Mirar al retrovisor

El ‘short shelling’ y la caída de los buitres

Joan Santacana escribe sobre el asombroso jaque a Wall Street de un acometido por un grupo de adolescentes a través de la compra masiva de acciones de la empresa Gamestop.

/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana Mestre /

Estoy alucinado. Un grupo de adolescentes de todo el mundo, que tienen un foro llamado Wall Street bets en la plataforma Reddit se ponen de acuerdo un buen día para sacudir un poco la bolsa neoyorquina y compran masivamente en poco tiempo acciones de una cadena de tiendas de videojuegos, llamada Gamestop. No valían muchos dólares las acciones, pero como ellos eran muchos, provocaron una subida de su valor. La venta física de videojuegos es hoy un negocio decadente, ya que la mayoría de jóvenes compra online sus juegos y ya no van a la tienda a comprar. Los adolescentes en cuestión pretendían poner en jaque a los especuladores bursátiles, que utilizan una práctica llamada short selling (venta corta). Los que practican esta modalidad de juego bursátil no esperan que sus acciones suban; por el contrario, esperan que bajen. Sí, no se sorprendan; pongamos un ejemplo: la situación ideal para los buitres que operan en ventas en corto es que el límite de ganancias es el precio de las acciones, puesto que las acciones no tienen precios negativos. Es decir, en un escenario ideal, el jugador en corto acude a un prestamista de acciones y alquila una acción al precio que tenga en aquel momento, supongamos que 1000 €. Inmediatamente, hace una venta de una acción de 1000 € y, cuando ha bajado a 10 €, la vuelve a comprar, obteniendo así una ganancia de 990 €. Debe tenerse en cuenta que para el accionista no hubo una inversión inicial, puesto que los valores que vendió los tomó en préstamo.

Quienes practican la venta corta confían siempre en que la caída de precios de las acciones de una empresa es siempre muy rápida; se desploma en cuestión de minutos u horas, mientras que la recuperación es casi siempre lenta. Ellos, por lo tanto, provocan el desplome rápido y con ello obtienen beneficios. Desde el punto de vista ético, esta práctica es condenable, ya que ganan dinero a base de provocar hundimientos de empresas en dificultades. En resumen, lo que hay que tener claro es que este tipo de operaciones bursátiles son criminales, porque esta mala gente apuesta por una empresa para hundirla; la ganancia de los accionistas está en que baje el valor.

Pero si la empresa condenada por los buitres, lejos de hundirse, aumentara muchísimo su valor, estos mismos buitres bursátiles se verían obligados a comprar acciones que, objetivamente, no valen nada, a precios que pueden ser astronómicos. El colmo de la mala suerte para un buitre bursátil que juega con una venta corta de una acción que hipotéticamente está a 10.000 €, esperando que baje a 10 €, es que, llegado el plazo de la recompra, ésta cueste 250.000 €, y entonces esté obligado a comprarla, con lo que el titular de la acción pierde 150.000 €. Pero ¿qué ocurre si un grupo de muchos adolescentes, coordinados gracias a Internet, compran acciones de una de estas empresas que los buitres creen que están hundiendo? ¡Pues ocurre que los arruinan! ¡Quedan obligados a comprar literalmente mierda a precio de oro!

Estos adolescentes provocaron durante dos días un terremoto financiero en Wall Street. Muchos buitres perdieron mucho dinero y no sabían lo que estaba ocurriendo.

El incidente no es importante, pero constituye una lección ética: en las bolsas de Europa esta práctica está prohibida, pero Wall Street no ha querido nunca regular este tipo de operaciones en el mercado, argumentando que es mejor que esté desregulado. Ahora, han caído en su propia trampa. Pero esto también es un indicador de la fragilidad del sistema, en donde cualquier tontería puede provocar un seísmo. Ya no se trata solo de la fragilidad del mismísimo sistema monetario basado en el sacrosanto dólar.

Todo ello me provoca una reflexión sobre hasta qué punto el sistema es vulnerable y quebradizo. Hoy, en medio de un mundo más tecnificado, más intercomunicado, con millones de ciudadanos dotados de smartphones capaces de recibir y mandar mensajes instantáneos hacia cualquier parte del mundo, un grupo de adolescentes puede hundir la bolsa mientras unos campesinos que venden murciélagos asados en un mercado chino puede producir una catástrofe sanitaria mundial y un loco, tramposo y embustero —literalmente— puede llegar a presidente por la voluntad popular, democráticamente, de una de las naciones mas poderosas del mundo, con capacidad nuclear de destruir cincuenta veces la Tierra. Parece como si la carrera de los humanos desde el Paleolítico hasta hoy, que creíamos que era una línea continua de avances y progresos en seguridad, sanidad, bienestar y conocimiento, estuviera llegando a un callejón sin salida. ¿Qué está fallando? ¿Quién fue el primero que se equivocó?

No lo sé, pero a veces, uno tiene la tentación de creer que estamos ante un enorme problema ético, mejor dicho, de falta de ética y de trasmutación de valores. En nuestro mundo, frente a la cultura del trabajo y del esfuerzo, se impone cada vez más la de la diversión; frente a la cultura del conocimiento como base de la realización personal, surge la del entretenimiento; frente a la cultura de la solidaridad aparece la praxis de hundir al miserable; frente a la cultura de la razón se impone la de la fuerza y los hechos consumados. Vemos cómo Estados soberanos, poderosos, recurren a prácticas gangsteriles como envenenar a sus oponentes; asistimos al espectáculo de cómo la mentira se consolida como una práctica aceptable para alcanzar el poder político y cómo se vulnera cualquier principio para mantenerse en el poder.

Cuando surgen personajes como Trump o Mugabe, aferrados a un poder de forma ilícita, mintiendo adrede, con voluntad de engañar, es momento de medir la grandeza moral y ética de otros que fueron fieles a su conciencia hasta el final. En España hay algunos ejemplos de ello y merece ser recordado Nicolás Salmerón (1838-1908), ministro de justicia de la Primera República y posteriormente presidente de esta. Estaba ejerciendo de presidente cuando le tocó firmar diversas sentencias de muerte dictadas por los tribunales contra militares sediciosos que habían protagonizado los levantamientos cantonales como el de Cartagena. Hombre contrario a la pena de muerte, opción que defendió siempre desde su cátedra de metafísica de la Universidad de Madrid, presentó su dimisión como presidente antes de traicionar a su propia conciencia. En su lápida hay la frase que le dedicó Georges Clemenceau, primer ministro de Francia, recordando que «dejó el poder por no firmar una sentencia de muerte». Todo un ejemplo de fidelidad a las propias convicciones.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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