/ un relato de Josemanuel Ferrández Verdú /
Al despertar, Lola me dijo que había soñado con un sitio a la orilla del mar donde había dos hombres, que iban en una barca. Yo estaba despierto, así que, al oír su relato, creí que me había vuelto a dormir. Después del desayuno, al ir a coger el coche, comprobé con asombro que había desaparecido una de las puertas. Hubo un silencio. ¿Para qué querría alguien una puerta abollada?
—¿Qué ha pasado? —dijo Lola al llegar.
—Mira —le dije.
—¿Qué quieres que mire? ¿Dónde está la puerta?
—No lo sé.
—No me digas que se ha evaporado.
Subí al coche y lo puse en marcha. Ella subió por el lado donde no había puerta. El lugar a donde íbamos estaba cerca de la playa. Con cuidado fui conduciendo entre arbustos y aguas estancadas. Llegamos a una zona firme donde estaba la casa de una planta. Nos costó llegar hasta la misma puerta, pero al fin dimos con un camino que rodeaba el edificio.
—¿Crees que habrá alguien? —dije.
—No lo sé.
—La puerta está cerrada.
—Eso parece —dijo Lola.
—Será mejor que esperemos.
Estuvimos un rato dentro del coche, hasta que vimos llegar a alguien.
—¡Hombre! ¡Aguado! —dijo Lola al verle la cara. Tenía unos cuarenta años, iba bien vestido y parecía tranquilo. Luego entramos en la casa donde el abogado nos recibió.
—Estos son mis amigos.
El abogado ultimaba entre sus papeles algún asunto. Luego salí a dar un paseo. Un rebaño de cabras apareció por un camino, conducido por una pareja de pastores. Se detuvo cerca de la casa, donde las cabras se entretuvieron mordisqueando los arbustos que crecían en los márgenes del camino. Luego el matrimonio de pastores entró al despacho del abogado.
Yo esperé mientras observaba las cabras. Al cabo de unos minutos entré en la casa.
Alrededor de la mesa del abogado se hallaban el matrimonio de pastores y Trino, que al parecer había llegado mientras yo estaba fuera, y Lola, los cuales discutían por algo relacionado con los derechos de autor de Trino.
—Estos señores dicen ser los dueños de esa canción —dijo el abogado, refiriéndose a los pastores.
—Eso es imposible —dijo Trino—. Estos señores son testigos de que yo compuse esa canción hace varios años —y nos señaló a Lola y a mí.
El abogado nos miró, pero no dijo nada.
—Además de ustedes se halla implicada en el litigio la firma Musical Rodríguez, cuyos intereses son representados por el Sr. Aguado, aquí presente.
Todos miramos a Aguado, quien junto a la ventana nos hizo un gesto que podía significar cualquier cosa.
—Mire usted —dijo la mujer de las cabras, de nombre Afrodita—, mi esposo y yo somos pobres y no hemos estudiado. Pero le aseguro que esa canción nos pertenece.
En un gran tazón que había sobre la mesa rústica, el dueño de las cabras comía sopas de leche con pan, mientras discutíamos los pormenores del asunto. Dijo Trino:
—No digan más tonterías. Me van a volver loco. Estoy enfermo y no puedo salir de casa. He tenido que dejar a mi mujer en la cama con fiebre para venir a escuchar estas calamidades. Por favor, seamos objetivos.
El abogado revolvía entre los papeles buscando algo. Fatalmente, no lo encontraba. Aguado se había vuelto hacia la ventana y observaba el melancólico paisaje que se extendía hasta el horizonte. Entonces entró Antonio. Venía sudoroso y con manchas de pintura en el rostro y en las manos.
—Ya he pintado la barca —dijo, dirigiéndose a Trino—. ¿Vienes?
Trino se levantó de la silla y dejó la reunión, no sin invocar por última vez a la sensatez. Luego salió con Antonio y se alejaron de la casa hacia el mar.
Cuando el matrimonio de pastores vio que Trino había abandonado la reunión para ir a navegar en compañía de Antonio, comprendió que los derechos de autor de la canción titulada «La barca» estaban a punto de naufragar. El marido terminó el tazón de sopas y después de desear los buenos días se fue con su mujer. Recogieron el rebaño, que a esas horas se había esparcido alrededor de la casa, y se largaron.
La vivienda de los pastores estaba entre dos colinas. Llegué casi de noche, cuando ya habían recogido el rebaño. La puerta de mi coche estaba apoyada contra la pared de la casa.
—¿Qué pasó exactamente con esa canción? —dije.
—Mi marido y yo estábamos en el campo cuando él empezó a cantar. Las discográficas querían hacer su agosto y un día apareció Trino, que venía de París, donde había hablado con Brancusi, pero yo le dije que no conocíamos a Brancusi, y él nos habló de que había hecho una función de teatro en la que dos vagabundos están esperando a otro.
—Lo más sorprendente es la coincidencia de la letra y la música —dije—. Es mucha casualidad que dos personas canten la misma copla. Por cierto, esa puerta es mía.
—¿Qué? —dijo de pronto el hombre saliendo de su mutismo.
—Lo que oye. Es la puerta de mi coche. Pero ya no la necesito.
—Compréndalo, somos pobres y tenemos que ayudarnos con algo…
—Está bien, pero lo de la canción no depende de mí: es un asunto de los tribunales y al juez le corresponde decidir. Yo solo he venido a comprobar la letra. Quiero saber si es la misma o hay alguna diferencia.
Sacaron una carpeta llena de facturas, escrituras notariales y papeles, algunos de ellos con poemas escritos a mano. De la carpeta sacó una cuartilla con esta canción:
La barca. Canción
Recuerdo cuando íbamos en la barca
Yo remaba con un solo remo
Tú con el otro
Entonces la barca volaba…
Boga la barca ligera
Sobre las olas del mar… etcétera
—Parece que se refiere a una barca.
—Hace ya muchos años —dijo el hombre—, tuve un asunto en una barca, siendo todavía muy joven, antes de conocer a Afrodita —y la miró—, pero había olvidado aquello. Una noche fui a pasear por la playa. A la mañana siguiente estuve cantando toda la mañana esa copla.
—Es curioso —dije—, pero Trino dice lo mismo. Él también estuvo en una barca con alguien. Luego se le ocurrió la canción. De hecho, aún tiene la barca donde pasó aquello. Y está dirigiendo una función de teatro que utiliza la barca como escenario, y por eso ha ido con Antonio, que también tiene un papel en la obra. No sé si recuerdan el día que estuvimos con el abogado, porque ese día estuvieron ensayando.
—No entiendo nada de lo que dice. Trino estuvo en París hace años. Lo sé porque somos familia lejana. En una ocasión le dijeron que Greta Garbo estaba allí abajo y se armó un alboroto: todos querían verla. Algunas veces pienso que la canción es suya, pero luego me doy cuenta de que yo mismo no tuve nada que ver con ésa música, sino que me vino sola, pero ¿cómo la voy a copiar de Trino, si ni siquiera he hablado nunca con él?
Después de hablar con los pastores, estuve unos días enfermo, sin pensar en barcas ni en canciones. Cuando volví a ver a Trino fue en casa de un amigo. Hablaba de Paco, con quien estuvo a punto de que lo tomaran por maricón una noche en Córdoba, cuando iban paseando por la calle y los paró la Guardia Civil. Como habían estado meando en plena calle, la Benemérita pensó que eran invertidos, pero al final Trino les enseñó un documento en el que decía que no lo era y que había estudiado en el extranjero.
Para estrenar la obra de teatro, Trino contrató a Lola Montes, con quien prosiguió los ensayos en un teatro situado detrás de la Catedral.
*Historia de Trino contada por él mismo*
Hace tres meses fui hecho prisionero por robar en una confitería. Estaba dirigiendo una obra de Pinter. Lola Montes era la primera actriz y un sujeto de gabardina subió al escenario durante uno de los ensayos. En aquel momento Lola estaba diciendo:
—¡Rómpanse los muros de piedra y las avenidas y los estanques!
Al hacer una pausa para un sollozo, el policía dijo a bocajarro:
—¿Quién es el Sr. Trives?
Lola se volvió hacia el intruso y le clavó los ojos.
—¿Sabes, Trino? Es que me da miedo que me interrumpan.
Me volví hacia el hombre y le expresé mi más completa desaprobación.
—Caballero, si no le interesa Pinter, márchese y déjenos trabajar en paz. Esta dama de aquí —dije señalando a Lola— es la protagonista de la pieza intitulada El mundo, debe hacerse cargo.
—Lo siento —dijo el policía—. Mi propósito no ha sido el de entorpecer el sendero del Arte. Más modesta y menos universal es la misión que traigo (B).
Lola se echó a reír ante aquellas palabras.
—¡Cógeme, Trino, que me caigo! Ja, ja. ¿Es que no sabe hablar como todo el mundo?
El hombre se puso rojo, con el sombrero en las manos no acertaba a tenerlo quieto hasta que se le cayó y fue rodando hasta los pies de la diva. Esta lo aplastó de un pisotón. Luego miró al policía con aires de triunfo, como quien acabara de pisar el sombrero de un enemigo de siglos.
Después de recoger su sombrero, el detective me entregó un papel firmado por el alcalde en el que se me acusaba de haber robado 4 gominolas de fresa, 5 nubes y 2 huevos fritos de una confitería que había junto al teatro.
No podía creer lo que estaba leyendo ensimismado.
—Pero, querido, ¿es que alguien se te ha declarado? —dijo Lola.
—Aquí debe de existir algún malentendido —dije—. ¡Bueno, ya está bien por hoy! ¡Que todo el mundo se vaya a su casa a descansar!
Todos dejaron lo que estaban haciendo y se largaron con viento fresco.
—Será mejor que te vayas a casa —le dije a Lola—. Ya te llamaré. Primero tengo que aclarar el asunto este de los caramelos.
—No seas ridículo, ¿crees que me vas a convencer con eso?
—¿Con qué?
—Pues no sé —dijo moviendo las manos—. Con todo eso de los dulces, qué se yo.
Me acerqué a ella y la besé.
—Para mí no hay más dulces que estos. El lío de los caramelos es un invento de alguien que me tiene manía. Voy a aclararlo y luego pasaré por tu casa. Espérame como solo tú sabes hacerlo.
Lola siguió dándose retoques al pelo mientras el agente y yo salíamos por el patio de butacas. Cuando íbamos a abrir la puerta nos gritó desde el escenario:
—¿Y no me ofreciste ninguno?
Yo me volví perplejo.
En la comisaría había otros detectives y algún delincuente o borracho espatarrados sobre sillas y dormidos encima de mesas llenas de papeles y restos de comida. El detective me dijo que había un testigo ocular, por lo que fui declarado culpable y encerrado en un calabozo donde también había un director de cine, un par de guionistas, dos productores ejecutivos, un director de fotografía A.S.C. y dos montadores que jugaban una partida de póquer.
Como los conocía a casi todos, enseguida entablamos una animada conversación de política, de fútbol, de cine, de literatura e incluso contamos algunos chistes.
Para poder asistir al juicio, el juez me había enviado a su peluquero personal para afeitarme. Pero convencí al peluquero judicial de que me hiciera un peinado al último grito, lo cual sedujo irremediablemente al juez, quien me concedió la libertad a condición de que celebráramos los ensayos en el entorno de la catedral, a ser posible en el mismo claustro. Hubo que adaptarlo para representar allí la obra, pero una tarde, al acabar los ensayos, descubrí por casualidad que Lola había quedado citada con el peluquero en un bar situado detrás de la catedral, llamado el Monaguillo. Lola besaba al peluquero con pasión. Me acerqué hasta ellos e interpelé a la diva.
—¿No crees que me debes una explicación?
—Una no, muchas —dijo Lola.
—¿Por qué este hombre y no otro?
—Tú no te preocupes, que todo se andará.
—Pero esto es un atraco. ¿Es que no sabes que soy tu director?
—Pero yo soy una diva, que aún es más.
—Como diva no tienes precio, pero me estás engañando con este peluquero.
—De eso ni hablar: es el peluquero el que te está engañando conmigo
—¿Cómo? ¿Él?
—Así es, me lo ha dicho todo.
Yo miré al peluquero.
—¿Qué es lo que oigo?
—La pura verdad. Te he engañado. Con Lola.
—No me lo creo, mientes, no has podido engañarme, porque ella me ama más que tú, ¡idiota!
—Jamás podrá quererte tanto como yo te he querido. Tu cabello es una maravilla y estoy seguro de amarlo.
—Piensa bien lo que dices o te voy a denunciar.
—Entonces, denúnciame a mí también —dijo Lola.
Al final nos fuimos los tres a dar una vuelta con un guionista.
*Fin de la historia de Trino contada por él mismo*
Lola Montes llegó un viernes por la mañana cuando Trino estaba jugando una partida de póquer con varios actores. Luego se encerraron juntos en el camerino de ella y se les oyó cantar varias veces hasta que Trino atacó la música que le discutía el matrimonio de pastores. Cuando salieron del cuarto, estaban exultantes. Por lo visto, había convencido a la diva para que se apuntara a los ensayos en la barca, junto con Antonio. A partir de entonces se les podía ver a los tres embarcarse en aquel cascarón que estaba amarrado en un embarcadero frente a la casa del abogado, en una bahía desierta donde solo había algunas palmeras salvajes y varios edificios modernistas, casi en ruinas. Frente a la playa, a unos trescientos metros de la orilla, había un islote con los restos de un balneario. Tenía una torre redonda y algunas habitaciones en la planta baja.
Al cabo de poco tiempo comenzaron los ensayos.
—La historia es bien sencilla —dijo Trino—. Se trata de un delincuente que no sabe que en el fondo de sí mismo, en realidad, hay un filólogo reprimido. Su vida transcurre sencilla y apacible entre asesinatos y tráfico de mujeres, drogas y extorsiones, secuestros, estupros, exabruptos, etcétera, pero su alma se siente irreprimiblemente atraída hacia los seductores y peligrosos placeres de la filología. Cada vez que ve un libro, el corazón le da un vuelco y se pone a temblar de emoción. La rutina diaria lo mantiene entretenido disparando y dando mandobles a diestro y siniestro. Un buen día, sin embargo, conoce a una maestra joven y no muy agraciada que le hace una pregunta que lo deja pensativo.
—¿Qué pregunta le hace? —dijo Antonio.
—¿Tú sabes leer? —dijo Trino.
—Claro que sé leer —contestó Antonio—. ¿Por qué lo preguntas?
—No lo pregunto yo, lo pregunta la maestra.
—¡Ah! Entonces, ¿es esa la famosa pregunta? Pues me parece un poco simple.
—¿Y qué quieres que pregunte si solo es una maestra joven? ¿Va a preguntarle acaso por el origen de las especies?
Mientras discutían los pormenores de la obra, llegaron a la isla y saltaron los tres a tierra. A unos cincuenta metros de la orilla estaban los baños. Como eran de propiedad privada, Trino se encargó de alquilarlos a bajo precio, dado su estado casi ruinoso. Al abrir la puerta de madera, esta chirrió. Había una habitación bastante grande con chimenea y viejos sillones de mimbre.
Aunque la casa no tenía demasiadas comodidades, se instalaron de cualquier manera y pronto comenzaron los ensayos detrás de la casa, entre los árboles.
El personaje principal lo interpretaba Lola Montes, quien hace de la amante del criminal filólogo. Esta conoce su secreto, pero tiene plena confianza en que aprobará los exámenes de septiembre. En junio no se ha podido presentar, ya que tenía que asesinar a unos cuantos individuos. Están debajo del eucaliptus ambos amantes en un momento de gran intensidad erótica cuando al mirar hacia arriba descubren con estupor que la pareja de ancianos que disputan los derechos de autor a Trino se hallan encaramados en una de las ramas más gruesas del frondoso árbol y desde allí los observan evolucionar en su representación teatral.
—¿Se puede saber que hacen ustedes ahí arriba? —les interroga Lola.
—No me gusta esa función, es bastante mala —dijo la mujer Afrodita.
Entonces llegó Trino vestido de director de escena. Pero no vio a los ancianos arriba del árbol y se dirigió a Lola.
—Querida, veo que ya comienzas a hablar tú sola con el altísimo.
—No es el altísimo, son ellos, los de tu copla, míralos.
Trino los vio encaramados.
—¡Esa no es la función! —dijo el viejo.
Trino estaba horrorizado viendo a la pareja aferrada a una gruesa rama y espiando los ensayos.
—Más vale que bajen de ese árbol.
—Eso nunca, hasta que hagáis la función auténtica.
—No quiero discutir eso ahora. Esta obra la vamos a ensayar junto a la Catedral, ¿qué más quiere?
—¿Pero entonces?
—Ni pero entonces ni nada —dijo Lola.
—Está bien —dijo Sócrates, que así se llamaba el viejo—. Entonces nos veremos en los tribunales.
La función del filólogo asesino fue un éxito, porque al final el protagonista, que se llamaba Juanito, es nombrado doctor honoris causa por la universidad de Baltimore y aprovecha el acto académico para asesinar con una metralleta a todo el jurado que le había otorgado el título. Después considera aconsejable huir al extranjero, donde obtiene un puesto de profesor adjunto en una famosa universidad de Manchuria.
El pastor puso una demanda a Trino y el juez exigió a este último una demostración de su autoría. Pero solo una persona había sido testigo del nacimiento de la canción y esa persona vivía en el desierto del Gobi y era la destinataria de la canción, un amor de juventud de Trino que luego se hizo taoísta y decidió aislarse del resto del mundo. Aunque Trino le había escrito infinidad de cartas en los años subsiguientes a su idilio, al parecer dichas cartas se extraviaron en las estepas de Asia central.
—Tenemos que ir —dijo Trino.
—¿A dónde? —Lola Montes lo miró desde la mecedora.
—A Gobi.
—¿Gobi? ¿Se puede saber qué es eso de Gobi?
—Un desierto.
—¿Es que te has vuelto loco ahora, cariño? Después de tantos años, ¡qué desgracia!
—Se trata de la canción. Ella fue testigo y, si no lo dice, me quitarán los derechos.
—Te refieres a tu antiguo amor, ¿no? ¿Y acaso pretendes que yo te acompañe para volver a verla? ¿Es que eres tonto?
—Si tú no vienes, iré yo solo. Lo único que quiero es su testimonio, aunque sea por escrito.
Buscar a alguien en Asia no es ninguna tontería, sobre todo si ese alguien ha decidido perderse.
Lola, mi mujer, aceptó encantada la invitación de Trino para acompañarlo, ya que era una fanática viajera y este viaje iba a ser su consagración como turista a nivel planetario.
El Transiberiano realiza el trayecto que une Moscú con Vladivostok, a unos 9300 km aproximadamente, atravesando completamente el continente asiático de un extremo a otro. Esto confiere a ese tren un carácter de algo más que de simple traslado, pues el viajero que completa el recorrido se transforma en un metaviajero, sobre todo si llega a la meta. No es posible hacer ese viaje sin consecuencias profundas. Lo tomamos en Moscú, en la Estación Pushkin. En el compartimiento íbamos nosotros tres, una mujer de unos cincuenta años pero muy bien conservada y un hombre joven con aspecto de espía de los tiempos de la guerra fría.
—Los domingos aumenta el tamaño de algunas cosas. Los descampados se hacen enormes y las paredes de los viejos almacenes tienden a crecer ilimitadamente —dijo Trino sin que nadie se lo preguntara.
—Me parece perfecto —fue la respuesta de Lola.
—¿De dónde ha sacado usted esa información, perdone que me entrometa? —el joven con aspecto de espía del KGB tenía un ligero acento gallego, pero hablaba el castellano muy bien.
—Del catálogo de hechos inútiles —dijo Trino con afectación.
—¿Es usted español? —dije.
—De Valença do Minho.
—Nosotros somos de Alicante —dijo Lola señalándonos a los tres.
—Eso es maravilloso —dijo el espía—. ¿Van ustedes muy lejos?
—A Gobi —dijo Trino.
—Espléndido. Yo voy a Mongolia, donde aún quedan infieles.
—¿Infieles a qué? —preguntó Trino.
—A la verdad.
—¿A qué verdad?
—A la verdad de Dios.
—¿No será usted cura?
—Soy confesor de infieles y voy a Mongolia a confesar a los mongoles. Esa gente peca a menudo y tengo permiso para confesarlos —y extrajo un papel de un portafolios donde iba expedido y sellado por el Papa el permiso para confesar a los mongoles.
—Tonterrías —dijo la mujer de 50 años, con fuerte acento prusiano y voz de contralto—. Los mongoles solo se confiesan con sus caballos, además no son de fiarrrrr.
—Pero un pecado siempre da gusto escucharlo —dijo Lola.
—Un pecado fabricado en la soledad arenosa de Gobi es mucho mejor que cualquier pecado en medio de la multitud —expuso Trino con un poco de acritud—. A mí me habría gustado ofender a todos los dioses debajo de alguna montaña gigantesca.
—Siempre has sido ambicioso, Trino —dijo Lola—. Es lo que me gusta de ti.
—Pero esa clase de pecados no conducen a nada, son absolutamente inútiles. Un pecado, para que sea válido a ojos de Dios, tiene que perjudicar a alguien. Entonces es cuando dios lo acoge en su seno. ¿Para qué querría esos pecados absurdos que no causan mal a nadie? Esos no tienen valor ni teológico ni ideológico —dijo el joven con aspecto de espía, que parecía entender mucho de estas cosas.
Poco a poco fuimos quedando dormidos todos hasta que, pasado un buen rato, nos despertó un estruendo fortísimo que parecía proceder de dentro del compartimento. Trino dio un salto en su asiento, saliendo bruscamente del sueño, y lo mismo hicimos Lola y yo. La mujer y el hombre que nos acompañaban tenían ambos un agujero en el pecho ocasionado por una bala de revólver, y cada uno de ellos un revolver cogido con la mano, todavía humeante. Al parecer, se habían matado mutuamente de un tiro al mismo tiempo, ya que iba uno frente al otro. Pronto acudieron el revisor y varios agentes secretos que viajaban de incógnito. Uno de ellos, que dijo representar al Politburó y que se hacía llamar Averchenko, tomó las riendas de la investigación. Nos obligaron a bajar del tren en el siguiente pueblo, que era una pequeña aldea a doscientos kilómetros de Omsk, perdida en medio de montañas y valles de una hermosura que sobrecogió a Trino y a Lola. El pueblo estaba a unos diez kilómetros de la estación y nos alojamos en una casa de madera que al parecer, albergó a Chéjov cuando este quiso veranear en serio.
Al otro día empezaron los interrogatorios, para lo que trajeron un intérprete que había estado en la guerra con las Brigadas Internacionales.
—¿Qué saben ustedes de los difuntos?
—Nada —dijimos.
—¿Están seguros?
—Totalmente.
—¿Y por qué iban todos juntos?
—Casualidades.
—¿Qué clase de casualidades?
—Las hay de muchas clases—dijo Trino—, pero todas son muy aburridas. Lo esencial del mundo no es lo que tiene de casual sino lo que tiene de premeditado. El azar es incapaz de producir dramas perfectos, solo absurdas coincidencias que a veces hacen llorar. Pero lo que tiene mala leche son los propósitos…
—A veces es interesante el azar. Por ejemplo, ustedes iban por azar juntos, pero me interesa saber adónde pretenden llegar y para qué.
—Vamos a entrevistarnos con una mujer que fue mi amante y que ahora vive en una cueva más allá de las montañas celestes.
El ruso parecía no creer nada de aquello.
—¿Y qué hace allí?
—Lo ignoro.
El policía nos miró otra vez.
Entonces vimos pasar al de Valença do Minho. Iba en camilla con unos guardianes, los cuales llevaban una especie de caja grande con una rejilla y dos agujeros laterales. Luego nos enteramos de que se trataba de un confesionario de campaña que se encajaba por la cabeza hasta el ombligo y dejaba los brazos libres para manosear al contrito y, caso de ser necesario, provocarle manualmente la contrición, cuando esta venía mal.
—Debe de ser una mujer muy rara —dijo el funcionario.
—No seré yo quien diga lo contrario —dijo Trino—. Tenemos un asunto importante que resolver con ella y no nos gustaría demorarnos demasiado.
Cuando logramos librarnos de la policía estalinista, fuimos en busca de alguien que nos guiara a través de la infinita extensión de Asia Central hasta dar con el paradero de la que era nuestro destino. Había un joven sentado en una piedra que nos contó la siguiente historia:
—Mi padre ejercía la magia en California y quiso que yo conociera algunos de sus secretos. Al acabar la escuela primaria, me envió al país de Shing, para que aprendiera a evadir los impuestos mediante la magia negra. Allí había un célebre mago que era capaz de convertir el dinero sucio en oro. Un amigo de mi padre llamado Asar el Asar era el jefe de una caravana que hacía la ruta del desierto, atravesando la estepa junto a los lagos muertos y enterrados. Mi padre me confió a él a cambio de un par de trucos.
»Nuestra caravana debía pasar cerca de uno de aquellos lagos, llamado Charca de la Máscara o algo parecido. Era un territorio que la gente solía evitar por el tema de los impuestos, pero si alguien se veía obligado, por las razones que fueran, a atravesarlo, lo hacía de día, a toda velocidad y no sin la compañía de varios asesores fiscales.
»Asar quiso demostrar lo valiente que era y ordenó a los camelleros detenerse, levantando con ello una oleada de murmullos y exclamaciones de todas clases. Los hombres eran supersticiosos y no ignoraban las habladurías que circulaban sobre aquel lugar. Yo era entonces un muchacho que no sabía del mundo más de lo que el mundo sabía de mí. Pero aún no había recorrido los abismos fiscales que con horror fui conociendo.
»Nuestra caravana acampó a menos de cien pasos de la orilla. Debo confesar que aquel lugar era el más desolado que nunca había visto, pero Asar estaba dispuesto a pasar allí la noche, a pesar de las justificadas protestas de los porteadores y camelleros y de las terribles leyendas, de las que no queríamos hablar en voz alta. Mi admiración por ese hombre comenzó entonces, porque su actitud no era de simple osadía. Deseaba intensamente contemplar alguna maravilla, sufrir alguna inspección, aunque esta fuera horrenda y lo transformara en algo que estuviera más allá del mundo. Como hombre de acción que era, y poco dado cavilaciones, su actitud ante la vida era más bien escéptica, no dando crédito a los misterios de los poetas o los filósofos que habían descrito entidades e inspectores más horribles que el monstruo Patatiesa.
»Como he dicho el lugar era desolador. Las aguas negras del lago reflejaban una luz oscurecida que incluso a medio día poseía un halo de frialdad que encogía los bolsillos. «He oído —me dijo Asar— ciertas historias…». «Yo también creo haber oído algo», dije. «No será para tanto», me dijo Asar el Asar. Luego asamos un cabrito para cenar.
»Muchos se habían acostado ya en las tiendas. Los demás rodeábamos un fuego decreciente. Era una noche sin luna. Cerca de nosotros la superficie negra del lago presentaba un aspecto de aparente calma, pero debajo de aquel manto de quietud, algo fiscalmente espeluznante estaba al acecho.
»Entonces lo vimos salir. Como un harapiento funcionario surgió de las aguas y sacó de su cartera unos impresos tan repulsivos que comenzamos a tener arcadas y otros síntomas financieros. Luego nos obligó a firmar unos asquerosos documentos en los que admitíamos haber defraudado al fisco más de siete rupias y media en cinco milenios…
La historia continuaba por muchos circunloquios, pero interrumpimos al joven y le propusimos que nos guiara a través de las zonas asiáticas hasta la cueva de los Cien Ejemplos. Allí, al parecer, algunos sabios habían realizado auténticas proezas intelectuales. Pero el Transiberiano nos había dejado prácticamente a mitad de camino desde nuestro punto de partida, por lo que nuestra ruta a seguir desde la aldea era todo un reto para nosotros.
Un mes nos llevó alcanzar los límites de Gobi y otro más en localizar entre los valles interminables los oscuros peñascos que albergaban el famoso orificio. La abertura era tan alta como una catedral. No era posible fijar la vista en ninguna parte porque no era posible dejar de admirar todo al mismo tiempo. Ella estaba en el interior de la cueva, sentada en una silla delante de una mesa y leía un libro.
—Cariño, debes haber aprendido muchas cosas durante todo este tiempo —dijo Trino afablemente mientras se dirigía hasta la mesa y se adelantaba para besarla en los labios, como correspondía a antiguos amantes.
Ella tendría unos cincuenta años y presentaba un aspecto envidiable.
—No me hables de aprender, porque estoy años intentando demostrar un teorema de lógica modal y no hay modo. ¿A qué has venido, si se puede saber?
—Porque después de todo este tiempo, te amo más que nunca, y deseaba decírtelo.
Ella se ruborizó como una colegiala. Luego preparó algo de comer y nos sentamos todos y comimos a la húngara a base de morcillas y frutas de Turquestán con higos de Manchuria.
—¿Y de qué trata ese teorema tuyo?
—Pues que cualquier proposición indexada en un sistema paramétricamente paracompacto satisface ciertas condiciones de inseparabilidad.
—Justo es eso lo que os pasa a vosotros dos —dijo Lola—, porque en el fondo, Trino, todo eso de los derechos de autor me parece irrelevante; tú no nos has hecho venir para adquirir los derechos, sino que lo que realmente querías era volver con ella y nos has complicado a nosotros.
—Basta —dije—. No hagamos de esto una cuestión de lógica.
—Era una broma —dijo Alisia—. Solo miraba el libro profundo de las casualidades cuando llegasteis vosotros por casualidad.
Trino quedó maravillado con el asunto que Alisia llevaba entre manos, y, aunque ignoraba profundamente el mundo de las casualidades, prefirió permanecer con su ex antes que regresar al mundo de los derechos de autor. Nos cedió una carta en la que confiaba a los pastores todos los derechos y nos despidió de nuevo.
Al salir de la cueva Lola se entusiasmó viendo unas montañas a lo lejos.
—Son hermosas —dijo.
—Claro que sí.
—Creo que voy a quedarme a vivir en estos montes.
—No tienes por qué hacerlo. Ten en cuenta que las montañas del mundo son inaccesibles.
—Pero yo soy Lola, igual que Lola Montes, y ella se limita a ser una diva un poco ridícula. Yo, en cambio, asumiré esos montes, no como un adorno, sino como mi verdadero ser.
—Haz lo que quieras —dije.
Así ella fue ascendiendo a la cima de todas las montañas hasta convertirse en una auténtica Lola Montes.

José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes, admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.
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