Poéticas

Decir la fascinación sin arruinarla

Jordi Doce reseña 'Crónicas de I.', de Teresa Soto, un poemario sutil, de silencios elocuentes y elipsis evasivas que van creando su propia atmósfera, hecha a medias de atención y extrañeza, de curiosidad y renuncia.

/ por Jordi Doce /

Decía Ezra Pound que los poemas eran «noticias que siguen siendo noticia, que nunca dejan de ser nuevas, novedad» (así, con este abanico de alternativas, puede traducirse la expresión original: news that stay news). Y de la misma forma que muchos empezamos a leer el periódico, esa fuente proverbial de actualidad, por su última página, también un libro de poemas se puede abrir o empezar por el final. Y si vamos al final de este nuevo poemario de Teresa Soto (Oviedo, 1982), Crónicas de I., a su Anexo, daremos con uno de sus motivos o fuentes explícitas: el poema 814 de Emily Dickinson (según la edición de Franklin), fechado en 1864, y que es una de esas cuartetas enigmáticas a las que tan aficionada era la poeta de Amherst:

Soto! Explore thyself!
Therein thyself shalt find
The ‘Undiscovered Continent’-
No Settler had the Mind.

Según la traducción de Enrique Goicoloea que se cita en el mismo Anexo:

¡Soto! ¡Explórate a ti mismo!
Pues dentro de ti encontrarás
el «Continente Desconocido»–
que ningún Colono llegó a imaginar.

La autora nos cuenta que este poema le fue enviado por un amigo con la aclaración: «Emily Dickinson cita tu nombre». Entre los numerosos poderes de la poeta norteamericana no estaba el de vaticinar el futuro, y menos con esta precisión. No, Dickinson se refiere aquí al adelantado Hernando de Soto, explorador de la costa de Nicaragua, conquistador de Florida y descubridor, entre comillas, del río Mississippi, donde halló la muerte. La cuarteta de Dickinson es una apostilla irónica al concepto de descubrimiento o a la condición misma de descubridores de los españoles que a principios del 1500 empezaron a recorrer América. El verso final es más ambiguo de lo que reza la traducción y viene a matizar, también, que ningún poblador de ese continente presuntamente desconocido pensaría en él de ese modo. América, en rigor, no fue descubierta, según una lectura preeminente entre los nuevos pensadores y escritores latinoamericanos, o lo fue solo desde una perspectiva eurocéntrica. Ese imperativo del arranque: «Explórate a ti mismo», es también, en inglés, una forma de decirle a Soto & cía: «pregúntate, preguntaos, si un lugareño tendría la mente, esto es, la idea, de hablar de su tierra en esos términos».

Esta larga digresión inicial sobre el poema de Dickinson y su lectura irónica de la gesta de Soto puede parecer excesiva, pero solo en apariencia. El libro, a fin de cuentas, se titula Crónicas de I. en clara referencia a las Crónicas de Indias, los relatos históricos que los españoles dejaron tras de sí durante el proceso de conquista y colonización del nuevo continente. Esta crónica narra, como hacían aquellas, la historia de un encuentro, que acaso es también un desencuentro. Pero esa I mayúscula es una abreviatura, y por tanto propone o encarna un enigma. Es la I de «incógnita» o de «incertidumbre». Y es, claro, «yo» en inglés, «I», como deja claro la segunda cita del Anexo, de la escritora y teórica Layli Long Soldier, nativa norteamericana de la nación siux. El dato, de nuevo, no es casual. Lo que nos dice Soldier es que esa primera persona que suele contar o escribir una obra literaria (ic, ik, ih, ahám) es «un símbolo de/ corriente/ eléctrica/ algo/ con forma de/ i/ ego».

Esa corriente eléctrica, esa vocal-anguila de la que habla Soldier, es la que nos permite iluminar este libro, o al menos sentar las condiciones para ello. Un libro que, como se acaba de decir, narra un encuentro que es también un desencuentro. Un libro escrito desde una primera persona, un yo, que en realidad es muchos, un nosotros colectivo que no remite únicamente a uno de los lados del encuentro, una de las partes implicadas, sino que parece oscilar sin aviso o sin claridad entre las dos. Un libro, por último, escrito en un idioma lírico que recoge ecos o huellas del estilo de aquellas viejas crónicas de indias, pero no en forma de pastiche sino de sincero y profundo homenaje, algo evidente en las glosas laterales que acompañan en cuerpo más pequeño a los poemas y en las que se oye la voz puntillosa del copista, una voz que aclara o detalla o amplía lo que dicen los poemas mismos.

Este libro cuenta un viaje, pues. Un pequeño juego crítico al que soy adepto como lector consiste en enlazar la primera palabra o verso del conjunto con el último. Yuxtaponer la estación de partida y la estación término, como si dijéramos. Y el juego, en nuestro caso, arroja este saldo: «Doy cuenta de los primeros hallazgos que hicimos al llegar aquí […] dos lugares y un salir». Un saldo que incluye todos los elementos o ingredientes del viaje: un aquí al que se llega, pero también un segundo lugar al que ir, que invita a la salida. Y, en medio, ese estar aquí, la etapa de asentamiento, que implica toparse con «hallazgos» y dar cuenta de ellos, referirlos. Y a ello se dedica, en realidad, la escritura: a relatar los hallazgos, novedades, extrañezas y asombros que acompañan la exploración de un territorio ignoto. Un territorio tanto exterior como interior que precisa en el habla, en su enunciación verbal, del mismo cuidado escrupuloso con que un botánico examina una planta insólita o un topógrafo se sube a un cerro para estudiar el terreno circundante.

Esa es la impresión primera de lectura. Todo aquí sucede con una delicadeza extrema, marca de la casa. Teresa Soto ha escrito un poemario sutil y reticente como todos los suyos, de silencios elocuentes y elipsis evasivas que van creando su propia atmósfera, hecha a medias de atención y extrañeza, de curiosidad y renuncia, como si esos yoes de los poemas, los que cuentan el cuento, aceptaran, en última instancia, que muchas cosas nunca se podrán saber ni comprender por mucho que se quiera. Nosotros, lectores, sabemos que la extrañeza es prerrequisito o condición necesaria del acto poético. Y por ello, entre los personajes que van y vienen algo difusamente por el conjunto, que incluso hablan en voz alta, hay intermediarios, gentes que tercian en la relación de los recién llegados con la maravilla que los acoge: dibujantes, intérpretes, contadoras, maestros de lengua, etcétera. Aparecen palabras del lenguaje de los lugareños (Ruhui, truhim), también extrañas formas de decir: formas metafóricas, rodeos o circunloquios, para denotar realidades concretas o distinguir, por ejemplo, como hacen dos poemas, entre «la tierra que se ve al otro lado del río» o «las colinas de este lado del río». Los lugareños son poetas y saben que la poesía se ocupa de lo concreto sobre lo abstracto, de eso único que es por definición irremplazable. Pero, a la vez, eso único y concreto, la cosa misma, se nombra a través de otras, traducido a imágenes que lo extrañan y le dan nueva vida. Y así también el libro: un esfuerzo por decir la maravilla y la extrañeza a partir de lo que ya sabemos:

[…] De la colina bajaba un animal no visto antes.
Una mezcla de felino de gran tamaño
y de urraca.
Gustaba de pasear entre hierbas altas de color violeta.
Ahí quedaba sin moverse,
tanto tiempo como tardaba la barca
en llegar al otro lado del río.
Unos decían que se parecía al Tajo.
Otros, a una muralla de agua…

O, poco después, al (querer) describir el habla de los nativos:

Cuenta que la lengua de allí ha que ver con los cuchillos y el afilarse de estos.
Chispa similar a fuego pequeño, y un sonido de una piedra que gira deprisa y
quema.
Estos elementos hacían sonar la lengua original.

Si bien surge de nuevo la duda, la incomprensión: «Pregunté varias veces al intérprete si entendía bien. // No lograba sacar sentido de aquello».

Se dijo antes, pero conviene repetirlo: este libro es un intento de sacar sentido de una realidad desconocida, insólita, que hay que explorar palmo a palmo, como un animal husmea rincones y pliegues para hacerse con el terreno, el territorio, y así levantar un mapa sensorial que no dependa únicamente de la vista o de las palabras, reinos habituales de la percepción poética, sino que eche mano del tacto, los sueños, la intuición y hasta el recelo, la sospecha. Y es una exploración que se realiza desde cierta orfandad lingüística, desde la conciencia de una falla o grieta comunicativa que hace inútiles las palabras: «Cuando uno es de otro lugar/ hay poco lenguaje./ Su mirar es mirar detenido,/ como se mira el fuego». Y sucede así que «el forastero con deseo de habla/ se agota/ y se va». De ahí la reticencia, el decir parco y condensado de estas páginas. Que es también, no sé si paradójicamente, un decir ágil, que la brevedad y cierto aire lúdico (como si estuviéramos de verdad leyendo los apuntes de un antropólogo aficionado) hacen más ligero. Y es que todo lo que se cuenta y describe aquí está cerca de parecer un engaño a los sentidos, un espejismo; todo es levemente irreal y parece escapar al tacto. Difícil levantar nada o hacer que transparente a la luz.

Con estas notas algo apresuradas solo se quiere sugerir una vía de entrada al libro, acotar un umbral de acceso que no agota, ni mucho menos, todo lo que ofrece. Los poemas, por lo pronto, invitan a una lectura a dos o más voces que dé cuenta de su voluntad narrativa y de su polifonía, como si fueran un collage de testimonios sonoros que se complementan y a veces, incluso, se contradicen (o no terminan de cuadrar). Con este Crónicas de I. Teresa Soto nos entrega una escritura que hace del respeto al otro, y a uno mismo, su razón de ser, y que busca —dúctil, limpia, serena— decir la fascinación sin arruinarla. Se puede amar lo extraño sin echarlo a perder ni envolverlo en vapores paternalistas, condescendientes. Se puede amar lo extraño y luego dejarlo atrás, incorrupto, como hace el viajero —o viajeros— en el tramo final del conjunto: «El desasosiego que me pesaba fue favorable/ pues a varias jornadas de aquello se presentó una oportunidad de salir y partí». Al fin y al cabo, pregunta: «¿No podía irme cuando gustase?/ ¿No tenía cuerpo/ y una barca?». Pero antes de partir nos queda entre las manos el alzado de planta, la descripción minuciosa de ese otro mundo que hemos vislumbrado gracias al libro, o que el libro nos permite reconstruir mentalmente.


Crónicas de I.
Teresa de Soto
Pre-Textos, 2020
100 páginas
13€

Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Sus libros más recientes son La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana (Saltadera, 2019) y la antología En la rueda de las apariciones: poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2020). Coordina la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.

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