Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (20)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago el resplandor herido del crepúsculo en el cielo de una tarde, unas ramas de canela, la derrota de Trump o a un músico callejero que toca la mandolina.

/ texto de Tomás Sánchez Santiago / fotografías de Encarna Mozas /

El resplandor herido del crepúsculo en el cielo de la tarde. Cuajarones del último sol, que deja esa tempestad de luces revueltas en las láminas del aire de enero. Pájaros posados como máquinas frías y el campo preparado para el acero de la helada.

«Solo poseemos todo; así que aún queremos algo más». Se me ocurre esto —que podría ilustrar una viñeta de El Roto— cuando, entre la infección de balances del año que ya acabó, leo la noticia de que los más poderosos acumularon hasta un 24% más de riqueza a cuenta de la pandemia. O sea, los ricos son aún más ricos cuando los pobres son más pobres. Lo de siempre. Quién sabe si no se referían a esto los profetas oscuros que vaticinaban que el mundo no cambiaría tras el guantazo universal del virus. Uno de los principios del capitalismo fue siempre ese: convertir en dinero las desgracias de los demás. Y es que en tiempos de abundancia de lágrimas siempre hay alguien fabricando pañuelos.

Solo los niños y los poetas se atreven a jugar sin miedo con la arena.

Consiguió atravesar la vida sin tocar jamás el dinero. Otra versión de la sustancia pura en la que vivió. Ahora manoseo billetes que heredamos de ella y que ella nunca vio. Ni lo supuso. Mientras oigo el ruido funeral del aleteo del dinero, no puedo evitar algo como una recriminación oscura en las cortezas de mi corazón.

Unas cuantas ramas de canela caen sobre la mesa de la cocina. Grandes, fragantes, tubulares. No parecen pertenecer al mundo inmediato y terrestre de lo demás (patatas, ajos, aceite…). Como pasaba con aquellos parientes imprevistos que llegaban de lejos con sus modos extraños a revolvernos la infancia, en la cocina se levantarán suspicacias. La canela. ¿Pero de dónde habrá venido esta? ¡Y qué ínfulas, con ese perfume colonial…! Bien pensado, la cocina fue siempre el primer lugar donde iban a parar las novedades de una sensualidad permitida. Olores, colores, sabores exóticos; incluso esos nombres que hacen brincar todavía el oído: curry, azafrán, cayena, cúrcuma…

Prepararse a esperar los primeros copos como quien sabe que va a escuchar confidencias. Luego vendrá la nieve lenta a desdibujar el alma de las cosas. «El pulso blanco de la nieve», dice Carlos Medrano en un poema.

Como un animal herido y rabioso, se revuelve para romper las mismas reglas que le permitieron gobernar su país —y de paso el mundo— durante cuatro años. Y termina su mandato como lo empezó: erigiéndose en modelo peligroso. Es su última tropelía, jaleada por una horda de fanáticos que saludó a la estatua de Lincoln antes de asaltar el Capitolio. Acorralado por las evidencias, el animal brama furioso y lanza entre estertores los últimos mordiscos de odio y de impotencia. Oso Trump. TrampOso.

Para tocar su mandolina, el músico callejero elige siempre el mismo banco al sol del mediodía, junto a un convento de monjas de clausura. Es hábil y saca vibraciones muy matizadas al instrumento. Suelo detenerme a escucharlo a cierta distancia; no cambia de postura aunque se sepa contemplado y sigue punteando su melodía sin apenas mirar al mástil, con la impavidez que he visto en algunos músicos capaces de salir y entrar inadvertidamente en lo que están tocando, más allá del mundo real que les circunda. Ayer era esa canción de Orfeo negro. Su melancolía en medio del frío lo hacía todo aún más sobrecogedor. Mientras me alejaba iba oyendo flotar la música sobre los transeúntes. Quizás las monjas del convento la oyeran también. ¿Se preguntarían entonces qué ángel exterior dejaba caer esa melodía dulce y entristecida, con algo de nostalgia portuaria?: «Manhã, tão bonita manhã…».

Toda la tarde la niebla ahí afuera. El ajetreo sonámbulo de los vehículos, apenas entrevistos, hace de la mirada excavación. El ojo tasa esta opacidad como si necesitara atravesar una tela tupida. ¿Qué hay más allá?, nos preguntamos. Y caemos en la cuenta de que ese más allá pertenece todavía a una cercanía que ahora se nos niega. La niebla: una invitación al ensimismamiento.

Desvivirse. No hay verbo menos habitado que este. Salirse uno de sus huesos. Quitarse la vida, arrancársela en busca de otra vehemencia. Ponerse a las afueras de la existencia propia para vivir por los demás.

De un tiempo a esta parte, se desliza mucho en los medios de comunicación el adjetivo histórico: una jornada histórica en la Bolsa, un acontecimiento deportivo histórico, una tormenta histórica, un pacto histórico… El tamaño achatado que impone la vida rutinaria se intenta inflamar con esta calificación grandilocuente. Era Borges, en un texto de 1952 titulado «El pudor de la historia», quien ya afirmaba que ha sido siempre tarea de los gobiernos fabricar jornadas históricas «con acopio de previa propaganda y de persistente publicidad», y añade que estas consideraciones tienen que ver más con el periodismo que con la historia. Porque, dice Borges, la historia es muy pudorosa y deja en secreto durante un tiempo sus fechas esenciales, que solo se conocen tras una buena dosis de inadvertencia. Como insinúa el escritor argentino, los acontecimientos tenidos por históricos solo están al servicio de titulares, del ruido que debe ocupar la opinión pública para intentar confundir, definitivamente, a quienes saben que la historia siempre es cosa de rumor, nunca de estrépito.

La palidez estremecida, a través de los cristales traslúcidos de la galería, del neón de su cocina por la mañana. Los topetazos secos del recogedor sobre el borde del cubo de la basura justo después de comer. Las cuatro vueltas de la llave en la puerta cuando cierra y otra vez cuando luego abre. Las sábanas tendidas como banderas cansadas sobre los alambres y el chirrido de las cuerdas al retirar la ropa ya seca. La existencia de un vecino.

Se encarga un amigo de hablarme desde el entusiasmo de la gran nevada que ha coagulado la vida por unos días. Lo hace rememorando unos versos de Osip Mandelstam («Y cruje/ en los ojos la nieve como un pan limpio, inocente») que me llevan a «Final de la sequía», aquel poema de Aníbal Núñez donde lamentaba la ansiada llegada de la lluvia: «Contra la jubilosa opinión pública/ alguien a quien preocupa que la lluvia/ unicornios desgaste de arenisca».

Junto al quiosco de lotería, en plena vía pública, se ha establecido una mendiga. Esa es su sede y siempre hace lo mismo: cuando alguien se acerca a comprar un cupón, ella se aproxima tendiendo un vaso de plástico como una invitación para conseguir hacerse con esas monedas. En cierto sentido, es un duelo entre dos mendigos que están en distinta frecuencia: el aspirante a enriquecerse para toda su vida frente a quien solo pretende sobrevivir ese día. La escena remueve en mi memoria algo que escribió Díaz-Plaja en un libro de los años setenta que yo leí a mi tío Tomás. Un empresario y un mendigo coinciden en una iglesia de Madrid ante el Cristo de Medinaceli. El mendigo ha entrado allí para suplicar a la imagen, tenida por milagrera, que le ayude a conseguir cincuenta pesetas a fin de poder sobrevivir esa jornada; el empresario a su vez le ruega que le ayude en una operación financiera en la que podría ganar cincuenta millones. Uno al lado del otro, van elevando sus súplicas y se estorban en el tono cada vez más alto, cada vez más desesperado de sus respectivas plegarias: «¡Señor, son solo cincuenta pesetas!». «¡Señor, son solo cincuenta millones!». No hay nadie más en el templo. Entonces el empresario echa mano a la cartera y da apresuradamente las cincuenta pesetas al mendigo: «¡Tenga, y no me lo distraiga!», le dice conminándole a que se vaya. Vuelvo a la escena del quiosco: me imagino que un día la mendiga llega a conseguir su propósito y alguien que iba a comprar lotería lo piensa mejor y termina por dar ese dinero a la mujer; para su estupor, esta lo recibe, le da las gracias, se acerca a la ventanilla del quiosco y adquiere el cupón que la otra persona no llegó a comprar. No pedía para sobrevivir sino para enriquecerse. Tiene también derecho a ello. Naturalmente.

La majestad helada del invierno, que detiene el latido de las cosas. Viene el alba de cara y la materia amedrentada sigue ahí, entre las redes azules del frío, de donde aún no la saca ni siquiera la respiración de los relojes.

Para un narrador, hay algo aún peor que no dar con personajes para empuñar sus ocurrencias. Es cuando los ha encontrado por fin pero no sabe ponerles alma y los ve caminar vacíos por los renglones. En eso estamos. Es tremendo.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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