/ por Francisco Abad Alegría /
Comida, alimento y nutriente no son sinónimos. Comida es lo que se ingiere, crudo o preparado de diversos modos, para remediar la necesidad de reparación general, la fuerza y el crecimiento. El alimento es el contenido básico de la comida, aunque a veces los elementos nutritivos de esta se asocian a productos inertes o sin valor nutricional, como por ejemplo el aire que se une a una masa densa para crear espuma. Nutriente es todo aquello que se ingiere en la comida y tiene valor reparador y salutífero para nuestro organismo.
La explicación me parece necesaria para tratar de elementos de los que raramente se habla, por ignorancia, desprecio o incluso ocultación, y que también están presentes en algunos alimentos de nuestras comidas, pero no tienen efecto nutritivo sino todo lo contrario: los antinutrientes. Y lo que puede ser en la práctica poco relevante, en ocasiones ha tenido o tiene efectos desastrosos en la alimentación humana, como la avasalladora presencia de algunos derivados de la soja o la presencia masiva de maíz en la dieta o incluso algunos derivados orgánicos presentes en el tegumento de determinadas legumbres, por poner tres ejemplos paradigmáticos.
Por supuesto, no me refiero a productos directamente tóxicos, como el alcohol metílico presente en destilaciones indebidas de orujo para hacer aguardiente, o el veneno mortal de la Amanita phalloides, seta de agradable aspecto y cualidades organolépticas o a la degeneración nerviosa conocida como latirismo, producida por la ingesta habitual de almortas e incluso excesiva de altramuces.
El antinutriente es un agente químico que se agazapa entre los nutrientes propiamente dichos y sin ser directamente un tóxico va minando la salud en diferentes modos e intensidad; en general carece de importancia sanitaria si se ingiere en cantidades moderadas y ocasionalmente, como ocurre por ejemplo con los derivados cancerígenos que se producen en grandes cantidades al hacer un churrasco o unas costillas a la brasa, que no son comida de todos los días. Los métodos más simples para evitar la antinutrición son ante todo no abusar de nada ni habituarse a comidas casi monográficas de todos los días, sino seguir una dieta variada, conocer la existencia de los grandes antinutrientes y evitarlos en lo posible, estudiando con detalle los etiquetados de preparados procesados, muy especialmente de embutidos y bollería industrial y de precocinados de todo tipo.
Empecemos por la soja
La producción mundial de soja en la última década ha aumentado en un 35%, pero respecto a la de hace cinco décadas se ha multiplicado por cuatro. El motivo es su empleo cada vez mayor en la industria alimentaria; ha sido determinante la repostería industrial y el auge de la industria cárnica. En este segundo caso, la adición de derivados de la soja abarata el proceso, sustituyendo en parte la carne por un producto vegetal mucho más barato, dando al tiempo jugosidad, por la retención de agua (junto con los polifosfatos) y el ablandamiento del producto, especialmente embutidos y preparados tipo hamburguesa. Es importante el efecto de pegamento de la harina de soja refinada, que junto con la transglutaminasa consigue reconstruir piezas de carne para procesar, como los nuggets y los jamones cocidos de diverso tipo, a partir de piezas pequeñas, dando la sensación de que estamos tomando un auténtico trozo de carne aromatizada y cocida, cuando en realidad partimos de fragmentos de bajo precio para hacer un auténtico moldeado.
Algunas formas de emplear la soja no son buenas o al menos se duda de que lo sean. La primera es la soja guisada como cualquier legumbre. Se remojan las semillas, se cuecen y se toman como si fueran un plato de lentejas. De esta forma se absorben casi todos los antinutrientes que contiene la semilla en bruto. No está claro que la soja hecha harina sea una buena opción alimentaria cuando se incorpora como aditivo a la preparación de productos cárnicos, fundamentalmente embutidos, preparados tipo chopped o jamón york y nuggets; algunas salchichas pueden contener entre un 1% y un 3% de tal harina y otro tanto ocurre con los otros productos mencionados. Por fin nos encontramos con la soja en la alimentación animal. En este caso, la alta cantidad de proteína que contiene sería muy buena para el crecimiento de los cerdos, por ejemplo, pero se tendría que compensar con fármacos que corrijan los problemas digestivos de los animales por alteración de la flora intestinal y déficit de hormona tiroidea y hierro. En tal caso, la posible amenaza para la salud humana, no demostrada concluyentemente por el momento, es el paso al alimento de los derivados cárnicos de los animales así cebados. Otros productos de la soja pueden entrar sin riesgo en la alimentación humana, especialmente si se controla su cantidad. El primer producto razonablemente sano es la soja germinada. No hay ningún problema en tomarla en ensalada, no diariamente, o incorporarla en el salteado que hacemos en el wok o en el relleno de unas empanadillas vegetales o unos rollitos chinos o vietnamitas, porque la germinación elimina muchos de los antinutrientes, pero no todos, ojo.
El popular tofu, la carne del vegetariano, no puede ni debe sustituir a la carne; la leche de soja da un producto que luego se coagula, por su riqueza en proteínas, tradicionalmente con yeso y actualmente con cloruro de calcio o de magnesio. No está mal tomar un tofu frito suavemente, acompañado de algunas verduritas, pero si no son vegetarianos, será una buena opción hacer unas albondiguillas o hamburguesas mezclando carne picada, cebolla dulce muy picada y tofu desmenuzado, lo que da un resultado suave y muy apetitoso. Ya mencionada la leche de soja, habrá que decir que sustituir la natural por la de soja, salvo indicación médica, es una insensatez, porque existen antinutriente, no neutralizados por el cuajado y además hay una total carencia de vitaminas, que se incorporan artificialmente. Por ejemplo, al faltar la grasa propia de la leche natural, la vitamina D2 sustituye a la D3 y los metales se introducen en forma de sales de cuestionable absorción.
La ya popular salsa de soja procede de la fermentación con agua de la soja, lo que elimina prácticamente todos los antinutrientes. Por fin, encontramos la lecitina de soja (fosfatidilcolina) que es un derivado residual de la extracción de las proteínas de la soja, que se emplea a menudo para controlar los niveles de colesterol en sangre y en alimentación humana como emulgente, sobre todo en pastelería industrial, y en las cocinas modernas para hacer los famosos aires de…, que son una emulsión de extractos de distintos productos y que se añaden como decoración a distintas preparaciones (a mí me dan asco estos aires porque me recuerdan a la expectoración de un bronquítico, pero hay gustos para todo).
De los antinutrientes de la soja entera, es básico el ácido fítico, importante secuestrante de los metales y el yodo presentes en los alimentos, porque se une a estas moléculas, haciendo un complejo inabsorbible en el tubo digestivo. Las consecuencias más importantes son anemia ferropénica, falta de magnesio y déficit de hormona tiroidea. Los orientales que incorporan soja a su alimentación lo aprendieron hace tiempo y por eso lo hacen de forma muy moderada y absolutamente siempre como germinado o fermentado, que destruyen el ácido fítico. Como disruptor endocrino, la soja altera las hormonas, sobre todo la tiroidea, pero hay un efecto debido a las denominadas isoflavonas, que actúan como análogos de los estrógenos, las hormonas femeninas, de modo que en el varón se producen alteraciones en su función sexual y en la mujer se han empleado como sustitutivo hormonal en la menopausia. En el segundo caso, las recomendaciones médicas han cambiado recientemente. Los derivados de la soja pueden bloquear los enzimas o fermentos digestivos, responsables de la digestión de los almidones, las proteínas o las grasas, alterando la nutrición y la flora intestinal, con hinchazón por exceso de gases. Todo esto no son teorías sino hechos probados; la cantidad de producto y las preparaciones concretas van a ser determinantes del impacto sobre nuestra salud.
El maíz
Cuando hablamos de maíz, la mente se nos va a las palomitas, las tortillas y hasta la borona asturiana, pero lo realmente importante es la doble vertiente de este cereal como texturizante en chacinería y pastelería y edulcorante de bebidas azucaradas. Fue justamente la sustitución total o parcial del azúcar de caña por jarabe de maíz lo que propició la masiva difusión de esos refrescos de Cola que nos invadieron desde el oeste, al abaratarse significativamente los costos de producción, favoreciendo la introducción internacional del antidiarreico elevado a refresco nacional en todo el mundo.
La desnutrición masiva de los pueblos mesoamericanos precolombinos parece ser la causa básica de muchos asentamientos paulatinamente deshabitados, junto con las costumbres desmesuradamente belicosas y caníbales de los mismos sobre etnias colindantes. En España tenemos un ejemplo clarísimo de lo que ocurrió con la saciante pero antinutriente alimentación basada en el maíz, lo que facilita la reconstrucción de la decadencia alimentaria amerindia: la lepra asturiana.
Gaspar Casal Julián describió por primera vez el denominado mal de la rosa en el Principado de Asturias en 1735, obviamente ligado a deficiencia dietética de ácido nicotínico (vitamina PP o vitamina B3). Casal describía la dieta del campesinado asturiano como paupérrima o de antuvión y además de recoger los signos y síntomas de la enfermedad, que luego se acabó denominando pelagra (debilidad, pensamiento lento, temblores, a veces cuadros de apariencia psicótica, manchas costrosas en extremidades de aparición preferentemente primaveral y no pocas veces evolución a estado marasmático y muerte). Es muy impresionante que tuviéramos que llegar al siglo XX para que un médico americano de origen húngaro, Joseph Goldenberg, mediante seguimientos dietéticos en hospicios, comunidades raciales diferentes en cultura y capacidad económica y centros penitenciarios, confirmase irrefutablemente en 1916 que la pelagra se debía al déficit de B3, como insinuó más de ochenta años antes nuestro Casal.
Los viejos pueblos amerindios, acostumbrados a utilizar el maíz como fuente alimentaria fundamental, acabaron aprendiendo que la cocción en un medio alcalino (nixtamalización) permitía eliminar los tegumentos de los granos y al tiempo preparar una masa precocida con la que hacer las arepas o tortillas básicas en su alimentación, eliminando los antinutrientes que neutralizaban el ácido nicotínico, nocivos al ser consumidos en gran cantidad.
Demasiadas singularidades que pasan desapercibidas
Los reyes de la antinutrición son, sin duda, la nefasta soja y el omnipresente maíz, pero la realidad nos controla de formas más sutiles, básicamente por desconocidas. Hay tres grandes modos de antinutrición que contribuyen a hacernos la vida un poco más insana, especialmente cuando se emplean de forma poco ortodoxa en la industria alimentaria y también cuando entran en la mil veces maldita vía del siempre se ha hecho así. Daré unas pinceladas al respecto.
La antivitaminosis. Son antivitamínicos los antinutrientes que actúan por dos medios: el disfraz bioquímico y la abierta competencia, déficit o beligerancia contra las vitaminas. En algunos casos, los agentes se disfrazan con analogías estructurales de vitamina, aunque sin el efecto de tal principio nutricional, dando como resultado la nada bioquímica. Ya se ha mencionado el efecto de inactivación de la vitamina B6 del maíz, lo que produce efectos carenciales que pueden llegar a ser graves. Esto se produce por la captura proteica de la vitamina, que se libera por la nixtamalización, es decir, cocción en medio alcalino del maíz. También se dan acciones antitiroideas en el mismo maíz, por inhibición de la absorción de yodo, lo que alcanza también a la reciente manía de dar un toque de exotismo y modernidad a algunas ensaladas, incorporando como vegetal principal diversos tipos de coles crudas (no hablo de unas hojitas), lo que también ocurre con todas brasicáceas (coles, berzas, grelos) poco cocidos, de modo que una prolongada cocción hace a la verdura un triste amasijo vegetal blando y pastoso, pero, eso sí, elimina los agentes antitiroideos de raíz; cuestión de equilibrio.
Factores externos pueden contribuir a privar de vitaminas al nutriente. Uno de los más importantes es el déficit de factor intrínseco gástrico, más frecuente en gastritis crónicas atróficas y en mujeres; el factor intrínseco es necesario para la absorción de vitamina B12. Otros factores externos pueden ser más burdos, pero muy eficaces a la hora de desnutrir parcialmente a las personas. La manía de sustituir la leche entera o sus derivados por desnatada (de eso tiene toda la culpa la medicina mercenaria que apoyó las amañadas investigaciones sobre los lípidos y la salud de Keys y su legión de seguidores) simplemente liquida de un plumazo la presencia de vitaminas liposolubles. Muchas veces he leído en productos desnatados la estúpida frasecita «con vitamina D añadida». Si la dichosa vitamina es liposoluble, ¿cómo va a ser soluble en un medio no lipídico? Un factor determinante para la destrucción masiva, la antinutrición ciega y estúpida de vitaminas, es la manipulación culinaria: el cocinado excesivamente prolongado o la adición innecesaria de elementos ácidos o alcalinos al guiso (siempre se ha hecho así, plebs dixit) es el Robespierre de los nutrientes.
Antimineralidad. Secuestros alevosos, desplazamientos iónicos o imposibilidad de asimilación de minerales importantes para la salud. El paradigma del malo de la película en este caso es el ácido fítico (los diversos fitatos derivados) que se encuentran fundamentalmente en la soja cruda o no fermentada, la famosa piel cruda de la patata (moda bastante necia si no disponemos de patatas frescas, de muy reciente extracción) que acompaña al tubérculo en frituras diversas y modelnas. Los fitatos depleccionan el abasto de diversos minerales (hierro, calcio, magnesio) uniéndose a ellos y formando complejos que no se pueden absorber por el tubo digestivo.

Esto es especialmente dañino cuando se abusa de la ingestión de acedera o espinacas (si, sí, esas que ponían en forma al heroico Popeye) porque la alta concentración de ácido oxálico que contienen desplaza al calcio de los nutrientes, que al no absorberse genera deficiencia de este importante mineral que, para más fastidiar, se elimina por vía renal, lo que en no pocas ocasiones produce cálculos (nefrolitiasis) que pueden llegar a ser causa de cierre renal o intervención quirúrgica.
Ataque a la mucosa intestinal y el microbioma. El tubo digestivo debe digerir, transformar, a veces incluso sintetizar algunos principios biológicos activos (vitamina K, por ejemplo), procedentes de los nutrientes; y en ello está implicada no solamente la pared intestinal (más que pared, filtro activo y selectivo) sino también casi kilogramo y medio (en bruto) de microorganismos que, simbióticamente con nuestro organismo, hacen labores complementarias de predigestión, transformación y benéfica vigilancia de nuestra salud, pululando alegremente por nuestras tripas, denominados microbioma o microbionta.
Las inocentes y nutritivas legumbres, especialmente las alubias rojas, contienen en su tegumento, además de abundantes glúcidos no digeribles que producen meteorismo, un compuesto llamado faseolotoxina, que lesiona la mucosa digestiva, inhibe la acción de los jugos digestivos gástricos (tripsina) y pancreáticos (amilasa) y no contentos con eso, si se absorbe, produce rotura de glóbulos rojos. Más que una antinutrición, hablamos de un ataque orquestado digestivo y multiorgánico, porque afecta a la sangre, a la absorción de nutrientes y al microbioma, ya mencionado. Esa tontería de los casheros vascongados de que las alubias rojas son las que de verdad alimentan pasa por el filtro de un consumo moderado si no se quieren tener consecuencias negativas para la salud.

Por fin, la benéfica patata, mal empleada (al igual que el tomate inmaduro, tan apreciado por mucha gente que considera la madurez un signo de ignorancia y flojedad de gustos) contiene alcaloides, especialmente presentes en las pieles, como la solanina y la chacoina, que alteran el equilibrio del microbioma, con las consecuencias antinutritivas que ya se han comentado antes, tienen cierta neurotoxicidad (anticolinesterásicos) afectando al correcto funcionamiento cerebral y nervioso en general y además contribuyen a disminuir los glóbulos rojos sanguíneos.
No son propiamente antinutrientes. Pero molestan y alteran
Si digo efecto flatulencial, no pasa nada. Pero si en lenguaje vulgar les remito a pedo, regüeldo o borborigmo, se entiende muy bien y hasta el más rudo jinete de rucio entenderá de qué hablamos. La presencia de oligosacáridos no digeribles por los agentes químicos de los líquidos digestivos, además de ser nutritivamente inútiles, fermentan —en proceso no digestivo— por la acción de algunos pérfidos microorganismos, produciendo gases, básicamente metano y algo de dióxido de carbono, gasificando el tubo digestivo y produciendo un lamentable efecto de hinchazón que limita la educada convivencia y al tiempo incomoda al sufriente. Los oligosacáridos más importantes en este sórdido proceso, munición de las dudosas artes del Petoman parisino del Moulin Rouge, son la rafinosa y la estequiosa.
Lo más interesante del asunto (que ahora ha tomado por los pelos, alborotados por la demagogia y el descaro, el Premier británico, animando a limitar la cría de vacas —digámoslo llanamente— pedorras) es que además de la incomodidad y el efecto antisocial, el exceso gaseoso digestivo intraluminar interfiere con un correcto desarrollo del microbioma intestinal, alterando una población simbionte que necesitamos, lo que indirectamente tiene un clarísimo efecto antinutriente.
Fuentes bibliográficas
Anotar pormenorizadamente las referencias de este trabajo lo que aquí se dice rebasa la intención divulgativa y lo sobrecarga tediosamente. Me limito a incluir algunos trabajos generales en los que obtener información adicional de calidad.
Coenders, A.: Química culinaria, Zaragoza: Acribia, 1996.
Cuadrado de Juan, M.: Inhibidores de tipo proteínico presentes en dietas vegetales, Universidad de Valladolid, 2021.
Enrique Rosón, F.: Antinutrientes de la soja, Universidad de Valladolid, 2017.
Ensminger, A., Ensminger, M. E., Konlande, J. E., Robson, J. R. K.: The concise encyclopedia of foods and nutrition, Boca Raton (Estados Unidos): CRC Press, 1995.
Farreras Valentí, P., Rozman, C. (eds.).: Medicina interna (14.ª ed.), Madrid: Harcourt, 2000.
Kiple, K. F., Ornelas, K. C.: The Cambridge Word history of food (2 vols.)., Cambridge University Press, 2000.
Liben Jiménez, Y.: Agentes tóxicos presentes en los alimentos, Universidad Autónoma del Estado de México, 2019.
McGee, H.: On food and cooking, Londres: Unwin, 1986.
Villanúa Fungairiño, L., Torija Isasa, M. E.: Componentes no nutritivos de los alimentos, Universidad Complutense de Madrid, 2018.

Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
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