Almacén de ambigüedades

Venus Cloacina, ora pro nobis

Antonio Monterrubio escribe sobre el polémico final de la serie 'Juego de tronos', considerándolo una magnífica alegoría de cómo el Poder corrompe hasta al más bienintencionado libertador: Daenerys Targaryen aquí, Robert Mugabe, Daniel Ortega o Aung San Suu Kyi en la vida real.

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En la primavera de 2019, una oleada de aflicción se abatió sobre el Occidente audiovisual. Las entregas finales de Juego de tronos, tras ocho temporadas y setenta y tres capítulos, llevaron la decepción a amplias capas de espectadores. El naufragio de las expectativas que se habían construido acerca del destino de los protagonistas y la conclusión de la serie fue dramático para muchos. Cada cual tenía su guion en la cabeza, y nada más lógico que la frustración de algunas previsiones acarreara serios desengaños. Pero lo que no es de recibo son las razones aducidas.

Fijémonos en un personaje tan significativo y carismático como Daenerys Targaryen, la Khaleesi. Se ha argüido hasta la saciedad que su locura homicida de los últimos capítulos supone una incoherencia mayor, argumental y psicológica. Su mutación de emancipadora de esclavos y defensora de los oprimidos en ciega furia vengadora y asesina de masas es presentada quizás de forma algo brusca, si bien dista de ser ilógica. Y, desde luego, de ningún modo puede aducirse que no sea verosímil ni realista. Conocemos multitud de episodios en que héroes aclamados como libertadores en sus orígenes se convierten al llegar al poder en tiranos de jaez similar a los que ellos derrocaron. Por citar nombres recientes, recordemos a Mugabe en Zimbabue o a Ortega en Nicaragua. Ese género de metamorfosis son de lo más sencillo si se asciende a la cumbre a golpe de fusil. Toda la historia de Poniente y de los Siete Reinos es una sucesión inacabable de guerras, masacres y revanchas. No obstante, se observan también en quienes vencen en las urnas, hasta cuando nadie habría apostado que tal mutación fuera siquiera concebible. Pensemos en toda una premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, la gran esperanza de la democracia y la libertad en Birmania. Preguntemos a los rohinyá que aún pueden contarlo qué opinan de sus bondades. El poder es siempre muy mal consejero.

El buen gobernante debería ser un Odiseo capaz de resistir el canto de las sirenas, por muy melodioso y embriagador que sea. Por desgracia, los dirigentes suelen ser altamente sensibles a todo tipo de charangas y verborreas, incluyendo La Voz, Operación Triunfo o Tu cara me suena. Entre los innumerables caudillos centristas que pululan ahora por Europa y América, habrá alguno que, despistado, no sea un simple hipócrita y se crea sus promesas de velar por esas clases medias y trabajadoras que tienen continuamente en la boca. Solo que nada más pisar las alfombras del Palacio, sus primeras decisiones van casualmente encaminadas a rebajar impuestos a los ricos y por ende a racanear en servicios públicos vitales para los humildes. Pero retornando a lo real, o sea, a la ficción, una parte de los fans, fundamentalmente varones, han reaccionado a ese giro como si la que no arde los hubiera seducido para luego traicionarlos y abandonarlos. Esto, naturalmente, no es ajeno al encanto que el personaje desprendía. Sin embargo, el seguidor atento de la serie debería haber sabido detectar que la bondad de la Khaleesi se limitaba a quienes se le sometían, y no alcanzaba a los demás. Tampoco faltaban indicios de antecedentes familiares de serios desórdenes psíquicos. Por otro lado, como señaló mi hijo durante un paseo por las calles desiertas de un pueblo francés, la enorme rabia acumulada por tantas experiencias amargas, tantas violencias, abusos y humillaciones, no es precisamente materia fácil de digerir. Y si tocar un poder inmenso puede trastornar hasta las mentes más equilibradas, con mayor razón una expuesta a un tobogán emocional, afectivo y psicológico.

Que el Poder con mayúscula es causante de catástrofes es algo que los guionistas han tenido muy presente. Drogon ha visto cómo volvía loca a su madre y la ha llevado a la muerte. Consciente de que en realidad el Trono de Hierro es el problema, venga a su madre destruyéndolo. La idea de hacer perecer en el fuego ese asiento maldito es una de las ocurrencias más acertadas del desenlace. Evidentemente, deja con un palmo de narices a todos aquellos cuyo interés radicaba únicamente en saber quién se sentaría en él. Pero si se quería que la historia culminara con un cierto poso de acabamiento, la aniquilación del símbolo de la opresión era un paso obligado. Toda modélica Transición quedaba excluida en un ambiente tan extraordinariamente viciado. En las mismas condiciones, cualquiera que hubiese ocupado el sillón como tal habría terminado provocando resultados predecibles. Todo habría vuelto a empezar, la rueda giraría eternamente, y solo cambiarían quienes detentan las posiciones más altas. En la parte de abajo seguirían pisoteados y escarnecidos los de siempre. Se imponía una auténtica ruptura democrática con el régimen anterior.

No quiero cerrar este tema sin dedicar unas líneas a la escena cenital del final de Daenerys de la Tormenta. Jon Nieve la asesina en medio de un profundo desgarro interior, de una conflagración donde chocan el amor que siente por ella y la urgencia de librar al pueblo de la próxima tirana. Doblado además por el hecho de ser tía y sobrino, según la enrevesada genealogía de los Siete Reinos, ese conflicto no deja de traer a la mente otro de la Antigüedad clásica. Cuenta Suetonio en De vita Caeserum que al ver César que Bruto se abalanzaba sobre él, puñal en mano, exclamó: «¿Tú también, hijo mío?». Sea cual fuere su parentesco real, el enfrentamiento entre el afecto personal y la convicción del deber hacia la colectividad tuvo que angustiar seriamente al joven. Recordemos las reflexiones que Shakespeare pone en su boca. «Como César me quiso, yo le lloro, como fue afortunado, yo me alegro, como era valeroso, le honro, pero como era ambicioso, le maté» (Julio César). Sin entrar por supuesto en comparaciones cualitativas (Shakespeare es una de mis debilidades), las palabras que Jon Nieve pronuncia al apuñalar a Khaleesi mientras la besa revelan sentimientos encontrados similares. «Eres mi reina ahora y siempre» es el testimonio del fuego que devora en ese momento su ánimo escindido. Juego de tronos es una magnifica parábola sobre el Poder, sus atributos, sus postulados y paradigmas, y en particular sobre la lucha por alcanzarlo, consolidarlo y conservarlo, sobre la gloria y la caída, la victoria y la muerte. Muestra cómo los combates se libran invariablemente encima de un laberinto de ciénagas, lodazales y túneles que disimulan la pestilencia de sus subproductos, la sangre y las heces.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca y ha dedicado varias décadas a la enseñanza.

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