/ un relato de Pablo González /
Fotografía de portada de Drazen Nesic
I
Debo parte de mi modesto filosofar mundano a una temprana y honda afición por la bicicleta. Todo comenzó, poco más o menos, en un verano tristón de principios de los noventa. Papá se había ido justo el día de San Juan, ya era mala suerte, y en tales circunstancias la luz del solsticio había de alumbrar menos. Papá era electricista y, como casi todos los padres de la redonda, trabajaba en una fábrica oxidada de altos muros y mayores chimeneas. Arreglaba cosas, por lo visto, y no había aparato ni cachivache que se le resistiera. La fábrica en cuestión construía armamento: carros de combate, cañones, piezas de artillería… cosas feas y malas, pero de algo había que comer. El caso es que papá debía de arreglar mucho y bien, puesto que aquel verano lo destinaron a otra fábrica, imagino que igual de oxidada y llena de chimeneas, en Sevilla. Y Sevilla, según me explicaron, quedaba muy lejos, tanto que papá no podía venir a casa todos los días, ni todas las semanas, ni casi cada mes. La circunstancia era, cuanto menos, confusa para un niño de cinco años: ¿no habría nadie en Sevilla que supiera reparar cosas? Aquel parecía un sitio extraño lleno de fábricas que se desmoronaban y yo, ignorante de las necesidades de la producción y del reparto internacional del trabajo, andaba enfadado con el mundo. Y también con mi papá, que había desbaratado los planes veraniegos por una cuestión tan absurda: aquello, en resumidas cuentas, era una mierda. Él así lo confirmó, aunque quizás con otras palabras, y sospecho que vino a explicarme que el papel del que solo dispone de su fuerza de trabajo es, mayormente, ir y venir donde lo manden sin protestar demasiado, que de algo hay que comer. En fin, que aparte de constituir mi primera lección práctica de materialismo histórico, el asunto en su conjunto me contrariaba especialmente porque aquel era el verano en el que yo, de una vez por todas, aprendería a montar en bicicleta. Y papá me iba a enseñar hasta que, ya se sabe, alguien tuvo la ocurrencia de despacharlo no sé dónde. Los Reyes Magos me habían regalado, entiendo que por intachable y esforzado comportamiento, una flamante bicicleta de reluciente cuadro blanquiazul, robustas ruedas de cross y un erguido y majestuoso manillar decorado con un velcro naranja chillón que no dejaba lugar a la duda: era una BH California. Y si bien mis primeros pedaleos sobre la más ansiada de las bicicletas habían sido sostenidos con ruedines, que nadie nace aprendido, justo era reconocer que seis meses de auxilio atornillado comenzaban a suponer una humillante deshonra. Cuando papá se fue al aeropuerto me despedí cabizbajo, descreído ya de casi todo y convencido de abandonar el ciclismo antes de empezarlo. Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos mamá volvió a sacarme del atolladero:
—No te preocupes, yo te enseñaré a montar en bici —me dijo.
Así de fácil. Mamá era genial, y las fábricas le importaban un carajo.
Los veranos de mi infancia eran el pueblo, y el de mis abuelos, como tantos por aquí, se asomaba a un delicioso valle desde una empinada ladera en la que los llanos no abundaban. Ciertamente, aquella tierra de escaladores no facilitaba el aprendizaje ciclista de un zagal con profusa tendencia a la torpeza, y a falta de jardines señoriales mamá me llevó a un prau no muy escarpado en el que el peligro de despeño parecía controlado. Mi abuelo acababa de segarlo y aunque la incipiente hierba, seca aún, pinchaba un poco, era sin duda preferible al más pulido de los asfaltos. Atemorizado, enderecé la bicicleta y me encaramé al sillín. Mamá me pidió mirar al frente y pedalear con decisión, sin temor alguno; ella me sujetaría fuerte desde atrás. No hubo, que yo recuerde, más preparativos y tras el primer empujón comencé a propulsarme veloz y confiado, como si aquel equilibrio, que yo creía tan enigmático, no encerrase secreto alguno. ¿Habría nacido yo para cabalgar, libre como el dulce viento estival, sobre aquel corcel mecánico?
—No mires atrás, no mires al suelo. Siempre hacia adelante —repetía mamá.
Mas, acaso en una de las primeras muestras de mi obstinada nostalgia, de esa asustadiza obsesión por el recuerdo que habría de enturbiar tantos días de mi devenir, desobedecí y miré atrás: mamá corría cerca pero ya no me agarraba, y el súbito vistazo bastó para que una enorme sensación de desamparo invadiera mi espíritu, mis piernas y mi determinación. Intenté reponerme pero, incapaz y vacilante, caí al suelo. Mamá me incorporó.
—Ánimo, tienes que seguir. Lo estás haciendo bien. ¿Ves cómo ibas solo? Mira siempre hacia adelante o te desequilibrarás.
Volví al ataque con bríos renovados y profundamente concentrado en la intrincadísima tarea de no mirar el manillar, la rueda delantera, los pedales, mis espaldas o cualquiera de los puntos prohibidos, pues todos me atraían. Así y todo, tras dos pares de vueltas al herbazal y algún que otro revolcón comencé a dominarme y parecer un ciclista más o menos avezado, que incluso se permitía el lujo de disfrutar el paseo admirando el aleteo de los gorriones en las higueras. ¿Quién lo iba a decir? Al fin pedaleaba solo y así habría de ser tantas veces, en la bicicleta y en la vida, aunque siempre con la secreta convicción de que mamá empujaría desde algún sitio. Fue en aquel momento cuando, rodeado de vivaces gramíneas e incipientes pastos cantábricos, atisbé la estela de un diminuto avión en el horizonte del pálido atardecer. Era, sin duda, el avión de papá:
—¡Papi, ya sé montar en bici! —grité orgulloso.
La bicicleta fue siempre para mí sinónimo de esplendor, de días interminables sin relojes, sin preocupaciones. De lunes a viernes, como todos, yo sufría de despertador, de colegio, autobús, clases de inglés y demás sentencias conducentes a aquello del hombre de provecho; pero durante las vacaciones y las fiestas de guardar mi querida bicicleta aligeraba las cargas, trayéndome en su armónico rodar un fresco aliento de libertad.
Al cumplir los nueve años, la vieja California fue quedándose pequeña para mis crecientes propósitos en aquel país de repechos y descensos imposibles. Corrían los tiempos de las mountain bikes y los cambios de dieciocho velocidades, y la espinosa orografía a la que me enfrentaba día a día exigía ora amplios desarrollos, ora músculos de acero; y al menos lo primero podía comprarse. Así, mis padres me regalaron, por aquel asunto de la Primera Comunión, una bicicleta de montaña BH Energy, con siete piñones, cuentakilómetros, cuernos acoplados y un brillante y enorme cuadro violeta, como de purpurina. Y si bien no era una BH Topline, última vanguardia aluminizada de la ingeniería vasca que, costando cien mil pesetas, quedaba fuera de mi alcance, reconozco gustoso que la plúmbea Energy satisfacía sobradamente mis modestas pretensiones. Es más, ahora que lo pienso, no había en el mundo bicicleta mejor.
Recuerdo bien que, en aquel tiempo, todos andábamos muy pendientes de las gestas de Miguel Induráin en el Tour de Francia. El gigantón navarro, de exhibición en exhibición, era lo más parecido a un robot perfectamente ajustado a un sillín del que jamás despegaba el culo, constante en aquel pedaleo sobrio, elegante, de ritmo altísimo. Ante sus caballerosas victorias, francamente, solo cabían halagos y todos mis amigos eran fanáticos suyos. Un servidor, no obstante, acaso por el romanticismo de la derrota o simplemente por llevar la contraria, no se sentía particularmente cerca de nuestro campeón; al fin y al cabo, el tipo parecía bastarse y sobrarse sin mis alientos así que decidí reservárselos a alguien en disposición de estimarlos mejor. Y no me costó encontrarlo: a mí el que realmente me gustaba era Claudio Chiappucci, un italiano melenudo y batallador del equipo Carrera. Bravo escalador, el Diablo era un valiente que no tenía reparos en atacar a las primeras de cambio, pasar media etapa en solitario, desnudo ante sus propias fuerzas y debilidades, y terminar ahogado en la orilla. Chiappucci no era Induráin, LeMond o Bugno, patricios de equipos todopoderosos destinados a la gloria de las Grandes Vueltas, pero era un corredor que jamás se rendía, que agonizaba sobre el asfalto para acabar segundo, tercero, octavo o decimonoveno. Chiappucci, uno de los nuestros, se parecía mucho más a la vida, ese sufrido pedalear en el que se gana algunas veces y se pierde muchas más.
Más allá de admirar a tal o cual ciclista, los chavales del pueblo pasábamos las sobremesas estivales pegados al televisor, vibrando ante tamañas proezas y aprendiendo, creo yo, algo de geografía alpina y pirenaica. Fue entonces cuando, movidos por el natural desparpajo juvenil, decidimos organizar nuestra propia carrera ciclista. Verlo por la tele estaba bien, pero sentirnos protagonistas del deporte más duro del mundo estaría mucho mejor; y como nadie se dignó a inscribirnos en el Tour de Francia, engendramos el Tour de Cañéu, ronda de nombre poco original y pasión inigualable. Su recorrido, atendiendo al relieve del lugar y a nuestra natural aversión al aburrimiento, constaba de siete u ocho etapas rompepiernas atiborradas de finales en alto. Y a falta de Alpe d´Huez o Tourmalet, dispusimos del alto de Panicera o los repechos de casa Caín, ascensiones que, honestamente, no eran moco de pavo. Además, en un despliegue de voluntarismo que haría enrojecer al adulto resignado en el que, de algún modo, todos nos convertiríamos, concebimos todo lo necesario para una competición ciclista de categoría: la gama completa de maillots otorgados a los líderes de la general, la montaña y la regularidad, que venían a ser unas camisetas de colores parcamente tuneadas con rotulador; metas volantes do it yourself, apenas unas sábanas viejas colgadas de algún árbol que señalaban los esprints intermedios; paquetes de galletas maría desperdigados por las cunetas del pueblo a modo de puntos de avituallamiento; y una línea de meta en la que, patrocinios aparte, solo faltaba una cámara para la foto de llegada. Incluso pintarrajeábamos el asfalto con nuestros nombres, en enormes y narcisistas letras que habían de insuflarnos las fuerzas que escaseaban el día de la verdad.
He de admitir que el diseño de la carrera era para mí mayor acicate que su propio transcurso, puesto que la diferencia de edad respecto al resto de participantes hacía imposible cualquier atisbo de victoria por mi parte. Era, con cierta diferencia, el benjamín de los ciclistas, y a tal circunstancia bien podríamos añadir el menguadísimo espíritu competitivo que me acompañaba ya en aquellas fechas. La derrota, por tanto, estaba asegurada y en base al feliz axioma hice virtud de la necesidad, dedicándome en cuerpo y alma a gozar de agradables paseos en bicicleta mientras los aspirantes al jersey amarillo se enfrascaban en crecientes piquillas. A falta de coche escoba, yo solía hacer las veces y, ciertamente, no me importaba demasiado. Sin embargo, no todas las etapas eran para mí este acontecer tranquilo por caminos pueblerinos, y una crucial jornada marcaba en rojo mi calendario: la contrarreloj por equipos. El Tour de Cañéu contaba con dos escuadras de tres o cuatro corredores, si bien su número final dependía de la disponibilidad y las ganas de cada uno. Cañéu Norte era tu equipo si vivías en la parte alta de la aldea, considerando la fuente Paín nuestro centro neurálgico y emocional, siendo Cañéu Sur el equipo de los que vivíamos en lo fondeiru. Y la mencionada contrarreloj nos enfrentaba en una etapa que llegaba a obsesionarme insanamente, pues en ella no me quedaba más remedio que asumir como propias las presiones de los aspirantes al liderato. En la hora decisiva, mi habitual parsimonia lastraría las buenas posiciones y opciones de victoria de mis compañeros de equipo y, evidentemente, eso de fallarle al colectivo siempre ha sido una cuestión del todo inconcebible. Por si fuera poco, la temida crono solía estar precedida de una acalorada discusión que, hiriendo mi honrilla, reavivaba ese fuego que todos portamos dentro. David, mi primo mayor y jefe de filas, defendía que el tiempo de cada equipo debía fijarlo el segundo o tercer integrante en atravesar la meta; Iván, el de casa Pepón y líder de Cañéu Norte, mantenía por su parte que dicho tiempo habría de tomarse cuando todos y cada uno de los miembros del equipo arribasen a la línea de llegada, en heroico y fraternal alegato que, a todas luces, ocultaba la aviesa intención de que un servidor fuese una rémora insostenible para David, su gran contrincante. Y como, cálculos aparte, esta última opción era realmente la más honorable, la organización siempre estipuló que así debía ser: el tiempo de Cañéu Sur iba a depender de mí. Abrumado por la situación, acostumbraba a pedirle consejo a mamá, convertida durante aquellos días en mi oráculo ciclista particular.
—No te preocupes, lo harás bien. Descansa, toma un buen desayuno y ponte el casco. Ya lo sabes, sin casco no hay bicicleta.
Y es que mis padres, en lo que yo consideraba un flagrante exceso de celo, me obligaban a utilizar un horrible casco blanco que espachurraba mi cabeza, mis orejas y mi reputación. El artilugio me hacía sudar a mares y, muy a mi pesar, me convertía en objeto de un sinfín de burlas que me comparaban, no con Claudio Chiappucci, sino con otro italiano de nombre Calimero, polluelo blanco y negro con el corazón de oro. Chanzas aparte, he de confesar que siempre fui incapaz de atender a las razonables recomendaciones de mamá: la noche anterior a la etapa de marras, presa ya de nervios insufribles, era incapaz de conciliar el sueño, y en el desayuno apenas me las arreglaba para atragantarme medio vaso de leche. Con todo, aquel día mi cuerpo solía responder con razonable solvencia, como si hiciera uso de alguna reserva de fuerzas dispuesta para las grandes ocasiones e impasible a mi deficiente preparación. Tras el pistoletazo de salida, un servidor pedaleaba como alma que lleva el diablo, aguantaba el ritmo e incluso se permitía el lujo de marcarlo en algún momento. Ni que decir tiene que, poco acostumbrado a tales penurias, a los cinco minutos yo ya estaba para el arrastre, pero trataba en todo momento de mantener cierta cara de póker, pues en ella creía que podía residir parte del asunto. Más allá de la penosa procesión que me carcomía, mis facciones siempre aparentaban serenas, concentradas, reflejo de un bregador que, contra todo pronóstico, apretaba los dientes cuando tocaba. A veces ganábamos y a veces no, si bien una derrota en nuestra contrarreloj por equipos suponía quedar segundo, gran regocijo para alguien acostumbrado a observar la clasificación general del revés. Y hoy puedo afirmar, henchido de orgullo y satisfacción, que aquella incierta etapa jamás decidió la competición y que nunca un compañero perdió posiciones por mi culpa. El pequeño Calimero, siempre al quite cuando el equipo lo requería y molido por los cuatro costados, recibía gustoso los asombrados parabienes generales.
—¡Qué bien tuviste, nin! Aguantaste como una máquina —me decían todos.
Al día siguiente, hordas de implacables agujetas invadían cada centímetro de mi magullado cuerpo y yo aprovechaba la calamidad para tomarme una merecida jornada de descanso. El final de la carrera estaba cerca y, a falta de Campos Elíseos y champán francés, el último podio de campeones era colocado junto a la fuente Paín y aderezado con guirnaldas y ramas de eucalipto. Ante el jolgorio generalizado, el vencedor espumeaba una botella de sidra convenientemente sustraída del llagar de algún abuelo y a otra cosa, porque la niñez en el pueblo consistía fundamentalmente en hacer cosas. Mi adorada bicicleta, no obstante, siguió haciéndome buena compañía durante muchos años, siempre rodeada de un aura libertaria y rural que la elevaba sobre cualquier otro medio de locomoción. ¿Quién no prefería fluir sobre una BH a arrancar un tosco y pesado motor?
II
Contaría yo con dieciséis o diecisiete años cuando, estando con mis padres en faena en un prado un poco alejado, papá me envió a casa a no sé qué. Yo, en la indolente adolescencia, intenté escaquearme y descargar la tarea en mi venerable madre.
—Anda mami, vete tú. Coge la bici si quieres.
Su respuesta me dejó en la más absoluta perplejidad.
—Yo no sé montar en bicicleta.
Aquello tenía que ser una treta para escurrir el bulto. Al fin y al cabo, mamá me había enseñado a montar en bici, y transmitir un conocimiento que no se posee parecía una evidente contradicción. ¿O no? Ante mi estupor, ella negó de nuevo: no sabía montar en bicicleta y nunca había sabido. Absorto, recurrí a papá, que confirmó el caso. Él había intentado convencerla en multitud de ocasiones, siempre en vano: que había que perder el miedo, que era algo que todo el mundo hacía, que no era para tanto… Entonces, como si de una película se tratase, comencé a proyectar recuerdos de tantos y tantos momentos en los que mi madre y mi bicicleta habían coincidido en el espacio-tiempo, desde el mismo día en que ella me enseñara a montar, y aquellos fotogramas vinieron a acrecentar mi pasmo. Nunca había visto a mamá sobre las dos ruedas; jamás, ni un instante, nada. ¿Cómo podía ser? Casi sin saberlo, me estaba asomando a la críptica naturaleza del conocimiento humano, a una miríada de arduas teorías que, aún hoy, descolocan mi razón. Sí, que mi madre me hubiera enseñado algo que ella misma desconocía era un dilema del que yo no entendía ni papa y del que, para que conste, sigo sin entender demasiado.
En los años de bachillerato, unos pocos disfrutábamos enormemente de las clases de filosofía de don Santiago, probo profesor de cara oronda, nariz redonda y abundantísima papada carmesí, siempre liberada de botones y ajustados cuellos de camisa. Era, a pesar de algún temblor derivado de un incipiente mal de Parkinson, la tranquilidad en persona, invariablemente reflexivo ante el acontecer de un mundo del que solía pedir bajarse, que con los griegos ya tenía de sobra. Los alumnos lo llamábamos loco, apelativo habitual para el cuerdo cuando todo está del revés, y él, entre perorata y perorata, hasta parecía agradecerlo. Don Santiago nos recibía en una pequeña aula abarrotada de libros, sin pupitres y con una montonera de sillas y cojines que, en semicírculo, conformaban una suerte de ágora ateniense. Nuestro profesor no parecía mostrar aprecio alguno por los libros de texto, los apuntes o los exámenes reglados y básicamente se dedicaba a la mayéutica de los grandes interrogantes humanos en clases extraordinariamente participativas, así un poco a la brava: ¿era moral matar a una persona para salvar a dos?, ¿importaba su maldad para tomar la decisión?, ¿qué opinábamos del canibalismo?, y etcétera. Visto que don Santiago no se arredraba ante las inmensidades, decidí consultarle mi peculiar cuestión acerca de las fronteras del conocimiento materno. Él, visiblemente entusiasmado por mis intereses epistemológicos, respondió a mis preguntas con más preguntas, cosa que me desmoralizó un poco. Para variar, me explicó que aquello ya había sido discutido en la Grecia antigua y me seleccionó cuidadosamente varios textos que leí con mayor avidez que intelección.
La relación de la filosofía clásica con la teoría del conocimiento aumentó en buena medida mis zozobras, mis incertidumbres y, no hay mal que por bien no venga, mis ganas de saber. Si de aquello se trataba, don Santiago había dado en el clavo. Según el parecer de no pocos barbudos, el conocimiento verdadero, si existiese, solo podría ser accedido mediante una actitud de interrogación permanente, crítica reflexiva y el humildísimo reconocimiento de la propia ignorancia. Platón me adentró en sus mayúsculas Ideas, eternas e inmutables, tan perfectas como la matemática; Sócrates, por su parte, parecía no saber nada en tanto que consumía provechosamente sus días de mercado en mercado, filosofando sobre la libertad, la justicia, los zapatos y otras entelequias hasta que la gran democracia ateniense decidió cargárselo, por preguntón. Acaso sus honorables verdugos anduviesen ya entre las sombras de la caverna, sin valor para el doloroso ascenso. Aristóteles, tipo más sistemático que sus maestros, me brindó una clasificación del conocimiento que arrojó algo de luz sobre mis pesquisas. A saber, los saberes eran tres: uno productivo, que nos permitía construir, mesas y zapatos, pinturas o poemas; otro ético, que nos enseñaba a comportarnos de forma adecuada, en base a la moral; y un último saber puro, un saber por ganas de saber que consistía un fin en sí mismo, el más supremo, honesto y valioso de los conocimientos. ¿Querría yo, a través de estas idas y venidas, acercarme de algún modo a la filosofía primera aristotélica y su saber puro? Si fuese así, quizás el asunto no tuviese tan mala pinta después de todo. En todo caso, el buen estagirita me había proporcionado una posible respuesta en forma de tratado ordenado sobre la tipología del conocimiento: mamá poseía un saber productivo relacionado con el arte de montar en bicicleta, puesto que había manufacturado un aguerrido gregario del Tour de Cañéu. Aquello me convenció durante un par de felices minutos, tras los cuales vine a razonar que, siendo la naturaleza del conocimiento tan dilatada e insegura, ¿cómo iba yo a darle un cierre definitivo a las primeras de cambio? Probablemente hubiera algo de eso, pero acaso hubiera también un montón de cosas más.
Le presenté a don Santiago mi tambaleante teoría y, contra todo pronóstico, me felicitó por ella. Él también coincidía en que, de alguna manera, mamá sabía algo, aunque no pareciese muy interesado en darle una respuesta final. Tampoco yo, pues, a tales alturas, mi elemental y algo tosco problema había desembocado ya en las vastas incógnitas sobre el conocimiento humano: ¿qué puedo saber?, ¿cómo puedo saberlo?, ¿cuál es la naturaleza del conocimiento?, ¿qué lo diferencia de la creencia y el dogma?, ¿debo dudar de todo?, ¿camina siempre el conocimiento sobre arenas movedizas?, ¿puedo encontrar algún asidero?, ¿cómo puedo, en definitiva, saber algo? Aquellos griegos habían replanteado mi mundo en cada renglón y don Santiago, empeñado en alimentar la bestia, insistía con más y más escritos, destacándose los de un francés de ojos lánguidos y nariz afilada que, en honor a la verdad, terminó de ponerlo todo patas arriba. Descartes, el padre del racionalismo, disertaba sobre ideas innatas impresas en nuestro espíritu y dotadas de un no sé qué divino en unos razonaresque, francamente, no me parecían excesivamente racionalistas. Por si fuera poco, aquel polímata revolucionario se aventuraba a localizar el punto exacto del cerebro donde radicaba el alma, en la glándula pineal según parece, y a concebir un genio maligno que confundía la vigilia con el sueño e imposibilitaba las certezas del mundo. Tal Matrix de la modernidad me sumió en una agitación escéptica de la que, confieso, nunca he conseguido recobrarme del todo. Según creía entender, y a la sazón quizás mis entendederas no tuviesen ya remedio, la duda era la primera y fundamental exigencia del conocimiento, permaneciendo rechazado cualquier saber sobre el que pudiera arrojarse su más mínima sombra. La duda hiperbólica era la única verdad posible, el cogito ergo sum y la conciencia de que, en el maremágnum de incertidumbre que nos acecha, solo podemos agarrarnos a nuestro yo dubitante. En fin, la mezcolanza entonces era tal que un servidor solía cuestionarse si el aire que acariciaba su rostro mientras montaba en bicicleta era materia verdadera o la jugarreta de un demonio puesto de ácido.
Hete aquí que, transcurridos los años, la vida fue a su vez transcurriéndome por algún derrotero más habitual: pasé por las ciencias aplicadas y por una escuela de negocios porque, ya se sabe, el sistema funciona, y porque una mente inflexiblemente cartesiana no parece la mejor aliada para ir transcurriendo. La duda absoluta e inacabable sería, a la postre, tan poco constructiva como la certeza eterna, estando en un justo término medio, imagino, el lugar al que aspirar. Sin embargo, he de admitir que, de cuando en cuando, aún me permito el lujo de descender la espiral escéptica, especialmente durante lúcidos momentos en los que pienso lo que no hay que pensar. Claro está que, a lo largo de este tiempo y aun sin la añorada ayuda de don Santiago, fui accediendo a otros autores e ideas, acaso más pragmáticos, más tangibles, que descartaban las semillas de verdad cartesianas para elevar la experiencia como el punto de partida de la sensación y la reflexión, únicas fuentes posibles del conocimiento verdadero. Locke y Newton primero, Voltaire después, bebieron de Protágoras y criticaron desde la razón al padre de la razón y ahí, supongo, residía la clave primordial: la adhesión al método racional conllevaba, indefectiblemente, la renuncia a verdades últimas e inmutables, a esos porqués primigenios tan propios de tahúres, prestidigitadores y doctrinarios de cualquier pelaje. Kant, a su vez, me ayudaría a certificar la muerte del dogma sustituyendo la pretenciosa razón suficiente por la mesurada causalidad, y Russell vendría a inspirarme definitivamente la duda como método a cuenta de un reloj averiado en el momento más inoportuno.
Así, poco más o menos, la duda se impuso en mí como el comienzo de todo y el final de casi todo, parte fundamental de mi irresoluta existencia sobre este diminuto punto azul en los confines del universo. Desde entonces, la existencia en una incertidumbre razonable y razonada ha sido para mí fuente de interés, tolerancia y, claro está, alguna que otra objetividad en este complejo mundo nuestro, tan necesitado de pausa y distancia. A modo de inventario, y por si a alguien interesa, pudiera enumerar unas pocas y menguantes verdades, bastantes conocimientos aproximados, distintos grados de certeza y una infinidad de cuestiones sobre las que reconozco no saber nada en absoluto. Y creo haber aprendido a sentirme cómodo desconociendo, a ser valiente ante el cúmulo de resbaladizos interrogantes que nos acechan puesto que ellos han de acercarnos, siquiera un milímetro, a ese horizonte de verdad que anhelamos desde el primer despertar. No sé si entendí bien a los griegos, a Descartes o a Voltaire; tampoco sé si mamá sabía finalmente montar en bicicleta de algún modo, pero quiero creer que, al menos, entendí que la duda es buena compañera para el estremecido viaje.
¿O no?

Pablo González (Grau [Asturias], 1985) escribe sobre tecnología, sociedad y política y ha colaborado en diversos medios digitales. Entusiasta defensor del software libre, ha asesorado al Ayuntamiento de Grau en materia de nuevas tecnologías. Fue cocreador de Moshtown, una app buscadora de conciertos para dispositivos móviles. Ingeniero técnico de telecomunicaciones por la Universidad de Oviedo y máster en Dirección y Administración de Empresas por la Universidad Europea Miguel de Cervantes, actualmente trabaja como consultor de sistemas y seguridad en el sector tecnológico. Además, es aprendiz de músico y gaitero y toca el bajo en la mundialmente desconocida banda de punk The New Ones.
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