Creación

La armadura de luna

Un relato de Ramón García.

/ un relato de Ramón García /

Cuando el tren de la mañana, aquella clara mañana de finales del verano, se internó bajo los arcos que tendían, de un lado a otro de la vía, las ramas más altas de los pinos y nogales, yo incliné mi cabeza contra la ventanilla, sorprendido por la repentina pérdida de un tímido sol que no conseguía abrirse paso entre el ramaje. Había creído recordar un instante remoto, un instante breve y huidizo que me golpeó como la fugaz consciencia de otra vida. ¿De otra vida? Quizá mi padre me hubiese llevado en algún momento de mi infancia a la casa, aquella casa que habíamos poseído junto a la playa y cuyo recuerdo, esfumado ya, volvía tal vez en momentos como aquel, momentos en que, sin embargo, me parecía remontarme a algo mucho más lejano que mi propia vida.

El verano, que había sido inexorable, implacable, declinaba lentamente. Las mañanas seguían siendo claras, pero en su decurso se insinuaban ya matices otoñales. La ciudad quedaba atrás, y la comarca me resultaba desconocida. Debía mantenerme muy atento para seguir las vagas indicaciones que, fragmentaria, involuntariamente, había ido recogiendo de mi padre a lo largo de los años (desde que, siendo niño, me sentaba en sus rodillas para hablarme de aquella casa, unas veces con felicidad, otras veces, con el tono más sombrío).

Cuando el tren se detuvo en una estación que no pude identificar, pensé que todos mis esfuerzos habían sido inútiles. Me apeé, convencido de haber dejado atrás el lugar que buscaba.

Sentado en un banco de esa estación, solitario, vi a un hombre joven de mirada triste, extraviada, macilenta. No parecía tener prisa por ir a ningún lado, o más bien, parecía no tener ningún sitio donde ir. Me acerqué:

—Busco una estación de este trayecto, creo que me he perdido.

—¿Y quién no lo está? —respondió—. ¿Qué estación?

—No lo sé. No recuerdo el nombre.

—No parece tenerlo muy fácil.

—¿A qué hora pasa el próximo tren?

—No ha tenido suerte. Mañana cerrarán la línea unos días. Trabajos de reparación, creo. El jueves circulará el próximo tren.

Impotente, me llevé la mano a los ojos. Cuando volví a abrirlos, me sorprendió encontrarle junto a mí. Sostenía mi bolsa de viaje en su mano derecha, y su sonrisa un tanto perversa fue una especie de alivio para mi desconcierto:

—No vivo lejos de aquí. Mi casa también es grande. Estará cómodo mientras espera.

Le seguí, tan sorprendido, que ni siquiera recuerdo haberle dado las gracias. Al cabo de unos pasos, se volvió, y sonriendo, me dijo:

—Me llamo Max.

Estreché la mano amistosa que Max me tendía y le dije mi nombre. Parecía el comienzo de una inesperada amistad.

No podría volver donde Max me llevó, pero sí recuerdo el calor y el sendero que llevaba a las casas del pueblo cercano, las casas que no tardamos en bordear y dejar atrás. Franqueamos una vía de ferrocarril y nos internamos en un valle surcado por otras vías, por locomotoras.

—¿Está lejos la playa?

—La veremos al llegar a lo alto de esa colina, respondió, indicándome involuntariamente la dirección que tomaríamos.

Sé que la compasión no es ninguna virtud, pero no pude impedir una oleada por mí mismo en ese momento. El calor, pesado, húmedo, me ayudaba a olvidar.

Una locomotora nos cerró el pasó, arrastrando un largo convoy de herrumbrosos vagones. Esperamos en silencio a que la vía quedase despejada, y en eso estaba contenida la verdad. Volví el rostro hacia mi huésped y le sorprendí mirando fijamente hacia el suelo, afortunadamente ausente, abstraído.

—Ahora, a través de ese camino —me indicó señalándome un sendero que se apartaba del parque ferroviario, y serpenteaba entre los raíles, para ascender luego por las colinas, flanqueado de castaños.

Pasados los castaños, el sendero se escarpaba aún más. Me detuve para descansar, a mitad de la colina.

—No esperaba algo así, dije, limpiándome el sudor.

—Ya estamos cerca.

Cuando el sendero se suavizó, Max me señaló, a lo lejos, más allá de los huertos, al final de los caminos que serpeaban hasta el horizonte, la figura imponente de su casa.

Antes de que me explicase porqué se había hundido el tejado, pensé que esa casa sí traicionaba ya la cercanía del mar. En las afueras de muchas villas, a lo largo del litoral, pueden verse viejas mansiones del siglo pasado, cerradas y vacías durante meses, hasta que remotos nietos vienen a levantar sus persianas en verano. El color amarillento o gris del ladrillo, el modo de marchitarse el jardín o de desconcharse los mármoles y las piedras heráldicas, parece revelar una acción incomprensible del mar, que nunca está lejos. Algo así advertí en el aspecto exterior de aquella casa. Cristales enmarañados de telarañas nos miraban desde las ventanas frontales. 

—Fue el viento nordeste lo que derribó los tejados —explicó Max, señalando hacia las grandes paredes desnudas que se alzaban sin protección, donde antes debió estar el establo.

Bajo el último sol del mediodía, la casa palpitaba como si acabara de salir del mar e inmediatamente se hubiera convertido en un monstruo petrificado.

Seguimos a través de prados recién segados. Múltiples caminos de labradores se entrecruzaban bordeando la casa para ir a confluir en los acantilados.

Nos detuvimos bajo las ramas de un roble. Max se inclinó, apoyándose contra el tronco.

—Ella no está, dijo de pronto, mirando hacia el suelo ajedrezado.

Me erguí y le miré de frente. La sombra del árbol nos protegía del sol.

—Prefiero que así sea, añadió en otro tono, sin preocuparse por desvelar las claves de ese repentino misterio, como si se hubiese olvidado de mí y mantuviese una triste conversación consigo mismo.

Volvimos a caminar. Si aquellas palabras indicaban que su casa estaba vacía, yo también me alegraba. No tenía ganas de hablar.

Bordeamos un huerto; un muro guardaba el acceso a otra finca abandonada. Pasamos junto a la cabaña de los aperos y desde allí accedimos a lo que Max denominó «la quintana», el patio formado por la confluencia en ángulo recto de la cuadra y la vivienda. Una escalera partía de la quintana para internarse en la oscuridad de los rellanos: casi todas las puertas daban acceso a casas abandonadas.

Una de las puertas había sido pintada recientemente, tenía un adorno, denotaba un poblador. Tras esa puerta estaba la residencia de Max. Entramos directamente a la cocina, sedientos, cansados. Tras el cristal de la ventana se divisaban dos varas de hierba, y el mar en la lejanía.

—Siéntate —dijo Max—. He guardado algo de comer.

Comimos silenciosamente.

La tarde se volvió desabrida y ventosa, con un cielo blancuzco y ausente. Le sugerí a Max que me mostrase la franja costera, la playa y los acantilados, pero respondió que era mejor esperar a que el viento amainase. Comprendía, en ese momento, hasta qué punto era aquel un lugar solitario. El despertador, colocado sobre el armario, marcaba monótonamente el tiempo de la sobremesa. En el silencio se ahondaban mis profundas dudas, y la primera inquietud de sentirme fuera de lugar. Sobre el fregadero se apilaban los platos: llegamos a un acuerdo tácito para lavarlos antes de que se amontonasen con los restos de la cena.

—Es una lástima que ella no esté, dijo Max. Soy un inútil para las cosas prácticas.

Los objetos antiguos, la atmósfera de la casa, algunas alusiones de Max, me habían llevado a sospechar que, al decir ella, se refería a su abuela; no llegué a convivir con mis abuelas, pero en mi recuerdo son siempre seres obscuros, que se esconden en los rincones tratando de pasar inadvertidos.

—Le molestaba que intentase ayudarla —añadió resignado—. Siempre me reñía al verme entrar aquí; la cocina era suya y yo, un intruso.

El cántaro de leche, que ocupaba un rincón junto al armario, el modo lento en que se sucedía el tiempo dentro del reloj, me llevaron a imaginar la presencia de ella, de la abuela, deambulando de un lado a otro entre los muebles.

Un poco más tarde recuperé las ganas de salir. Max, en cambio, estaba cansado y prefería acostarse. Junto a la puerta, me dio indicaciones para llegar a la costa.

Las seguí, pero sospecho que me hubiera guiado sin ellas. Enseguida sentí familiaridad con el lugar. No seguía las instrucciones, verificaba más bien que eran correctas. ¿No era el mismo cielo, el mismo paisaje, el mismo asombro de otros días, de otro tiempo? Salías a jugar en las largas tardes de mediados de mayo, sin importarte el cielo bajo y triste. Sin importarte la gente que, allá lejos, caminaba hacia la estación o hacia sus casas. Todas las criaturas del aire eran elocuentes. En otro tiempo…

El sendero se internaba a través de un bosque de eucaliptus, en lo alto de la colina. Abajo se oían máquinas y vagones. Si yo me asombraba con aquellos cielos, los cielos tristes que colgaron sobre el barrio de mi infancia, también podría asombrarme ahora. ¿Por qué no? Las ramas de los eucaliptus insistían en transportarme al pasado, su aroma insinuaba tantas pérdidas. Mayor aún, sin embargo, era la sensación de encerramiento, de cárcel. En el extremo del sendero volví la cabeza sobre el matorral: el sonido que había percibido se concretó, era el mar. El ruido de las olas, el ruido profundo del océano. Las praderas descendían hacia la playa, hacia un mar hondo y gris.

La soledad me alcanzó en lo alto de aquella colina, con una desolación implacable. Bajé por los prados hasta alcanzar los acantilados. El cielo estaba cubierto de nubes. Mientras examinaba la costa, alta y resquebrajada, acudió a mí la historia que en mi mente se ha repetido siempre; vino inesperada y silenciosa, como murmurada sobre la pradera, como susurrada por el mar. El inicio de la historia ha de estar, supongo (lo he supuesto siempre), en algún momento de mi infancia; y en el origen, alguna lectura o algún sueño con cierto episodio de una guerra remota. Desde entonces, o quizá desde mucho antes, se había conformado en mí la imagen de la nave: una trirreme romana ardiendo en la noche, en un puerto del sur, entre el griterío y la confusión de una multitud oscuramente asaltada por la muerte. Muchas veces he reflexionado sobre esas sensaciones, sobre la repetición insistente de ese sueño, he buscado explicaciones en los libros. Lo único que cabía concluir es que se trataba de algo hundido en el pozo de mi vida. Pensaba en ello mientras examinaba la roca abismal que cerraba el acceso al otro extremo de la costa. El océano se repetía en la agitación espumosa de rocas y arrecifes.

Sentí que una mano se apoyaba en mi hombro:

—Estabas absorto.

Me volví. Pasada la primera sorpresa, pude responder:

—Sí, estaba pensando… Estaba pensando que tal vez haya estado aquí hace tiempo.

—Debías de ser muy pequeño entonces.

—Si… muy pequeño, sin duda.

Una ola vino a romper a nuestros pies; anochecía. Caminamos hasta el extremo de la playa. Encendimos unos cigarrillos y nos sentamos para contemplar el mar, de olas torvas y grises.

—¿Cuánto hace que murió tu abuela? —pregunté.

—Pasó sola en esta casa sus últimos años…, hace un mes, volví de la ciudad para presenciar su entierro.

Por un momento, me pareció intuir y participar en el sentido de aquella apagada existencia de ella. Algo me acercaba a la vieja abuela que había poblado el lugar, la intuía, la sentía presente.

—¿No la ayudabas en el campo? —insistí.

—Solo en verano. El resto del tiempo lo pasaba en la ciudad, en un internado.

Apagué en silencio el cigarrillo y sentí la impresión que dejaban en su voz los días funerales que iba dejando atrás.

Había sido precisamente algo parecido a la desolación de los callejones solitarios, al viento errante de las ciudades, lo que me había movido a emprender mi viaje. Compartimos amistosamente el silencio.

—Mañana llueve —dijo, indicando el oscuro cielo.

Comprendí su alusión y me puse en pie. De pronto sentí en mi perfil toda la extensión del mar, y la brisa me refrescó los ojos hasta humedecerlos.

—Lástima —comenté.

Pero solo en parte tenía razón. El día, mi primer día de espera fue, en efecto, inestable, imprevisible. De mañana, como era costumbre ya, el sol calentó tibiamente el prado, las varas de hierba, el matorral que podíamos ver desde la ventana de la cocina. Yo mantenía la esperanza de poder bajar a la playa después del mediodía, pero a esa hora el cielo se llenó de nubes, lloviznó. Durante el resto del día alternaron esos momentos otoñales con un sol fugaz. Los dos llevábamos jersey. Mientras Max leía en el salón con las piernas sobre la mesa, yo examinaba la casa, esforzándome por no ser indiscreto. Por un acuerdo tácito, una parte de nuestra mente quedaba reservada para entregarse a una conversación que rompiera el silencio. Hablábamos de bebidas; yo me jactaba de ser un buen bebedor. Supongo que a Max el libro le atraía, y cada respuesta suya dejaba al descubierto el interés por la trama, y el desinterés por la charla. Le miraba, y a veces no podía evitar una sonrisa al percibir que no estaba hablando realmente conmigo.

Todos los departamentos y objetos de la casa estaban revestidos de un aura antigua que los volvía inquietantes, fantasmales. Una vida apagada y marchita rondaba los objetos: conchas recogidas en la playa, olvidadas luego para siempre en el aparador, retratos de novios polvorientos, platos, calendarios en recuerdo de un lejano viaje estudiantil a Irlanda… Llegué al final del pasillo. Lo que vi me pareció horrible: la puerta de un cuarto; del otro lado, la cama en que yo había dormido esa noche. La abrí, como si fuese a encontrarme a mí mismo tumbado en ella. Él dejó caer algo, en ese momento. Pronto, todo volvió a estar en calma. El verdor del prado y el cielo gris tras la ventana me inundaron de paz en el cuarto. Me dejé caer sobre la cama.

Estuve un rato inmóvil, después oí la música moderna de un disco que Max quería escuchar; solo entonces me acerqué a la ventana. Vi pasar a dos matrimonios en bañador. Parecían muy felices, el padre de una de las parejas llevaba a su hijo a hombros. Sonreía, como solo se sonríe en verano, o como se recuerda una sonrisa. El otro matrimonio caminaba abrazado, la cabeza de ella sobre el hombro de él. Pensé en su modo de vivir ese instante: la vivencia feliz del aire fresco y puro, el hálito de las ramas de los árboles, el paseo por la carretera que conduce a la playa. Percibí que quería pensar algo más, pero no podía hacerlo mientras tuviese ante mis ojos la impresión de aquel paisaje y de aquellos seres. Los cerré. La oscuridad se volvió roja, intensa y líquidamente roja hasta convertirse en sangre. Pensé en lo que estaba pensando y sintiendo, y traté de evitarlo; una parte de mí, no obstante, persistía en ello. Incapaz de soportarlo, volvía a abrirlos.

Vi que las nubes, grises o marrones, se desplazaban hacia el sureste, dejando vetas de espacio azul en el cielo. El mar, incoloro e invisible, seguía allí, detrás del limpio matorral.

Por un momento, no supe qué hacer. A mi alrededor se agitaban los recuerdos: la mañana húmeda temblaba a mi alrededor, con su tibia vida interna. Sin embargo, no hubiese podido retirarme de la ventana. En el mundo real, nunca me ha sucedido nada. He dado siempre piruetas en el vacío. Mi vida, sin embargo, siempre ha estado rodeada de esa extraña presencia: ahora era solo un silencio, ese silencio blanco en que se había disuelto el niño que fui una vez, con los ojos tan a menudo inflamados por el fuego que trepaba como una serpiente entre las velas, con los oídos llenos del crujido de mástiles quebrándose, el aire de la noche abovedado de calor y ceniza —más allá la luna ensangrentada—, y la agitación de la multitud, esperada silenciosamente por mortíferos puñales.

Ya no volvería a tener la edad en que me sentía acariciado por esas vívidas impresiones. No me tenía más que a mí mismo, el desagradable individuo en el que estaba extraviado. No es agradable vivir dentro de alguien así y, mientras oía a Max llamándome desde la cocina, me pregunté cómo aceptaría el problema de estar conmigo, mi modo de comportarme o de hablar. Comprendí que en cierto sentido dependía de cómo aceptase yo las cosas que iban ocurriendo dentro de mí. Traté de desembarazarme de la inanidad que me había poseído un momento antes. Las nubes indicaban una dirección, Max me había llamado. Aunque me separé de la ventana, comprendí que, a pesar de las apariencias, ninguna de esas cosas tenía sentido. No pude dejar mi perplejidad de lado en el pasillo.

—Tienes que ayudarme a cocinar, dijo Max. Yo soy bastante torpe, y además… —añadió forzadamente, como si dudase de que valía la pena decirlo— …hoy es mi cumpleaños.

—Muy bien, repuse, buscando ya una olla. Y a propósito, ¿crees en el sentido común, Max?

—En absoluto, ¿crees que soy imbécil?

No lo era; en todo caso era, a pesar de sus gustos musicales, el único huésped que no me intimidaba.

Después de la comida, entre dos y seis, tengo los únicos momentos para mí mismo. Solo entonces puedo hacer planes, engarzarme de algún modo en la maquinaria del mundo, percibirme en el caos. Como de costumbre, a esa hora me dije que no había nada real detrás de lo que había sucedido por la mañana. Me llamé a mí mismo imbécil: en ese estado, soy capaz de percibir mi ceguera para alcanzar aquello a lo que tienen acceso otros hombres. Pero no tardo en volver a preguntarme cuál es el sentido de ese vacío central que siento en mí aunque trate de llevar una vida normal, limitando la realidad por las mismas fronteras que el común de los hombres.

Max me sacó del libro que me servía de pretexto para alimentar esas reflexiones.

—¿Qué lees?, me preguntó.

Levanté el libro, sin contestar, para que advirtiese el nombre en la solapa.

—James Joyce —dijo, arrastrando un torpe inglés. ¿Quién es?

—Un irlandés que pensó mucho, y escribió algo sobre las dificultades de volver a casa.

—¿Qué? —preguntó, como repentinamente interesado.

—Ulysses —murmuré.

—Como el héroe griego…

—Eso es.

Era una tarde que ya recordaba al otoño, con el cielo cubierto y húmedo. Era el peor día del verano. Me parecía incomprensible la cantidad de espacio que ocupaba la vieja historia en mi mente. Después de la agitación de gran parte del día, no fui capaz de extraer ningún agrado del paseo por los senderos y por la playa. Max se inclinaba para recoger conchas; yo miraba al suelo, con la impresión de repetirlo todo. Tenía que decirme a mí mismo: en el cielo no brilla el sol, las nubes anuncian lluvia.

—¿Molesto si te pregunto en qué estás pensando?

Sin escuchar lo que me había dicho, respondí: «Sí».

No estaba pensando; en la solitaria playa otoñal me había perdido dentro de una intemporalidad llena de extraños olores a cera y perfume. A veces aparecían los gestos y miradas de un rostro. Dependía de cómo respirase, de cómo entrase en mis pulmones el aire marino. Caminaba con pasos muy lentos, marcándolos, midiéndolos, todo mi cuerpo se replegaba para facilitar aquellos súbitos hundimientos en mi mente. Salía a la superficie de mí mismo con nuevas impresiones. Su origen quizá estuviera en el mar, en las olas que venían a romper en la orilla.

—Mira, dijo Max.

Miré hacia dónde Max indicaba, y vi que un perro se acercaba. Reconocí al terranova blanco del matrimonio que había pasado bajo la ventana. Ellos estaban tumbados en la arena, cerca del acantilado. Pensé que la playa tenía que ser algo muy especial para ellos en aquel día de final de verano, aunque solo fuese porque estaban solos y porque al niño, que no tenía más de dos años, se le había escapado la pelota y la miraba ir rodando por la arena.

—Es muy simpático —dijo Max, acariciando el lomo y la frente del animal.

Sonriendo, bajé los ojos hacia el terranova y le vi jadear satisfecho; caminó hacia mí contrayendo la cabeza y el cuerpo, agitando el rabo. Posé mi mano sobre el pelo suave de la cabeza, y la dejé ir a través del lomo esbelto y nervioso; con su jadeo, en medio de aquel contacto, apareció otra vez el rostro, pero esta vez nítido, el casco dorado sobre la cabeza, el brillo burlón de los ojos negros, que delataba la afición a las mujeres y al alcohol. Estaba detrás de una especie de ventanilla que desprendía un intenso olor a cera, era un lugar oscuro, quizá siniestro: era un barco (de eso no cabía ninguna duda), nos refugiábamos entre los remeros del intenso temporal que azotaba la cubierta, comprendí que alguien me tomaba el pelo y que yo hacía el ridículo entre los otros legionarios. A través de mí, aunque no alcancé a visualizarla, pasó de pronto, como un rapto fugitivo, la belleza y la felicidad del lugar donde había nacido, las suaves colinas arboladas, y un sol remoto bañándolas de melancólica luz. Algo se revolvió bajo mi mano inmóvil, y cuando reaccioné, el terranova se desprendía de mí para correr como un loco por la arena, trazando eses y círculos. El padre del niño se levantó y caminó hacia la pelota, el terranova se puso junto a ella en un momento, olfateándola como si fuese algo nunca visto, y el niño, con sus piernitas rollizas, lo miraba todo con asombro y de lejos. Por mi parte, yo lo había perdido ya todo. O quizá quedaba la esperanza de recuperarlo, acariciando otra vez el lomo del terranova.

—No hay quien entienda a los perros —sentenció Max.

Asentí.

Fuimos a sentarnos en los acantilados el resto de la tarde. A lo lejos, veíamos pasar, con mochilas, a muchachos y muchachas que regresaban a la ciudad, garganta abajo. Yo estaba silencioso y replegado sobre mí mismo. El viento movía las hierbas y movía mis cabellos, pero yo estaba tan fijo como la roca, penetrando con mis ojos el movimiento de huecos y olas del mar, intentado recuperar por cualquier medio aquel extraño olor a cera. El misterio parecía estar sumergido bajo el agua.

Un avión comercial nos sobrevoló, tirando de un cartelón deshilachado que promocionaba una marca de refrescos.

—Tengo sed —dijo Max—. Voy a ver si aún está abierta la cantina de la playa.

Cuando me quedé solo, examiné la forma del acantilado y me pregunté si a través de los bloques de piedra, escalonados, oblongos, se podría acceder a la playa. Recuerdo que por un momento me pareció fácil. Descendía sin dificultad. Después, la pared se cortaba abruptamente y se perdía en el vacío. Pero eso lo supe después. Mi recuerdo se interrumpe ahí, repentino.

Cuando recobré el sentido, me encontré tendido en la arena. Max estaba inclinado sobre mí.

—Estuviste a punto de perder tu Cruz —le oí susurrar.

El cielo gris me parecía extraño, no comprendía el sonido del mar, ni el significado de lo que decía la persona que se inclinaba sobre mí y me miraba fijamente.

—¿No eres cristiano?

Mirándole fijamente, conseguí relacionar y comprender los elementos de la situación. Pregunté qué me había ocurrido, enseguida recordé que él me había hecho antes otra pregunta. Había olvidado qué pregunta: solo sabía que era una pregunta sin sentido. ¿A quién le importa si soy o no soy cristiano? Alcé los hombros. Después, comprendí que él ya había contestado a mi pregunta.

—¿Desde dónde me caí?

Max señaló un saliente situado a escasa altura.

—¿Te encuentras bien?

Flexioné las dos piernas: ningún dolor. Me incorporé: ningún vértigo. Solo había magulladuras leves en los brazos, y quizá sangre en las rodillas. Mi desvanecimiento parecía fruto de un desmayo pasajero, pero la cabeza no había sufrido daño alguno. Intuí que Max lo sabía y que se preparaba para decir algo, algo quizá difícil. Le interrumpí conscientemente: no quería oír la palabra médico, o la palabra hospital, que sin duda iban a surgir pronto de su boca. Sonriendo, le pregunté:

—¿Y tú? ¿Eres cristiano?

—¿Yo…? Tampoco…, no hay evangelio, cuando se está solo.

¿A quién iba destinada esa frase? ¿A mí? ¿A sí mismo? En cualquier caso, Max, cabizbajo, completamente ensimismado, pareció haberse olvidado por unos momentos de que yo estaba allí, con él.

La marea se había retirado; vi, por primera vez, la vasta extensión de arena que podía acumular la playa con la marea baja. Y ahora que ya no quedaba nadie, éramos dos insignificantes seres al pie de los acantilados.

—Mejor será que volvamos, dijo en voz baja, se hace de noche.

—Sí —respondí—, y hoy es tu cumpleaños.

Enseguida comprendí que no era lo más apropiado.

—Olvidémoslo —dijo Max—. Me molesta ser joven aún; me molesta pensar en todas esas ilusiones que debería tener, y que no tengo. Me molesta la alegría que debería forzar, y que no siento.

Yo había cumplido la edad de Max. No me fue difícil identificarme con sus palabras.

—¿No tienes curiosidad por saber si serás feliz?

—En absoluto; es una incertidumbre superada. Solo tengo curiosidad por saber si dentro de otros veinte años habré sido aún capaz de sobrevivir. Creo estar preparado para incertidumbres diferentes —añadió, como hablando consigo mismo.

Caminamos en silencio hasta que, de pronto, dijo algo que resumía la esencia de mi rumia interior. Quizá por eso, pude replicar con rapidez:

—El tiempo y la muerte son dos cosas diferentes.

—Y por desgracia, solo existe la segunda.

Max, con cierta excitación, replicó:

—Pero, pensar en el tiempo, con el tiempo, puede ser un consuelo. Somos tiempo, pequeñas partículas de tiempo.

—Podemos, desde luego —respondí—. Tenemos todo el derecho del mundo a escapar del dolor, sea como sea.

—Tú también tienes ese derecho.

Comprendí que ya no era un extraño para él.

—Para mí no es una cuestión metafísica, Max.

Max se detuvo, y disminuyó el tono hasta que su voz adquirió un triste matiz confidencial:

—Hubiese deseado otras vidas, dijo. Utopías, fiestas, vino, amigos, amor.

Su mirada se perdió en el vacío, y yo sonreí, también con tristeza. Comprendí su confesión: comprendí que no era eso lo que hubiese deseado. Lo que hubiese deseado era no ser, o ser alguien capaz de no pensar, capaz de olvidar. Comprendí que su vida, como la mía, era desordenada y solitaria, y que no podía ni podría nunca renunciar a ella. Solo en eso podía depositar alguna fe: una existencia no coartada por moldes familiares ni de otro tipo, una renuncia voluntaria a cualquier conformismo, a cualquier mezquindad.

Anochecía. Antes de subir a casa, Max me condujo hacia el interior del callejón. Abrió una tosca puerta de madera, y me dijo:

—Este era el establo. Aquí guardábamos el ganado.

La luz de la bombilla iluminó los comederos abandonados, el granero sin heno, el rincón de los aperos y herramientas, vacío.

—Mi habitación está justo encima de este establo —dijo.

Lentamente se separó de mí y penetró en el establo. Me recordó a un general ya anciano, paseándose por el campo de batalla de alguna lejana victoria que evocase la futilidad de la gloria. Sus palabras buscaban un tono especial, ensayaban los matices graves, profundos, sin llegar a encontrarlos del todo:

—Hoy es domingo, continuó—. Precisamente los domingos, sentado en el sofá de mi cuarto, percibo con más intensidad el vacío y la soledad de este establo, de la habitación, de la casa… por donde hace solo un año caminaba mi abuela.

Max se revolvió en silencio entre aquellas formas inútiles. Intuí que trataba de decirme algo, pero no tenía la menor idea de adónde quería ir a parar. Como si hubiera ensayado previamente, se detuvo en el centro del establo, bajo la bombilla y, en voz muy baja, añadió:

—En realidad, es mentira…

Me miró, y yo hice un ademán de desconcierto: justo lo que él esperaba.

—Hace ya muchos años que murió mi abuela —dijo, al tiempo que la hierba con que jugueteaban sus dedos se quebraba en dos.

Aquellas breves palabras confirmaron sólo en parte mi intuición: parecía una mentira absurda, infantil, piadosa, y sin embargo, sentí como si todo hubiera cambiado repentinamente de aspecto, me abrumó una tristeza inesperada:

—Yo no soy más que el guardián de un mundo perdido —continuó—. Mi única aventura es mirarme cada día en el espejo y asombrarme de seguir ahí.

Estúpidamente, pregunté:

—¿Por qué no vuelves a la ciudad?

Comprendí, sin explicaciones, su cínica sonrisa.

—Nunca. Las calles, la gente, es horrible… Sería el rostro aparte. El más solitario. El que todos descubrirían y señalarían. Es inútil vivir así. No podría soportar a los demás. No podría. Ya no podría. Nunca.

Mientras Max hablaba, una imagen rondó mi cabeza. En el autobús que dos días antes me había llevado a la estación había visto entrar a un hombre. El hombre había saludado a un grupo de mujeres que ocupaban las primeras filas. Cuando les dio la espalda, las mujeres rompieron en una risa de harpías, una risa sórdida, ruin. Después, se inclinaron hacia delante para cotillear algo en voz baja. La ruindad de aquel conciliábulo no era difícil de imaginar y, aunque limitado a un momento y unas circunstancias concretas, me pareció que por un momento se elevaba a una categoría emblemática, hasta significar toda la humanidad.

—La gente elige lo que es o quiere ser —prosiguió Max—. Yo, sin embargo, no elegí pensar lo que estoy pensando. No encontré armas ni fuerza para hacer que mi vida fuese algo más que esta nada.

Me miró fijamente. Seguramente no había mirado nunca así a nadie. El temblor de su garganta, la desolación de sus ojos a punto de llorar, eran indicio del esfuerzo realizado, de una extenuación que le hacía vacilar.

—Pensé que tú podrías entender lo que quiero decir.

Asentí.

—Estoy cansado. No sé por qué he hablado tanto, creo que necesitaba cualquier pretexto para explotar.

—Vamos, Max. Hoy es tu cumpleaños. Hay bebida en casa, ¿verdad?

Apagué la luz del establo. Los pesebres se desvanecieron en la oscuridad.

Al volver a casa, cambié mis ropas húmedas por uno de los pantalones vaqueros de Max y por un jersey rojo de cuello alto. En su modo de actuar, invitándome afablemente a que contemplase el anochecer en la terraza, mientras él cocinaba (me reservaba una sorpresa); en su modo de hablarme, percibía que Max, ahora, se sentía feliz, convencido acaso de haber estrechado una gran amistad. Me resultaba embarazoso adecuarme a su nueva manera de tratarme; por otra parte, no deseaba en modo alguno traicionar el espíritu que lo empujaba a comportarse así. Era su modo de liberarse, yo no podía dejar de percibir en ello algo patético.

Con las últimas luces del día fumé un cigarrillo en la terraza. En el cielo parecían reflejarse las escenas que habían estado en mi cabeza esa tarde. Pensé que si yo me hubiera sincerado ante él como lo había hecho él ante mí tal vez no hubiese motivo ahora para una cordialidad que no podía dejar de resultarme incómoda. Pero ¿cómo explicarle que para mí nada terminaría con el tipo de comprensión que yo había demostrado por él?

Mientras el cigarrillo se consumía, pensaba en el nuevo papel que la confesión de Max me obligaba a representar. Ahora, yo era alguien diferente ante sus ojos y ante los míos: ya no era el huésped extraño que disimula sus rarezas y al que se mira con desconfianza. Me había convertido en amigo tolerante y comprensivo. Lo que nunca podré ser. Toda confesión de un sentimiento implica una debilidad, y la cortesía de Max traicionaba esa debilidad; de ahí mi rechazo. En conclusión, no era más que otro modo de ocultar mi verdadero modo de ser. Al menos, cavilé que tal vez los años de soledad hubiesen preparado a Max para entender lo que yo tenía que decir sobre mí mismo, en caso de que intentara decirlo. Pronto desistí: estaba el problema de cómo contarlo. Yo no podía explicarme en palabras concretas como las que Max había usado. De nuevo evoqué el bienestar que hubiera podido sentir de ser un hombre normal, alguien capaz de ayudar, pero ¿cómo rechazar aquellas imágenes que durante todo el día habían estado tratando de encontrarme, que cada día seguían hostigándome?

Me levanté y caminé como una bestia enjaulada de un lado a otro de la terraza. Cuando ya no pude resistirlo, entré en la casa y me encerré en el baño. La alegría de Max me obligaba a liberarme y a estar solo.

No había hecho eso desde que era niño. Abrí la ventana, y el aire de la noche me trajo recuerdos de entonces. En aquella época, el barco en llamas bajo la luna ensangrentada era sólo uno de los secretos que me impulsaba a esconderme del mundo: lo vivía con perplejidad y gozo (miedo) en los despertares del verano, cuando mi padre me llevaba a pasear por la pradera o me sentaba en sus rodillas para contarme historias. Bajé mi cabeza al recordar mi adolescencia: la época del ser cuyas huellas quedaron en la arena. Mis amigos se abrían a la vida y yo me alejaba, me encerraba en la concha de mi soledad, en los paseos de madrugada a través de la ciudad y el puerto, desapareciendo entre el humo de las chimeneas, las máquinas, de los mercantes que zarpaban enrojeciendo la noche. En aquellas primaveras, la parte nocturna empezaba a iluminarse con delicados aires de misterio. Soledad y rutina de un instituto y un ir desligándose de todo y de todos. Entonces llegó un verano de días largos y extraños y, en las noches de insomnio, en los paseos al atardecer por las playas, fui descubriendo su pelo rizoso y castaño, la mirada melancólica que había dejado en sus ojos la cercanía constante de la muerte, el águila de bronce cincelada sobre la cota metálica de la armadura, las grebas que protegían sus piernas, las sandalias que habían recorrido los senderos

de la Galia, el reflejo del sol en el casco dorado, en el escudo de bronce, en el filo de la espada.

Antes de hundirme en la melancolía, encendí la luz del cuarto de baño; las cosas que me rodeaban se volvieron prácticas y concretas. Los azulejos eran extraordinariamente blancos y relucientes; el efecto de vacío, de muerte, que provocaba la luz de la bombilla me reconfortaba. Lavarme las manos me alivió; era un contacto precario con el mundo, dejé todos los grifos abiertos. Mi cara estaba en el espejo y la miré con lástima; después me senté en el borde de la bañera pensando que yo no tenía la culpa de ser incapaz de ver la perspectiva real de las cosas, disculpándome.

Con mi cuerpo inclinado hacia delante como un peso muerto, me pregunté qué modo de conducta podía pedirme Max a cambio de mi comprensión, y de nuevo volvió la inanidad. Temía que mi silencio pudiera enrarecer su felicidad. Siempre enmudezco ante la felicidad ajena, incluida la de Max. Me sentía incapaz de decidir si tenía la obligación de fingir por él. No tardaron en parecerme vanas e inútiles esas consideraciones. Me sumí en el vacío, en el desinterés por todo. Era suficiente el encierro que yo mismo había creado para dejar que otros lo aumentasen.

Sin levantarme, incliné mi cuerpo y miré por el agujero de la cerradura. La lámpara del largo pasillo estaba encendida. Imaginé a Max atravesándolo en aquellos domingos de los que me había hablado. De pronto, todo me pareció denso y significativo. Por un momento, asimilé cuál era la luz que bañaba su soledad. Estaba hecha del tiempo que se acumulaba sin cesar sobre aquel cobertizo derruido, sobre el patio y las huertas abandonadas, sobre aquel hombre, desgastado y erosionado, pero que había permanecido con el núcleo central incólume. En ese momento, su figura apareció en el pasillo. Sentí algo extraño al verle caminar hacia mí, bajo la frágil luz de la lámpara, entre las paredes con el empapelado de puentes. Sentí miedo de que pudiese advertir mi ojo a través de la cerradura, y antes de que se acercase me levanté y salí. Al llegar junto a mí, la sonrisa se petrificó en su boca y no pude hacer nada para evitar la actitud de estar disimulando algo.

—¿No vienes a cenar? —preguntó.

Algo parecía haberse enfriado, o haberse roto en su interior.

—Ya voy —contesté, sin atreverme a mirarlo.

Cuando vi a Max sentado frente a mí, experimenté la diferencia entre tener cerca o lejos a una persona. Nada podía ser más extraño a su conducta y a su aspecto que el tono de camaradería tan temido por mí. Comprendí que en mi escasa experiencia de las relaciones humanas estaba la causa de que hubiese fantaseado por la parte de atrás de la casa cuando él cocinaba. Un detenido examen de sus rasgos, mientras me contaba, entre toses frecuentes, momentos y experiencias de su vida, me ayudó a ver la franca nobleza que se adhería a las facciones de su rostro enjuto y enérgico. Su voz era grave y matizada; el abundante vino contribuía a darle color y viveza. Pero lo más importante era que hablaba más bien consigo mismo; yo me sentía a gusto en ese papel circunstancial. Era incapaz de decir nada; a lo largo del día, habían cambiado totalmente mis puntos de vista sobre la persona que estaba frente a mí, y me sentía confuso. La vergüenza de haber pensado que era un ser débil no me dejaba mirarle a la cara: sin poder evitarlo, me hundí en remordimientos por mi estupidez. Su modo tranquilo de relatar y de reír con sus propias anécdotas me hizo sentir inferior a él; comprendí que incluso en aquellos momentos podía prescindir absolutamente de mí.

Poco a poco, su relato fue languideciendo hasta extinguirse. Supongo que si hubiese prestado atención hubiese tenido algo que replicar, pero sus últimas palabras me cogieron por sorpresa. Había retomado su viejo argumento: «Lo que hay entre el nacimiento y la muerte no es tiempo. No sé qué es». Contesté: «Yo tampoco». No hablamos más.

A la imagen noble que me había hecho de Max contribuyó el silencio sin embarazo que siguió a la conversación. Para no prolongarlo demasiado, decidí irme pronto a la cama. Antes, vacié la copa de coñac que nos habíamos servido después de la cena.

Yo me había jactado esa mañana de no ser un mal bebedor, pero con el alcohol ingerido esa noche apenas podía tenerme en pie. Solo la bebida mal bebida podía causar ese vacío sin energía, sentido especialmente en la zona del corazón, esa sensación de encharcamiento interior. Sin embargo, no me había emborrachado: la bebida solo había sido un estímulo para reconcentrarme con mayor intensidad. Max me sonreía, tolerante y sereno. Mi actitud demostraba que yo era el único ser realmente débil; es posible que Max lo hubiera percibido ya al verme salir del baño.

Antes de acostarnos se fue la luz: por si ya eran pocas las comodidades de la casa, tuvimos que valernos de candiles para llegar hasta las habitaciones. Bajo la luz del candil, ante la puerta de mi cuarto al final del lóbrego pasillo, Max acercó hasta mí un rostro de cera para recordarme que al día siguiente pasaría mi tren. Traté de exteriorizar la satisfacción de poder liberarme al fin de todas las fantasías urdidas alrededor de mi encuentro con él. Adiós, Max, solo seré una fugaz sombra de la amistad, me iré con ese tren, para siempre. Mientras le veía alejarse hacia su cuarto, pensé en las razones que siempre me han alejado de las personas interesadas en confiarme algún secreto. Ya había experimentado anteriormente el desamparo ante las confidencias ajenas, la falta de recursos para reaccionar a imágenes nuevas. Tal vez porque siempre he sido muy nervioso, y eso ha aguzado mi capacidad de observación hasta el punto de ver demasiado en los gestos y pensamientos de otras personas.

Antes de que se fuera, le pregunté, a través del aire hueco del pasillo:

—¿A qué hora?

—Al mediodía.

No sé si percibió la que quise dar a entender. No sé si mis remordimientos y vacilaciones tendrían algún sentido real. En el cuarto blanqueado por la vela, pensé que todo era fruto de mi modo tímido e inseguro de afrontar a otros seres humanos. Tal vez se trataba de un intento por llegar a lo más profundo de otra persona para romper, por un instante, el cerco de la soledad; pero mi silencio y mi borrachera procedían del miedo a estrellarme contra un Max diferente del que se había fraguado en mi imaginación. Solo me tranquilizó pensar que al día siguiente volvería a estar solo, ignorado entre la gente.

Mientras me acostaba, percibí el olor y el ruido de la cera quemada. Cuando apagué la vela, solo quedó el olor en el aire silencioso que envolvía sosegadamente la casa. Cerré los ojos, pero cuando se cierran para no dormir las imágenes se vuelven contra uno y miran cara a cara. Al principio me asaltó una gran voluptuosidad, imágenes obtusas, a veces obscenas, que pronto dieron paso a un delicado recuerdo, y por mi mente pasaron muchas de las sensaciones de aquel otoño: fluían como fluyen las imágenes antes del sueño, pero a la vez mi inteligencia estaba despierta y trabajaba como en la vigilia. Durante aquel insomnio pedregoso, la voluptuosidad o el recuerdo estaban divididos en partes que mi lucidez era capaz de aislar. Di vueltas y vueltas contra la imagen de aquella muchacha, de mi viejo amor otoñal, tratando desesperadamente de aferrarla, y de pronto comprendí que mis titubeos con ella (tan parecidos en el fondo a los de esa noche con Max) habían sido los que nos habían separado irremediablemente. Yo nunca había dejado de amarla (ella no entendió mi amor): esa era la arista que aislaba esa parte del insomnio y me desplomaba en otra cara del poliedro; cada vez que eso ocurría, sentía como el paso a una nueva dimensión. Seguí viajando hasta que la visión geométrica de mi vida estuvo delimitada. Pero todo eso no eran más que las caras exteriores. En el corazón de la figura, y la cercanía del sueño me lo revelaba claramente, seguía ardiendo aquella flota que el procónsul había traído de Roma para salvar una guerra perdida en el Norte. Ahora lo recordaba tan bien… Era una noche ardiente en el puerto de escala, al Sur, los conspiradores habían introducido sus antorchas gracias a los centinelas sobornados. En medio de la confusión, lo único nítido era el fuego trepando como una serpiente por las velas, propagándose por la cubierta de las trirremes. Aquel que dejó sus huellas en la arena escaló hasta la punta del mástil y divisó las llamas que devastaban el puerto y mordían ya los barrios de la población. Algunas naves se hundían, sofocadas de humo negro, y los espolones plateados de la escolta imperial se inclinaban crujiendo. Los remeros de los bancos inferiores arrojaban sus cuerpos flameantes a un mar que ardía con el pábulo del aceite derramado. Pero la retaguardia había eludido el fuego, sus tripulantes maniobraban hacia mar abierto, sobrevivirían, divulgarían en Roma noticias de la catástrofe y vendrían tropas que vengarían la afrenta, que vengarían su muerte y la de sus compañeros, y tal vez Virgilio supiera cantarla en un poema que el emperador sabría apreciar. Más guerra, más sangre. La vida había sido sangre, siempre sangre, desde los confines de Germania hasta aquella última guerra hispana. La muchedumbre enloquecía los muelles, y los primeros soldados de la guarnición, desorganizados y confusos, trataban de reprimir el desorden, enrojeciendo de sangre inocente el filo de la espada. Él, desde lo alto del mástil, donde no tardaría en alcanzarlo el fuego, miró sin esperanza hacia el cielo y vio que la destrucción, que su muerte, tenía el beneplácito de la luna ensangrentada, perdida más allá de la bóveda de humo y de cenizas.

Mi sobresalto hizo crujir la cama. Traté de no dejarme arrastrar, como tantas otras veces, hacia el último vértigo.

A pesar de las horas que estuve cara al techo, a pesar de la compasión por el triste volumen de mi cuerpo hundido bajo las sábanas, el sueño debió de envolverme, por algún instante, en alguno de esos poliedros que, esa noche, yo llamaba «mi vida». Desperté al amanecer y me asomé a la ventana. Era la claridad de una mañana de verano antes de salir el sol. En lo alto del cielo había un último brillo en la luna. Una brisa fresca, que parecía emanar de alguna fuente agreste o de un bosque encantado, rodeaba de magia las varas de hierba, los establos de la cuadra vecina, el camino del mar, por donde venía el terranova alegre e inquieto, turbando la inmovilidad del alba.

Contrayéndose caprichosamente, se arrastró bajo la ventana y se quedó mirándome. Le saludé con la mano, como a un viejo amigo. Agitó el rabo elocuentemente. Yo envidié su libertad de ir y venir, y pensé de pronto que, si salía, descubriría el mundo por primera vez. Sin alzar la voz, le conminé a que me esperase.

Atravesé de puntillas el pasillo y cerré la puerta sin ruido. En cuanto puse mis pies sobre los peldaños de la escalera, sentí el placer de desgajarme y contemplé, como si fuera por vez primera, el roble sobre el que Max se había apoyado para decirme que «ella no estaba». En el aire que respiré estaba la sensación de empezar a vivir.

Abrí la puerta del callejón; el terranova esperaba. Se arrojó sobre mí, jugando, y al inclinarme para acariciar su cabeza sentí en mis articulaciones entorpecidas todo el frío de la mañana. El perro jugueteaba, no dejaba de dar vueltas a mi alrededor.

—¿Dónde quieres llevarme? —le pregunté.

La inercia de sus carreras y de sus juegos nos fue conduciendo hacia el mar.

En esas horas extrañas, la existencia del día parece algo completamente ajeno a la existencia del sol. Miré con placer, por encima de los matorrales, hacia las tierras aradas. A lo lejos, divisé la colina por la que había bajado hacia el mar, el día de mi llegada. Aunque podía oír las olas, el mar solo era visible entre los ojos de los matorrales.

Me hacían feliz las carreras del perro. Ignoraba su nombre, pero nuestra complicidad era repentina y total. Los matorrales arqueaban el sendero por el que transitábamos. Bandadas de cuervos bajaban a posarse sobre el prado, o graznaban en el cielo. El aire contra el que me desplomaba al correr me inundaba de libertad.

—Pero ¿dónde me llevas? —le urgí.

Corría y corría, despreocupado de mí. Tras perderlo en un recodo del sendero, volví a encontrármelo tendido plácidamente en los prados que se escalonaban ya hasta los acantilados. Me senté a su lado y lo abracé por el cuello.

Habíamos bajado por otro lugar de la colina y desde allí se divisaba toda la extensión del mar y la bahía. Solo quedaba un pequeño trecho hasta la playa. El azul que tomaba el cielo en dirección a la salida del sol indicaba que el día sería luminoso. Cuando aparecieron los primeros tonos rosados de la aurora, sentí que perdía la plenitud de mi mismo. Dolorosamente comprendí que el nuevo día significaría una vez más un inútil vagabundeo, y que el sucederse del tiempo, del pensamiento, sería una nueva despedida de mi mismo.

Me levanté y me encaminé hacia la playa para huir de esa certeza; el perro me seguía, pero ya no le hacía caso. Llegué hasta el acantilado que había derrotado mis ambiciones de escalador la tarde anterior; como si necesitase vencer esa humillación, sentí la necesidad de un nuevo desafío. Esta vez, a través de los bloques oblongos, alcancé la arena: la marea la había pulido, su color era el rubio oscuro que a veces adquieren algunas cabelleras de mujer. El perro se quedó mirándome desde lo alto del acantilado, jadeante, inquieto sobre las hierbas agitadas por la brisa, con la dignidad de quien ha cumplido acertadamente una misión.

Las paredes enormes y arbitrariamente erosionadas del acantilado se alzaban sobre mí. Enfrente se extendía la playa, y yo caminé hacia la salida del sol. Pronto me sentí distanciado de todo cuanto me había sucedido. Los grandes acantilados se cerraban sobre sí mismos, y la playa se desplegaba en forma de enorme anfiteatro. El color que anunciaba en el cielo la salida del sol era el rojo anaranjado de la sangre débil.

El ruido sinfónico del mar bañando las gradas del anfiteatro de arena y piedra me ayudó a recogerme en mi mismo a la vez que descubría una figura inmóvil junto a la orilla, una capa ondeando en la brisa.

Atraído por su solemnidad, me acerqué tímidamente, pero cuando estuve lo bastante cerca para distinguir nítidamente al legionario, comprendí que estábamos allí para reunirnos. Le bañaba una luz ambarina y celeste, y un hilo de sangre se petrificaba sobre su armadura de luna.

Sondeaba el vasto mar, como si su mirada pudiese abarcar en él todo el dolor que compartíamos. Lentamente, volvió su cabeza hacia mí, y yo apenas pude soportar la tristeza y la profundidad de su mirada. Con voz trémula y ronca, con palabras de dos mil años, dije:

—No sé nada de ti y has arruinado mi vida…

La contrición cerró sus ojos, y dolorosamente apoyó su cabeza en la lanza.

Concebí la esperanza de una respuesta. Concebí la esperanza de encontrar una salida en el túnel que me llevara al fin a mi vida.

Esperé sus palabras, consciente de que ninguna otra cosa importaba ya, de que solo él podía cerrar definitivamente esa puerta.

Pero él no habló.

Se desvaneció en el aire intangible de la mañana, lentamente, a la orilla del mar, y me dejó a solas en la pesadilla y la oscuridad de una vida ya vivida, de una vida que yo repetiría eternamente, y que alguien repetiría tal vez después que yo.

El horizonte se hundía bajo el peso carmesí de la aurora y levanté mis ojos para mirarlo, sintiendo que también algo se hundía para siempre en la nada, sobre aquella playa vacía.


Ramón García es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Oviedo. Empezó a traducir muy joven a Camus, Poe o Dylan Thomas, entre otros y alternó una tesina sobre Carmen Laforet con la traducción de la primera novela de Lawrence Durrell. Entre 1989 y 1990 fungió como traductor de la Comisión Europea y seguidamente cursó un máster de guion cinematográfico bajo la dirección de José Luis Borau en la Universidad Autonóma en 1993, antes de unirse como traductor al Ministerio del Interior en 1994. A partir de esa fecha cursó también periodismo y en los albores del milenio siguió un master en edición por la Universidad Brookes, con sede en Madrid. A partir de 2001, ha publicado traducciones con regularidad, en especial para la editorial Turner, en la que contribuyó a poner en marcha los primeros volúmenes de la colección Noema. Ha colaborado como corresponsal cultural para los diarios O Expresso de Lisboa y The European, además de participar en la creación de dos revistas literarias a finales de los noventa: Calviva y Terra Incógnita. Entre sus autores traducidos figuran Jonathan Coe, John Luckacs, Alexander Nehamas, James McClure y Jacques Berndorf; y ha escrito sobre autores como James Crumley, William McIlvanney o Van de Wetering. Desde 2004 trabaja para el Centro de Traducción de la Unión Europea e intenta compaginar su interés por las lenguas y por la traducción con toda la actividad cultural que puede absorber.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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