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Que el toro muera con clase

La tauromaquia, razona acá Víctor Muiña, debe desaparecer, pero con ella lo hará «un pequeño mundo poblado por gentes diversas». El toro «debe morir con clase: nada para el señorito de la dehesa, todo para el jornalero bravío».

/ por Víctor Muiña Fano /

Hace un tiempo, un vídeo de la agonía de un toro con una pata rota en la plaza del Bibio de Gijón estuvo a punto de acabar con la feria taurina de la ciudad. Duró unos años más, hasta que este mismo verano los propios ganaderos le pusieron la puntilla llamando a dos de sus animales Feminista y Nigeriano. Finalmente, hace tan solo unos días, miles de usuarios llamaron al boicot de Movistar+ por el mantenimiento de un canal de pago dedicado a la tauromaquia. Se gritaron los preceptivos «¡liberticidio» y «¡cancelación!», pero no importa. El canal acabará cayendo y después lo hará la propia fiesta nacional: el toro muere poco a poco, como la llama de una vela bajo el cristal de la tradición. Sin embargo, junto a él desaparece también un pequeño mundo poblado por gentes diversas. Por eso, el toro debe morir con clase: nada para el señorito de la dehesa, todo para el jornalero bravío.

En realidad, la fatiga de la fiesta nacional viene de lejos. Está relacionada con profundos cambios culturales y contrapuestos a los intereses económicos de unos pocos: la creciente politización de la tauromaquia, símbolo de una cierta concepción nacional, es el instrumento empleado por empresarios y ganaderos para mantener un negocio deficitario. Ya hace tiempo que la fachada de su chiringuito no resiste el asedio de la concepción contemporánea de la vida animal. La fatiga del toro, por tanto, viene de atrás; pero el último tercio de su faena lleva la marca de un fenómeno reciente. La definitiva decadencia de la tauromaquia tiene que ver, también, con la fragmentación del mercado mediático y la irrupción de las redes sociales.

El toreo superó con aparente facilidad los años ochenta y noventa. Aquel fue un periodo de profundas transformaciones, pero en el que todo el mundo tenía algo mejor de lo que preocuparse. Los toros tenían crónicas en los periódicos y programas propios en radio y televisión. Sin embargo, lo verdaderamente importante es que salían incluso en el telediario y José Ramón de la Morena saludaba en directo a Antoñete mientras un millón de personas esperaba el debate de turno sobre el último Barça-Madrid. La clave no era la presencia mediática de los toros, que era importante (y seguiría siéndolo durante un tiempo), sino el peculiar relato de la tauromaquia que a través de ella se construía: no veíamos los fiascos ni existían las imágenes lamentables; no escuchábamos los bramidos ni sabíamos que, demasiadas veces, algún pobre diablo asestaba decenas de puñaladas en la nuca de un animal. No había sufrimiento, solo virilidad. Aquella narración quizá ya no apelaba a las nuevas generaciones, pero siguió siendo monolítica hasta que aparecieron las cadenas de televisión privadas. Un tiempo después, el discurso hegemónico sobre el toro estalló con la irrupción de las redes sociales. En poco tiempo, los olés y las palmas fueron sustituidos por las imágenes terribles que desfilan por nuestras pantallas. En cuanto lo miramos, el toro hincó la rodilla. Y aunque todavía cornea, se acerca el momento de darle una muerte digna.

No conozco en profundidad el sector de la tauromaquia. No me hace falta conocerlo para estar seguro de que, como en todos, en él hay precarios para los que la desaparición de las corridas no significaría solo la de su puesto de trabajo, sino la de su propia forma de vida. El toro de lidia es meseteño, pasta allí donde el tamaño de las parcelas alcanza el latifundio de los grandes propietarios. Y, como siempre que el campo y lo rural son un factor de la ecuación, bajo esa clave de bóveda se desparrama un tejido económico plagado de actores secundarios: el mayoral que pasa la vida entre animales, el veterinario, los transportistas, el periodista especializado, incluso el carnicero. Todos ellos viven lejos del torero-tertuliano que coloca el mensaje de la derecha populista en prime time, pero cada plaza cerrada reduce sus márgenes y les sume en la incertidumbre. Para alcanzar el hito cultural (de un valor intrínseco) que supondrá la prohibición del toreo en toda España, debemos tener perspectiva de clase. No solo es la única forma justa de acabar con una actividad que nos avergüenza. También será la más rápida.

Otra clave en este proceso será la territorial. Este renglón no deja de ser uno más en uno de los capítulos más importantes de la historia reciente de nuestro país: desde las ciudades (son las que empezaron a prohibir la actividad) y las generaciones más conectadas con el mundo llegan flujos culturales que afectan a una vieja España que se vacía poco a poco. Y más allá de la articulación de necesarias medidas concretas, aquí, como en el párrafo anterior, se ha de imponer la absoluta prohibición de la condescendencia. La empatía y la búsqueda conjunta de la viabilidad económica es la única receta para esta victoria. En la resolución de estas pequeñas grandes batallas del siglo XXI nos jugamos que una parte de España siga conectada a la idea del progreso.

IMAGEN DE PORTADA: Corrida de toros. Picador herido, de Mariano Fortuny (c. 1867)


Víctor Muiña Fano (Gijón, 1983) es profesor de historia y en 2013 comenzó a escribir en la revista cultural Neville. Desde entonces, ha colaborado con medios como El Comercio, A QuemarropaAsturias24 La Voz de Asturias. Desde 2014 dirige La Soga, una revista digital guiada por el libre albedrío cultural, que cree que un mismo camino une la alta cultura y la cultura popular; que es posible leer a Dostoyevski después de ver un partido de fútbol; que se puede debatir acerca de los poderes de Superman o el último pleno del Congreso de los Diputados y terminar recordando los dudosos métodos policiales de Jimmy McNulty.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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