horror! —exclamó el policía.
—El que terminó con él, el que le arrancó el corazón de una dentellada feroz fue el setter irlandés.
—¡No puede ser, doctor! —acertó a decir Palmero. Y después justificó la defensa que hacía del asesino: el setter irlandés es un animal bondadoso y apacible, de carácter tranquilo, sumamente manso. Le aseguro que el setter irlandés es un encanto de perro; yo mismo tengo uno en mi casa. Es un perro muy inteligente; solo le falta hablar…
[CABEZA] Un ¡oh! de horror salió de todas las gargantas cuando el verdugo, don Atilano de Atienza, falló el golpe y el hacha a punto estuvo de cercenarle de cuajo el pie derecho. ¿Falta de habilidad? No, no, por Dios. Don Atilano, ¿sabe usted?, se había llevado por delante a tres docenas largas de desdichados y era uno de los ejecutores más habilidosos de Lugo y su provincia. La culpa la tuvo el mar océano que estaba algo rizado, la galera cabeceaba y era casi imposible mantener la estabilidad en aquel buque medio podrido y lleno de ratas y de piojos de la flota que Su Majestad había mandado a luchar contra el inglés. La dichosa flota había costado un pico y, aunque era numerosa, se notaba a la legua que los barcos y las tripulaciones llevaban la derrota en la jeta; allí estábamos lo peor de cada casa y los pertrechos y enseres no podían ser más inapropiados, las armas más viejas y las vituallas y provisiones menos apetecibles: el vino estaba picado, el agua olía a letrina, la galleta estaba húmeda y el tocino rancio. Qué desastre de armada invencible. Don Atilano esta vez tomó sus precauciones. Se escupió las manos, levantó el hacha y descargó un golpe fuerte y certero que separó limpiamente la cabeza del tronco. La tripulación no dijo nada y todos mirábamos amedrentados y en silencio cómo la sangre roja del ejecutado se desparramaba poco a poco sobre la cubierta.
—¡Ayudad, bergantes! —exclamó de pronto el capitán Melquiades, que había asistido a la ejecución como uno más de sus hombres y no había dicho en ningún momento esta boca es mía.
—¡Al mar, al mar! —gritó don Atilano y señaló el cuerpo mutilado que no dejaba de sangrar.
Y dos marineros tomaron los restos mortales de don Isidro Cienfuegos y los tiraron por la borda sin ningún miramiento para que fueran pasto de los peces.
¿Y la cabeza?, se preguntará sin duda su señoría. ¡Ah, la cabeza es otra historia! La cabeza, querido amigo, había caído dentro de la cesta de mimbre y no había sangrado, que como sabe usted muy bien es una circunstancia que complica las ejecuciones y pone el pelo de punta a los verdugos. Si la cabeza no sangra puede ocurrir lo peor, lo horripilante, la tragedia, el horror. Si la cabeza no sangra el papeleo se produce, el escribano levanta acta, el veedor del rey interviene, la justicia toma cartas en el asunto y el ejecutor no cobra sus emolumentos porque se entiende que no ha sabido cercenar con eficacia y una ejecución mal hecha…
Don Atilano, pálido, descompuesto, se acercó a la cesta y con precauciones, pero sin hacerle ascos, tomó la cabeza de don Isidro por los pelos largos y grasientos, la levantó y la observó con detenimiento. Y al ver la tez verdosa del difunto, los labios finos y apretados y un rictus de dolor y de sorpresa en el rostro cárdeno y reseco sonrió satisfecho. Aquella era la cabeza de un muerto, se dijo a sí mismo el verdugo y suspiró aliviado. La iba a arrojar por la borda para que se uniese al cuerpo y juntos se fueran al infierno, cuando ocurrió lo que todos temían. ¿Se imagina lo que sucedió, señor obispo? Reflexione un instante y si quiere tómese su tiempo. ¡Sí, sí, sí; eso es exactamente lo que ocurrió! Vuesa merced no ha fallado el golpe y se ve que entiende de difuntos rebeldes. La cabeza abrió los ojos, sonrió y gritó bien alto: «¡Estoy vivo!», y después, para redondear la frase, pronuncio una horrible blasfemia que mi sólida formación cristiana me impide pronunciar… La sorpresa fue mayúscula. La galera se convirtió en un desbarajuste, en un caos; la marinería gritaba de terror y todos iban y venían de un sitio a otro sin orden ni concierto y yo mismo, que como es bien sabido tengo los nervios templados y un valor seco probado en cien batallas, a punto estuve de perder el norte; don Isidro Cienfuegos, el ejecutado, decía horrores por aquella boca suya, don Atilano no sabía qué hacer con la testa parlante, pero consciente de su deber la apretaba con fuerza y aunque se movía como todos por aquel barco podrido y maloliente lo hacía con cuidado exquisito, como si estuviese bailando un minué. El único que mantuvo la cabeza fría fue el ejecutado que cambió la sonrisa por las carcajadas y gritaba: «¡Estoy vivo! ¡Majestad, estoy vivo y hablaré, diré quién mandó matar a don Dositeo Berrocal, por qué se quedó tuerto don Jacinto Garcipérez, y los nombres de los responsables de la desgracia de la familia del difunto marqués de Valparaíso!»
No, no, aquello no fue un milagro. Había ocurrido antes y volverá a ocurrir en el futuro. Si la cabeza no sangra, mala cosa. La vida, ¿sabe usted?, se refugia y se hace fuerte en la cabeza, se agazapa en la testa con uñas y dientes, se amorcilla en tablas como las reses bravas las tardes de corrida. La muerte es muy suya pero la vida es una ladilla que se sujeta a la piel y no se suelta ni con agua caliente. Cuando la cabeza no sangra la cosa no tiene remedio. Ocurre una vez de cada mil o cada diez mil ejecuciones. Los verdugos lo saben y cuando piensan en ello no pueden conciliar el sueño y un sudor frío les baña todo el cuerpo. Al que le salga una cabeza parlante ya puede cambiar de oficio. Don Atilano de Atienza era, a partir de aquel momento, un paria, un don nadie. Su pasado esplendoroso, todo su historial de ejecutor del Rey se había malogrado y no servía para nada. Y el pobre, que lo sabía, miraba contrito a su enemigo que no dejaba de reír y de gritar a los cuatro vientos que estaba vivo y bien vivo y se lo decía, además, a don Felipe II el Rey de España.
Las cabezas parlantes no son todas iguales, qué va. La mayor parte tienen una vida breve, una existencia corta y como de mariposa: abren los ojitos y dicen una frase: «¡Adiós mundo cruel!». «¿Dónde estás Margarita?». «¡Felón, que eres un felón y un mierda!». La cabeza pronuncia una frase, por cumplir y para asustar a los presentes, y se va al otro mundo haciendo reverencias; se retira con humildad por la puerta de servicio. Eso es lo más frecuente, aunque hay algunas que duran días y varias que han durado meses y pocas, muy pocas, que han prolongado su vida durante años y años. Los Reyes Católicos, sin ir más lejos, tenían la cabeza de un príncipe moro, de un primo de Boabdil, que cantaba canciones de amor y sabía idiomas y contar chascarrillos. Doña Isabel la tenía metida en un cofre de plata y la llevaba siempre de viaje y, cuando se desnudaba o se cambiaba de camisa, le ponía un pañuelo por encima para evitar las miradas del truhan que era rijoso y obsceno. «¡Alí, Alí, no seas malo!», le reñía la reina con cariño y la cabeza del príncipe le pedía por favor que le permitiese recordar cómo era el hombro de una mujer. Y el pobre pedía un hombro porque no se atrevía a solicitar la visión de una nalga o de un muslo. ¡Menuda era doña Isabel para las cosas del pudor!
Podría contar a vuesa merced mil y una historias de cabezas cortadas que pasaron a la historia. La cabeza que le dictaba las historias al Dante, la que proyectó la catedral de Compostela, la que acompañó a don Cristóbal y le daba malos consejos: «Nunca conseguirás llegar a las Indias, asqueroso genovés», le decía al navegante la cabecita apepinada y maligna de don Silvestre, el violador de canónigos. Colón aguantaba, con resignación cristiana, porque don Silvestre era malo pero culto y sabía, además, jugar al ajedrez y el descubridor se aburría mortalmente con aquella panda de analfabetos que llevaba el pobre en la Santa María y cuando Rodrigo de Triana gritó «¡Tierra, coño, tierra!», don Cristóbal obligó a su compañero a celebrarlo y le hizo beber una botella de aguardiente que le metió a la fuerza por el gaznate; le rompió varios dientes porque don Silvestre era abstemio y a partir del evento ultramarino la cabeza no volvió a ser la misma: se inclinó hacia un lado, se le nubló la vista, le cambió la expresión y se le esfumó la mala leche y el asesino de clérigos mudó de condición y fue, hasta el final de sus días, un tontorrón que salmodiaba latines de la noche a la mañana; un santiño, como le llamaban los frailes del Monasterio de La Rábida.
¿Que quién era don Isidro Cienfuegos y si había sido en el pasado persona principal? Buena pregunta; ha puesto vuesa merced el dedo en la llaga. Principal no, principalísima. Es más, si me permite usted la confidencia, le diré que a punto estuvo de casar con princesa italiana tronada y ligera de cascos y ser príncipe veneciano, aunque eso sí, consorte. Don Isidro Cienfuegos, el ejecutado, que a la sazón era una cabeza parlante cuyo tronco y extremidades devoraban con fruición los peces del océano, había sido recadero del Rey Felipe, el que le hacía las gestiones torcidas, los mandados inconfesables, los pagos urgentes e inaplazables.
Los buenos reyes, y don Felipe es de los mejores, siempre deberán tener a mano un bufón que les haga reír, un hombre prudente que gobierne en su nombre y un asesino que peque y mate por ellos. Ese es el trípode del poder, el asiento en que las posaderas reales pueden apoyarse, descansar, y aun dormirse en los laureles y a pierna suelta.
Al hombre prudente hay que conservarlo toda la vida, pagarle con largueza, tratarlo como si fuera de la familia y cubrirlo de honores y distinciones. La esplendidez y generosidad de los monarcas queda reflejada en las crónicas y en los libros de los contables y la Historia les juzgará según se hayan portado con sus mejores servidores y con sus peores enemigos. El rey, sobre todo, tiene que ser prudente y saber elegir a sus colaboradores; el rey es un detectador de criados, un buscador de ayudantes, un veedor de generales. Tiene que ser un buen comprador de hombres y de frutas y saber distinguir a primera vista la manzana podrida de la sana y al hombre de cerebro privilegiado del tonto de capirote.
Al bufón, que también es cargo de mucho mérito y enorme responsabilidad, hay que jubilarle a tiempo, justamente cuando sus gracias empiecen a ser patéticas y sus chistes tengan un regusto amargo y melancólico; los bufones, con los años, se hacen filósofos y ambicionan hacernos pensar en lugar de alegrarnos la vida y si de jóvenes se ríen de su baja estatura y del tamaño de su cabeza, al hacerse viejos la chepa les pesa, las risotadas ajenas les sacan de quicio, las chanzas les ofenden y se transforman en seres malignos y taciturnos; la vejez trata fatal a los bufones; peor, incluso, que a las putas y a los barberos y hay que procurar desprenderse de ellos cuando están en sazón para poder recordarles con nostalgia: «¿Te acuerdas de Estebanillo? ¡Qué gracioso era! Y cómo lloraba el condenado cuando le pusimos en la calle medio en cueros. Me imagino que ya habrá muerto de frío y de miseria; acaso de hambre, o por el hierro…».
Y el más importante de la trinca es el asesino. Con el asesino, con su asesino privado, el rey deberá tener guante de gamuza y mano de hierro. No hay criado más íntimo que el que se condena por la Corona. El asesino es hermano del Rey, el hermano siamés, el lado perverso del monarca, el más entrañable de sus servidores; el resto de los criados le dedican al rey su vida, pero el asesino le ofrece su vida eterna. Al asesino, cuando se vuelva altanero y farruco y quiera algo más que dinero, aspire a convertirse en príncipe y sueñe con dignidades y solicite nombramientos, pase factura de sus servicios y sonría con complicidad ladina, es que le ha llegado su San Martín y vive de fiado; en ese momento el rey sabe que tendrá que cambiar de servidor y buscarse otro que tenga la codicia intacta y menos imaginación. Al asesino le pierde la idea de la virtud y cuando diga con la mirada lo mucho que sabe y su boca entreabierta masculle amenazas sin pronunciar palabra, habrá que eliminarlo con su propia medicina sin darle tiempo a defenderse. Deberá morir por el hierro por haber ambicionado dignidades de obispo. Y deberá darse noticia de su muerte y conocerse ésta hasta en sus menores detalles; su final se contará en pliegos de cordel y carteles de ciego y el pregonero dirá en cada esquina la hora y el lugar de su ejecución, pero no se sabrá jamás dónde reposan sus restos mortales. El asesino del rey no tendrá tumba ni nadie que pida por su alma. ¿Por qué tanta crueldad? Y, sobre todo, ¿por qué tanta crueldad inútil?, se preguntará usted. Nunca nadie ha contestado a esas preguntas, pero paréceme que la violencia garantiza la claridad del mensaje, la bondad de la advertencia, la eficacia de la amenaza. No se castiga al asesino, se advierte al que ha de venir, a su sustituto, para que sea prudente y discreto, se conforme con el oro y escarmiente en cabeza ajena.
Y don Isidro, ¡qué cosa ¿eh?!, quería ser almirante y derrotar al inglés en el líquido elemento para conseguir honores y entorchados y alcanzar, al fin, ser respetable además de temido. Los crímenes se le habían subido a la cabeza y ahora que era rico quería ser honrado y famoso. Mi señor Don Felipe II escuchó atentamente sus demandas, le alentó con una sonrisa beatifica y le invitó a que se explicase sin límite de tiempo y mientras el asesino hablaba y explicaba por qué quería cambiar de condición, el monarca afirmaba con la cabeza y aunque nada decía sus gestos expresaban su complacencia. Le acompañó hasta la puerta, le despidió como un padrino despide a un ahijado y cuando el asesino se hubo alejado veinte pasos tomó la decisión de terminar con él y quitarle de un solo golpe las ínfulas y la cabeza, que no es bueno para el Imperio que las gentes muden de condición y se desmanden los asesinos.
Su Majestad, que Dios guarde, es serio y hierático, rezador nocturno y de diario algo aburrido; plúmbeo y más bien monótono dicen sus íntimos que era Don Felipe antes del desastre y por aquel entonces ya le gustaban los largos silencios y aunque no toleraba una palabra más alta que otra ni la menor burla o chanza, le gustaba a veces gastar bromas pesadas y aunque él no se reía le divertía que lo hiciesen los otros a costa de alguien que él hubiese elegido. Su Majestad también tenía su humor laberíntico y su retranca y en ocasiones por el brillo acerado de su mirada y la burla que descubrían sus ojillos minúsculos parecía gallego; de la margen izquierda del Eo, para ser más concreto.
Descabezar a don Isidro en pleno océano delante de la marinería de la Invencible era una humorada digna de un monarca. Qué astucia la suya; ¿se percata su señoría?, de un solo golpe ejecutaba a un asesino y jubilaba a un servidor molesto, a un criado inservible. Solo él podía, sabía y debía ser justo e injusto al mismo tiempo, pues no en vano el Papa de Roma y los reyes del viejo mundo tienen el privilegio de la ambigüedad y pueden hacer de su capa un sayo sin tener que dar tres cuartos al pregonero.
Don Isidro subió a bordo sin saber lo que le esperaba y más bello que un ángel custodio y se paseó por la nave con aires de grandeza y maneras de señorito. Estrenaba honra y atuendo, los ánimos eran buenos, los propósitos mejores, el tiempo bonancible y las botas que lucía el caballero, impecables. Lisboa, de donde partimos un amanecer nuboso, es una bella ciudad y se alegró de vernos zarpar porque había padecido durante semanas nuestra presencia molesta y las rapiñas constantes de la soldadesca y la marinería; a nuestras espaldas se quedaban un buen número de mujeres violadas, cuentas impagadas, compromisos incumplidos y la semilla pujante de varios centenares de hijos espurios, que con los años serían conocidos por el nombre genérico de los bastardos de la Invencible; la mitad de los lisboetas nos hizo la higa como despedida y el resto nos deseó mala suerte y una muerte violenta, y todos juraron que rezarían con fervor para que cosechásemos la más estrepitosa de las derrotas a manos del inglés y que, unos y otros, descansásemos para siempre en el fondo del océano.
La Armada Invencible era antes de hundirse un desastre flotante y majestuoso: ciento treinta navíos y treinta mil hombres entre marinería y tropa de guerra cubrían el horizonte de amenazas y violencias. Se embarcaron también cientos de cerdos, vacas, gallinas, caballos, mulas, faisanes y un buen número de coimas y mozas de lupanar que querían ver de cerca dónde da la vuelta el aire y cómo se precipitan en el vacío los barcos que osan ir más allá del horizonte. La guerra tiene algo de jira y de romería y antes de la batalla es costumbre llenar bien la andorga y beber generosamente para que el ánimo no flaquee y el valor no se quiebre en mitad de la pelea.
Aunque el duque de Medina-Sidonia había prohibido expresamente la participación de mujeres y niños, los barcos estaban repletos de polizones feroces que atronaban el aire con canciones obscenas: había meretrices que aliviaban las urgencias de los necesitados en lugares discretos, grumetes que jugaban a la batalla naval y anticipaban la muerte y la victoria que parecían tan cercanas y familias enteras que en tierra firme no tenían donde caerse muertas e iban juntas a la guerra porque allí, al menos, se comía mal pero se comía caliente. A bordo se hablaba del enemigo con desprecio. Se decía que el inglés era cobarde e innoble y que Dios tenía de ellos un concepto lamentable, que no entendía sus oraciones en aquella jerigonza indescifrable, que a Judas le llamaban británico los santos del martirologio para buscarle la paciencia y cabrearle y que, como es bien sabido, el Altísimo Señor solo habla latín antiguo con las gentes de cogulla, toscano con el Papa de Roma y román paladino con la soldadesca, el pueblo llano y la canalla española. O sea, y para que me comprenda su señoría a qué me refiero: Dios había nacido en España, navegaba en nuestra flota, era uno de los nuestros, nos quería. No había en La Invencible galera más vieja y cochambrosa que ‘La Lola’, ni tripulación y oficialidad más sucia, gritona e incompetente que la que nos había tocado en suerte. Don Isidro Cienfuegos, que hacía sus primeras armas honradas, nos examinó a todos uno a uno y, sin duda, si le hubiesen dejado hacer su santa voluntad nos habría echado a todos a patadas, pero las proezas hay que realizarlas con los medios que nos da el destino y él, que lo sabía, se conformó con aquel grupo de indeseables que tenía delante de sus narices. Ordenó al capitán Melquiades que nos reuniese a todos en cubierta y nos fue saludando personalmente y preguntándonos de dónde veníamos. Hizo de todos elogios y con todos tuvo palabras amables y a todos nos prometió sinsabores, penalidades y sangre, sudor y lágrimas y también gloria y nobleza para dejar a nuestros hijos y aun a nuestros nietos. «Que, tal vez, después de la batalla falte el oro, el agua y la comida, muchos pierdan la vida y algunos queden para siempre tullidos y cojitrancos, pero sobrará gloria para todos los participantes y para su parentela presente y futura y, cuando dentro de medio siglo caminéis por las calles, la gente os cederá la acera, se descubrirá con respeto ante vosotros y se dirán unos a otros con asombro: Él estuvo allí, en la batalla más grande que vieron los siglos». Ese discurso pronunció el cuitado, el antiguo asesino y con lágrimas en los ojos se explayó y con incontinencia verbal nos explicó cómo se hacen y se deshacen las patrias y las banderas, en qué momento se pierde la honra y cómo y cuándo es posible remediar errores y convertirse en hombres nuevos. Aseguró en su arenga que allí terminaba un tiempo y empezaba otro y, por el mero hecho de estar escuchando sus palabras, la patria nos perdonaba a todos los crímenes que sin duda teníamos grabados en la conciencia y tatuados en la piel, que en el rostro de cada uno la vida había ido escribiendo renglón a renglón el memorando de las desdichas, que las gentes del bronce no engañan a nadie y sus caras dicen lo que son y, a partir de entonces y después de la batalla, la nobleza se asomaría a nuestros ojos y cambiaría nuestra anatomía y la gente diría al vernos pasar: «Él estuvo allí, en la batalla; se le nota en su noble continente y en la claridad y rectitud de su mirada; estuvo en La Invencible y peleó contra el inglés y con sangre lavó sus faltas anteriores».
¿Que cuándo se terminó el discurso y empezó la degollina de don Isidro Cienfuegos? Creo recordar que fue cuando el verdugo don Atilano de Atienza hubo desayunado con la esplendidez que solía los días de ejecución; o sea, una pinta de vino de Cariñena, un pernil de borrego guisado y tres o cuatro manzanas reinetas, de esas que limpian el diente y asientan el estómago. Don Atilano comía con parsimonia y escuchaba con atención el discurso del asesino y la perorata le pareció bien compuesta y entretenida, muy moralizadora y cristiana, dicha con énfasis y cuidado vocabulario. «Pero, ay, las palabras son una cosa y los hechos otra muy distinta, que la gente principal es olvidadiza y aunque se escriben en los libros de historia los nombres de los generales, nadie se acuerda jamás del apellido de los soldados que mueren en la batalla», pensó el verdugo, y cuando hubo repelado bien el plato eructó con discreción, se limpió con cuidado boca y manos, ventoseó con alegría y se aproximó a don Isidro y pidió permiso para interrumpir su arenga. Don Atilano se acercó a su víctima con humildad para no levantar sospechas. «¿Me permite, señor?», le preguntó al mismo tiempo que se inclinaba con respeto fingido. Don Isidro le miró con enfado y cuando iba a responder al verdugo, este le propinó un fuerte puntapié en salva sea la parte. Y allí, sí, se terminó el discurso y naufragaron los buenos propósitos. Fue un golpe traicionero, definitivo y certero que quebró la voz del orador y le dobló por la mitad. Le rompió después un brazo y una pierna con dos mazazos de experto y al ver la cara de estupor que ponía el pobre de don Isidro y la sorpresa de la marinería, aclaró la cuestión con un corto discurso: «No es nada personal, caballero. El daño que os causo y las molestias que os produciré seguidamente son recados que os manda mi señor don Felipe II, que me ordena deciros que estáis despedido de todos y cada uno de vuestros empleos, y que con su confianza habéis perdido la cabeza. En pocas palabras, señor: El Rey os manda el cese». Y después el verdugo procedió a quitarle al asesino su propia estimación, a deshojarle de soberbias y vanidades, de orgullos, dignidades, nombramientos y prebendas. Invitó a la tripulación a participar en la ejecución y a quedarse con los bienes del reo y todos nos acercamos a darle un puntapié al ejecutado y a robarle los calzones, la camisa, los calzoncillos, las botas. Aquello, ilustrísimo, era una fiesta y cuando terminamos con él don Isidro parecía un eccehomo con todos los huesos quebrados y una lágrima gorda y redonda que le caía cara abajo. Parecía, si se me permite la comparación, un Cristo yacente.
Don Atilano marró el primer golpe y a punto estuvo de cercenarse el pie derecho. La segunda vez tomó sus precauciones y colocó la cabeza del reo sobre un madero con cuidado exquisito, le atusó el pelo y le dijo con algo de burla: «Buen viaje, caballero», se escupió las manos, levantó el hacha y descargó un golpe fuerte y certero que separó limpiamente la cabeza del tronco.
Nos hundimos al amanecer. ¿Ha asistido su señoría a un enfrentamiento naval? Lo peor es el estruendo, el griterío, lo que los cronistas llaman el fragor de la batalla. Lo más intolerable de la guerra es el ruido. Un caballero puede tolerarlo todo salvo el ruido. Una persona bien educada puede resistir el dolor, aguantar el hambre, sujetar el miedo, permanecer sereno cuando todo se desmorona a su alrededor, pero solo los pueblos que toleran el ruido son los que ganan las guerras y nosotros tuvimos que luchar contra la tempestad, los cañones del inglés y la cabeza parlante de don Isidro. Nosotros tuvimos que luchar contra la unión de todos los ruidos y, sobre todo, aquel día nos enfrentamos a nuestro propio ruido. Y lo peor de todo, lo que más ruido hacía, lo único que se oía en aquel escenario grandioso y terrible, era la voz del ejecutado, su monólogo contra el Rey, sus acusaciones y el relato de las ingratitudes del monarca. Nada es injusto hasta que no se grita o se muere por ello. La cabeza de don Isidro dijo en voz alta lo que ninguno de los presentes se había atrevido a pensar jamás. Habló en nombre de los asesinos por cuenta ajena del mundo, de los que matan por la soldada y mueren por un precio. Dijo que su voz era la voz de los herejes y pronunció un rosario de palabras nuevas. Inventó insultos y descubrió blasfemias que harían temblar a vuestra reverencia, que acobardarían, ilustrísima, al más soez de los pecadores. Él nos derrotó a todos porque nos dividió para siempre. Se dijo que había sido la tempestad y que el rey adujo a modo de disculpas que él había mandado su escuadra a luchar contra el inglés y no contra los elementos. Pamplinas. La cabeza parlante de don Isidro, que alguien clavó en el mascarón de proa, no cesó de llamar a Su Majestad y de hacerle reproches: «Felipe ¿dónde estás?», preguntaba y todos nos sentíamos afligidos y aterrorizados. Su voz se oía por encima del ruido de las olas, del estallido de las granadas, de los gritos de los heridos y de los hurras de los británicos. Dos naciones peleaban, pero España no prestaba atención al acto de la guerra porque los españoles, fascinados, escuchábamos las razones del asesino y la relación puntual de sus pruebas de amor a la patria. Allí se decía a gritos el envés de los memorandos, el lado oculto de la virtud y las razones del crimen. Nos hundimos al amanecer y nos hundimos divididos y enzarzados en discusiones bizantinas: unos miles de muertos, algunos cientos de lisiados y una multitud de heridos se inclinaban por las razones del rey y le siguieron a la vida o a la muerte y el resto se dejaron seducir por su asesino de confianza. Al final de la batalla luchábamos entre nosotros mismos y los británicos, espantados, nos dejaban hacer en silencio. Nos dividimos para siempre al amanecer y nos hundimos separados en bloques irreconciliables; España se dividió en dos Españas luchando contra los británicos; aquella noche Dios, la tempestad y los españoles peleamos a favor del inglés y perdimos la guerra porque no supimos soportar el ruido.
¿El rey? Oh, el rey preguntó por la cabeza de don Isidro y quiso saber detalles de la ejecución. Mandó ir a palacio al capitán Melquiades y exigió la presencia del verdugo don Atilano de Atienza, pero no fue posible porque ambos habían fallecido en la contienda. Solo yo, el loro parlanchín y amaestrado, la mascota de La bella Lola, sobreviví para contarlo y aquí me tenéis, señor obispo, haciéndolo mañana y tarde. Cuento una historia que se me olvida por momentos, que a duras penas logro recordar. Soy solo un pájaro, un pájaro que habla a duras penas y con acento extranjero; un loro que se hace viejo y al que le gusta con delirio el chocolate, un desdichado anciano natural de las Américas que según vuestra reverencia chochea por momentos, que carece de memoria. Rememoro el tono y la violencia y con los años pierdo facultades y como ningún escribano apunta lo que digo, me temo, ay, que esta historia que cuento nunca pasará a la Historia, a esa que escriben los que mandan y que los escribanos ponen con Hache mayúscula.
[EN PORTADA: Monumento al Cid Campeador en Alcalá de Henares]

José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.
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