Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (35)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago a dos jóvenes que charlan, las voces de la tierra o el trasiego de la loza chascando por la mañana en la cocina.

texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas

Esa mujer podría estar tomando el sol en una playa. Hemos visto esas posturas así muchas veces, con el cuerpo casi desentendido de sí mismo, en una indolencia solar envidiable. Tumbada boca arriba, con piernas y brazos abiertos al desgaire y los ojos dulcemente cerrados, la mujer parece haber logrado esa comunión desmañada y total con su entorno. Lo que pasa es que lleva ropa de lluvia abrochada hasta arriba, como si quisiera esconder inútilmente el cuerpo de algo. Y bajo la nuca, empapando groseramente un gorro de lana, hay una mancha de sangre espesa como una aureola que le enmarca la cabeza y lo dice todo. La foto, en un periódico del 9 de abril, se tomó en la estación de Kramatorsk. Ella era sin duda una de las personas que estaban a punto de subir a un tren para escapar del horror. No lo consiguió. ¿Y qué más hay, más allá de la mujer yacente? Eso otro: su equipaje, dos bultos —todavía se dice así en el lenguaje ferroviario de las estaciones y las consignas— que parecen contemplarla con última fidelidad perpleja, tal como esos animales que se resisten a abandonar al amo. Encaballada sobre un bolso jaspeado, una maleta negra parece asomarse a contemplar el cuerpo sin vida. Para acompañarla un poco más todavía en el primer frío de lo inerte. Una vez más, nuestras cosas pugnan por quedarse junto a nosotros incluso en la última intemperie. Hace días que no puedo apartar de mí esta fotografía. Esa mujer muerta contiene el horror, el desvalimiento, la sinrazón que sigue cayendo sobre Ucrania mientras el resto del mundo lo mira todo con prevención para no quemarse las manos.


Su voz de plata indefensa convierte a cada poema leído en una delgada súplica sin orillas. Mientras recita sus versos, sonríe levemente como para quitar importancia a lo que va diciendo. Es como si leyese a tientas, con las manos por delante por si fuese a chocar en cualquier momento con algo oscuro. Pero es de esa debilidad y de ese recogimiento vocal de donde brota una sensación que otorga robustez a las palabras y contundencia moral a esa poesía. La poesía, llena de luz, de Ana Blandiana.

Lo que más me crispa de la información digital es la presencia obligatoria y recurrente de la propaganda interrumpiendo una y otra vez cualquier documento. Ya sea una noticia de la guerra, un reportaje de obstetricia o un pequeño ensayo con suficiente peso específico, todo va quedando nebuloso y descuartizado por la brusca frecuencia disruptiva de la publicidad. Anuncios inesperados de cosmética, ofertas de automóviles, tratamientos para adelgazar sin perder peso [sic] destrozan sin ningún miramiento el hilo de lo que se está leyendo. Se ha perdido el respeto al lenguaje, a la necesidad del lenguaje para generar pensamiento. Y es que se trata precisamente de eso, de sacar de la pista a escobazos a quien ha osado crear expectativas con las palabras para que le acompañemos un trecho, compartiendo o discrepando a propósito de lo que dice. El reino del eslogan se ha ido imponiendo al argumento sostenido. El verbo consumir acabó con el verbo reflexionar. O sea: la sugestión —ni siquiera la emoción— prima sobre la inteligencia.


Nada como la luz sedada de abril en algunas mañanas claras, de cuidadosa luminosidad. Es como si la juventud llegase otra vez hasta cada cosa a rozarla con uñas de cartón dulce. El cielo cuelga su respiración sobre todo lo que abarca, y por un momento todas las heridas del mundo parecen cerrarse para siempre. Es la ilusión de la vida renovada. Borrón y cuenta nueva. El aire fresco se encarga de dispersar pesadumbres. ¿Por qué no puede ser todo mejorable? Esta mañana de abril nos invita a suponerlo.


«Hay que soñar siempre mirando hacia el Norte», recuerdo que se decía en una narración popular africana en la recopilación que hizo Li’z-Q-Etoigo, sátrapa y fabulador. Según parece, toda la buenaventura del corazón procede de allí. Del Norte. Tú lo miras ahora ya como quien cree que aún puede ver un pájaro en una jaula vacía. Adiós a los sueños del Norte.


Ha perdido ya la noción de sí mismo. Se alimenta continuamente de lo insaciable y luego nos quiere hacer creer en la verdad de esos adjetivos que pone al frente de todo lo que hace. Pero algunos de nosotros sabemos quién es. Lo hemos conocido cobijado bajo otros nombres en otras épocas de la vida. Él mismo criticaba entonces a quienes se comportaban tal como él hace ahora pero, en realidad, los estaba tomando como modelos para irse fabricando su propio futuro. ¡Ay, los dibujos extraños de la vanidad! Sus trazos imprevisibles acaban conduciendo siempre a las hondas fosas sépticas de la decepción.


No sigue el cuerpo ya los itinerarios del deseo. Como un perro dormido —o tal vez muerto— que permanece tirado a la puerta de la casa, ahí se le ve asistiendo de lejos a los recados de la vida. Se lo quitan de en medio entre patadas. Él abre las fauces pero solo le cabe la gran O mayúscula y vacía de la inutilidad, no la inflamación de los ladridos ni el muestrario acechante de los dientes. Estorba y solo eso. Es su última misión en la humillante ceremonia del letargo.


Los bolsos de las mujeres. ¡Cuánto cabe en ellos! Sea cual sea su tamaño, todos son inmensos por dentro. Ellas los abren, empozan ahí la cara y se ponen a escarbar minuciosamente desechando todo cuanto encuentran hasta que dan con lo que buscaban. ¿Qué hay en los bolsos de las mujeres? Nadie lo ha sabido nunca. Daría algo bueno por que me dejasen volcar uno cualquiera, extender con la mano abierta su contenido sobre una mesa y ponerme a nombrar todo. Cosa por cosa. Yo creo que no pueden salir de casa sin el mundo. Sin su mundo necesario de menudencias. «Yo también soy todo esto», parecen querer decir. Y por eso lo llevan todo consigo pero no lo enseñan a nadie. A ellas les basta con moverlo de acá para allá en secreto trasiego. Los hombres somos de otro modo. Nuestro mundo, eso creemos, está colmado de abstracciones que no ocupan nada —puro humo— pero no caben en un bolso. Y no lo llevamos. O si acaso son bolsos pequeños y oscuros como suplementos ortopédicos, sellados con cremalleras. Creemos que lo nuestro está en tronos más prestigiosos: la Bolsa, la política, el honor, la fuerza física… Esas engañifas que nos alejan de la verdadera vida. Deberíamos llevar también uno de esos bolsos inmensos donde recuerdos y experiencias saltasen a la menor como peces vivos que compusieran allá abajo, en una locura oscurecida, la danza misteriosa e irremplazable de la existencia, de una existencia que nadie más sabe pero que hierve en los yacimientos secretos de los bolsos de las mujeres.


Cada mañana, en cuanto te levantas, nombras todo lo que te sale al paso. Lo necesitas: ilusión de poder dominar el día a partir de unas cuantas designaciones iniciales.

Por la calle, dos jóvenes van hablando de los límites del universo. Andan deprisa y llevan estudiadas vestimentas zarrapastrosas. Eso lo hace todo aún más inverosímil. Mientras hablan se van pasando de boca a boca una lata de cerveza. Al adelantarme, les oigo: «Es que el universo es todo, todo lo que hay, no hay nada más allá». Eso dice uno. «Entonces —dice el otro— fuera de él está la nada». «No, la nada ya es algo. El universo es el todo; la nada es inconcebible», y el que dice esto sonríe con simpatía y suficiencia, dejando caer su condescendencia ante el otro, que acepta la lata de cerveza de nuevo y echa un trago largo como para digerir todos estos conceptos (Universo, Nada, Todo) de metafísica transeúnte. No todo está perdido mientras haya en la juventud estos retortijones de la inteligencia, y además empapados en una cerveza tibia, ambulante y compartida. Me sobrepasan. Andan más deprisa. Siguen su camino estelar…

En mi indefensa ciudad. Días entre lo comercial y lo sagrado. Coronas de espinas y olor al anís de las aceitadas rodando por las calles. Un empujón sin avisar hacia la infancia. Como siempre, estos días procuro huir de las coreografías. Y aún más desde hace tiempo, cuando solo me encuentro a gusto con las evidencias de lo elemental, ahí donde la realidad se presenta por sí misma sin argumentos, sin más alcance que su mera manifestación. Puro presente que acierta a atravesar sin ruido su propia duración. Mirar el agua, escuchar los pájaros, sentir sonar el viento frotarse contra los árboles. Levedad suficiente, más allá de lo humano. Esa es mi pasión. Eso me basta.


VOCES DE LA TIERRA

En la taberna de Chimeno oigo a un hombre que se refiere así a una situación difícil de encajar: «Para esos mozos eran esos arroces». Cómo me alegra oír todavía en mi ciudad expresiones como esta que podría estar sin duda en el refranero de La Celestina. Poco después nos encontramos en la calle a otro, de innegable aspecto rural. Un campesino o ganadero que se ha vestido de limpio para venir a la ciudad. «Oigan —nos dice apuntando a una entidad bancaria que está cerrada—, ¿saben si hay otra oficina a mayores de esta?». «A mayores de esta». Deliciosa manera de hablar así, en ese lenguaje oral sobrecargado de inocente sesgo administrativo que, en boca de este hombre de Sayago, logra envolverlo todo en un encanto rudimentario inigualable. Y aún otra voz de la tierra: alguien recrimina al camarero de Los Pelambres que abran tan tarde el local. «Para bien ser —le espeta—, debería estar abierto a las doce». «Para bien ser». ¿Pero alguien puede superar esa manera de morder lo justo las palabras en las esquinas del pensamiento?

Ese ruido, feliz e inigualable, del trasiego de la loza chascando por la mañana en la cocina. Parece una llamada a la vida. Platos, tazones, cazos. Abundante entrechocar de enseres que espantan al sueño y avisan, entre aletazos sordos, de que la jornada empieza en compañía con la alegre liturgia del desayuno.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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