/ El norte / Eugenio Fuentes /
Cuando la soledad, un sentimiento, no habita en una cabeza sino en las líneas de un texto, su pulsión magmática y desdibujada ha pasado a cristalizarse en un lenguaje que define sus contornos y colorea sus entresijos. Da igual que los ritmos y el léxico sean manejados con maestría o torpeza. El dibujo, mostrenco o grácil, preciso o diluido en el barullo de la frase hecha, quedará fijado en la página hasta que el lector lo descifre. Será entonces cuando el texto adquiera una nueva condición: la de cristal fragmentado en tantos añicos como lectores haya tenido. Estos añicos tienen, entre otras, dos curiosas cualidades. La primera estriba en que cada uno de ellos contiene solo una porción del texto, que sin embargo es percibida como su totalidad aunque no sea poco lo que se pierda en cada lectura. De ahí la utilidad de las relecturas. La segunda radica en que cada una de esas supuestas totalidades difiere de las demás, al igual que la valoración que se le adjudica, y lo hace en función de la pericia lectora de cada individuo. Este atributo, enfáticamente negado por los más orgullosos de sus huérfanos, es inherente al carácter iniciático de la experiencia literaria y su ausencia restringe el goce lector al campo de las producciones industriales.
Las cuatro soledades textuales que se reseñan en este artículo serán, pues, más apreciadas cuanto más avezado sea el lector. Y no lo serán por la intensidad del sentimiento expuesto —un trampantojo— sino por la capacidad de construirlo que poseen las palabras que las conforman. Así, los monólogos de Tres truenos quintaesencian la maestría de la joven Marina Closs para modelar vidas aisladas mediante unos lenguajes, llámenlos voces si prefieren, nacidos del aislamiento. Sin embargo, Sola, de Carlota Gurt, recurre al lenguaje culto de la clase media ilustrada para, desde la subjetividad absoluta de la primera persona, narrar la metamorfosis de quien busca un aislamiento fértil y desemboca en una soledad feroz. El caso de la francesa Julie Deck es muy otro, ya que en El triángulo de invierno utiliza la palabra, precisa y despojada, con un doble fin: explorar el extrañamiento al que obliga la impostura y, a la vez, tratar de confundir al lector para que siga pistas que tal vez se revelen falsas.
En cuanto al memorialismo de May Sarton en Diario de una soledad, presenta rasgos paradójicos que lo diferencian de los otros tres textos. Por un lado, el sujeto autoral se trata a sí mismo como objeto de su escritura, lo cual induce al lector a aceptar que la veracidad del texto es elevada. No obstante, la autora, poeta y novelista tiene la potestad y la capacidad de mentir, de igual modo que no puede evitar mentirse a sí misma en algunos casos, quizá en muchos. Nunca se sabrá. En cambio, el texto de una novela es totalmente veraz, porque el autor jamás miente. No puede. Lo que escribe pasa a ser verdad por el mero hecho de estar escrito. Como mucho puede engañar al lector para entretenerlo, pero a la postre se verá obligado a dar pistas que permitan desnudar el embeleco, a menos que sea un zoquete o haya optado por escribir un texto resueltamente ambiguo. Lo escrito se convierte pues en el único ente real, aunque el autor sabrá que, por mucha pericia que tenga, solo habrá logrado aproximar sus oraciones a las nebulosas de significado que, como simples posibilidades, desfilaban por su cabeza mientras escribía. Llámenlo la faz cuántica de la literatura, ausente del lenguaje instrumental de las narraciones industriales, donde el peso recae sobre una trama que el texto tiene la misión de engordar hasta convertirla en novela.
En fin, de Closs a Sarton, he aquí cuatro aproximaciones a la soledad a través de cuatro tipos de lenguaje literario bien diferenciados.

Tormentas a cañonazos
Virginidad, paciencia y amor verdadero han venido siendo durante siglos tres de los ornatos exigidos a las mujeres como garantía de que resultarán buenas esposas. Tal vez por eso la narradora argentina Marina Closs (1990) ha incluido esas virtudes, tan pecuarias como teologales, en los títulos de los monólogos que componen Tres truenos, un cañonazo demoledor contra un modo de ser mujer del que Closs reniega. Como lo hace con inmensa inteligencia literaria, y como no hay trueno sin rayo, los estruendos se originan en tres esclarecedoras descargas que vuelven los ornatos del revés. Y así, la añoranza de la virginidad conduce al rechazo de la maternidad, la paciencia desemboca en la aceptación del incesto, y el amor verdadero se traduce en un glorioso orgasmo con asfixia, regado con fluidos vesicales y santificado por la mismísima Virgen.
Todo lo anterior podría quedar en un meritorio ejercicio para desafiar al macho si no fuera porque constituye el nervio conceptual de dos historias de soledad profunda. Dos monólogos que explotan en un tercero, más breve, en el que el aislamiento se suaviza con humor y sexo, a veces bajo la tutela de un ejército de willis, esas fantasmagóricas vírgenes blancas consagradas a vengar agravios masculinos en la mitología eslava. Aun así, estas precisiones siguen sin dar plena cuenta de la grandeza de Tres truenos. Una narración, se dice más arriba, no es más que sus palabras. Y es aquí, en la sutil elección de las palabras, donde alcanza la excelencia Marina Closs, quien, por cierto, asegura que el ritmo es la fuerza motriz que le permite ir secretando sus historias. Y llegar al lector.
Porque la soledad de Vera Pepa, la guaraní que añora ser virgen tras ser expulsada de su comunidad por haber parido gemelos, y por tanto delatar su condición de adúltera, se modela en su dificultad para expresarse en castellano. Y la vapuleada paciencia de Demut, la joven que llegó de Alemania unida a su incestuoso hermano, se expresa en la insólita lengua de quien se comunica por tanteos sintácticos y léxicos. Y hasta Adriana, la estudiante ávida de amor que borda el vestuario de Giselle para una compañía de ballet, sufre a menudo dificultades para hablar. Su lengua materna es el castellano, en el que escribe textos cristalinos, pero su carácter reservado la impele a callar. Estos tres límites abren a Closs, imitadora del modernismo anglosajón en sus primerísimos pasos literarios, otras tantas vías para experimentar con el lenguaje sin dejar de ser sangrantemente clara. Letal.

Marina Closs
Tránsito, 2021
158 páginas
15,50 €

Asomada al borde de la vida
A veces se mide mal el riesgo de una apuesta. Es lo que le ocurre a la protagonista de Sola, la primera novela de la barcelonesa Carlota Gurt, de quien ya conocíamos el libro de relatos Cabalgar toda la noche (Navona, 2020). Gurt, que escribe en catalán y ha sido traducida por Palmira Feixas, arranca su historia cuando una mujer de 42 años recién despedida de una editorial se marcha al bosque, a la masía de su infancia, para tratar de escribir una novela. La mujer, que comparte con Gurt rasgos como la edad o la voluntad de poner en pie su primera narración larga, atraviesa una crisis de pareja y persigue en vano quedarse embarazada. En suma, está varada y busca una salida a través del aislamiento. Lo que no imagina es cómo el decurso de los 185 días que, en forma de cuenta atrás, estructuran la novela irá oscureciendo ese aislamiento hasta sumirla en una completa soledad metamórfica.
Sola está narrada en una primera persona a la que Gurt es escrupulosamente fiel, lo cual genera una férrea subjetividad, muy opresiva e intrigante. La novela goza, además, de la prosa rica, sólida y directa que en 2019 convirtió Cabalgar toda la noche en una seria revelación de la literatura catalana. Con esa prosa, que se sirve de la metáfora pura para ampliar el campo de la narración y rehúye los pesados circunloquios de la imagen comparativa, Gurt construye un poderoso edificio de pensamientos y emociones, muy atento a la naturaleza, al cuerpo femenino, al doble filo de la maternidad o al veneno de las pequeñas sociedades cerradas sobre sí mismas. El resultado es un artefacto que, y no es recurso de hoja promocional, se adhiere al lector y lo zambulle en un singular viaje lingüístico: el que se inicia con los primeros pasos de una novela incierta y concluye en el esbozo de una leyenda terrorífica que no figuraba ni en sombras en la apuesta primitiva.

Carlota Gurt
Libros del Asteroide, 2021
376 páginas
18,95 €

La opresión de la impostura
No es necesario volverse una arborícola desnortada para apurar la soledad hasta el último trago. Los astrónomos llaman Triángulo de Invierno a la brillante figura, más o menos equilátera, que forman las estrellas Sirio, Procyon y Betelgeuse. Las dos primeras, que prestan su nombre a cruceros turísticos de suertes dispares, brillan en las líneas de El triángulo de invierno, la equívoca, inquietante y sombría segunda novela (2014) de la parisina Julia Deck: una autora cuya atracción por las chicas malas de apariencia normal ya conocíamos desde su debut literario, Viviane Elisabeth Fauville. El título fue editado en Francia por las prestigiosas Éditions de Minuit y traducido al castellano por la argentina Eterna Cadencia en 2019.
Deck se sirve de tres triángulos (la figura astral que tutela el volumen, tres ciudades portuarias galas y un trío de personajes) para mover a su antojo al lector por unas páginas en las que excava un laberinto de espejismos. Aunque, como se intuye más arriba, las tríadas viran pronto a duplas. Solo a dos de los puertos se les arrebató la tridimensionalidad para librarlos de los nazis y solo dos componentes del trío, las mujeres, tienen o apuntan entidad. El hombre es el frontón en el que, al rebotar, se dibujan. Descubrirán a la que solo apunta al abordar la página precisa. La otra, la protagonista, es una joven solitaria, bella, seductora e iletrada que, harta de encadenar trabajos temporales con horizonte de hastío, adopta la identidad de una novelista ficticia imaginada por Rohmer para una película. Y así, desbordada por su ignorancia, convencida de que armar una frase no es más difícil que vender una batidora, comienza a hundirse en una aniquiladora soledad. La de quien no puede compartir con nadie su secreto y, además, tiene prohibidas las distancias cortas. Porque, de cerca, la torpeza de todos sus lenguajes, menos uno, proclama a voces su impostura.

Julia Deck
Eterna Cadencia, 2021
134 páginas
13,90 €

La escritura serena, remanso de la herida
Aunque May Sarton tituló Diario de una soledad el volumen de 1973 en el que, de otoño a otoño, daba cuenta de doce meses de su vida, lo suyo era más bien un aislamiento imperfecto. Ocurre, eso sí, que a diferencia de la protagonista de Sola, el distanciamiento del mundo no se le rebela a Sarton como soledad mutágena. Quienes hayan leído Anhelo de raíces (1968; Gallo Nero, 2020) saben bien que, a mediados de la década de 1950, la escritora estadounidense se instaló en una mansión dieciochesca del pueblo de Nelson (Nuevo Hampshire) y la fue amoldando a sus gustos hasta gozarla como un remanso de paz y belleza. Fue allí donde la poeta y novelista (1912-1995), emblema a su pesar de la literatura lésbica desde que en 1965 publicó Mrs. Stevens hears the mermaids singing, inició una espléndida obra memorialística que, al cabo, ha sido la que le ha valido los mayores reconocimientos.
Sarton es fuente de una prosa fluida y muy rica en matices con la que aborda por igual el autoanálisis, la observación de la Naturaleza, las ocasionales referencias a otros autores y los saltos, bien medidos, hacia estratos simbólicos. La fusión de esas habilidades e intereses le permite alimentar con sus intensas pulsiones vitales un texto marcado, sin embargo, por la serenidad. Diario de una soledad es, en efecto, un acogedor capullo lingüístico que actúa de antídoto contra un rasgo de su personalidad que Sarton había ocultado a los lectores de Anhelo de raíces: la angustia. Víctima de bruscos cambios de humor, de alegrías extremas e iras imprevistas bien conocidas por sus amigos, la autora no vivió tiempos fáciles para las mujeres que aman a mujeres. Diagnosticada como depresiva, su intención al alejarse del mundo era evitar choques con sus semejantes y, a la vez, en un intento de entenderse, estrellarse consigo misma sin cinturón de seguridad. Curiosamente, de esas colisiones nacen párrafos apacibles que, además de ser un regalo para el lector, procuraron a May Sarton numerosísimos, aunque efímeros, momentos de sosiego. Un codiciado estado de ánimo que solo alcanzaba mediante la escritura, el cuidado de las plantas y la atención a sus animales. Toda una clásica.

May Sarton
Gallo Nero, 2021
214 páginas
18,50 €

Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.
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